El jefe le preguntó. Lo hicieron los compinches. También los de otros
grupos criminales que formaban parte de la misma mafia. Y contestó que
se había cansado y enfadado, que ya estaba bueno de tanta matazón y que
quería un trabajo estable, de sueldo fijo sin importar que fuera bajo,
pasar tiempo con sus hermanos y su esposa e hijos, y disfrutar a su mamá
que ya estaba viejita la pobre.
Ninguno le dijo que estaba mal, que se quedara. Solo el jefe le lanzó
un pujido y una mirada de lanza y centellas. Guardó minuto y medio de
silencio, como si homenajeara a un muerto, y luego le dijo, Lárgate
pues, antes de que te mate como un perro, pinche malagradecido. De todos
modos le tendió la mano y el jefe le correspondió en silencio.
Así que consiguió de ayudante de albañil. En cuanto pudo se salió y se la dieron de ofisboi
en un hotel de cinco estrellas: aprendió a pararse derechito y con las
palmas de las manos a un costado de sus nalgas, a decir, A sus órdenes
señor, a ser solícito y veloz con las maletas y los mandados del
gerente, a subir en chinga por las llaves y bajar con las cuentas de los
clientes que pedían servicio al cuarto.
Luego anduvo de plomero pero como no le caía mucha chamba buscó otros
trabajos. Jardinero en un residencial privado, electricista de portones
de cocheras, vigilante de empresas privadas y portero y jostes
en un restaurante. En una de esas se topó con los que había trabajado en
el sicariato, en medio de una ruidosa fiesta en un lujoso salón de
bailes.
Iba de pantalón y chaleco negro y camisa blanca. Parado, como estatua
circense, al fondo del salón, mirando para todos lados. Vigilante. Los
ex compañeros de mañas lo vieron y se le acercaron. Uno que ahora era el
jefe le sacudió la mano violentamente y luego lo abrazó fuerte. Patrón,
le decían. Jefe, le gritaban.
Llegó uno y luego otro y otro y otro. Véngase para acá, con la raza. Ese levantó la mano y pidió bucanas
y hielo y agua mineral. Lo jaló y él le decía que no, que estaba
chambeando. No le creyeron. Lo sentaron junto a ellos y le sirvieron
güisqui y le trajeron cena. Le confesaron que lo extrañaban, que con él
la habían pasado a toda madre y que si cuando regresaba.
Patrón, berreaban. Jefe, jefe, insistían. Y él, de blanco y negro,
incómodo y sonrojado. Les dijo que andaba trabajando: soy mesero.
Festejaron como si bromeara. Y siguieron agasajándolo, con tragos y
halagos. Jefe, qué le sirvo. Qué le traigo.
1 de noviembre de 2013
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