Policías detienen a un joven durante un
patrullaje nocturno en Tecomán, en el estado mexicano de Colima. Credit Rodrigo
Cruz para The New York Times
MAX FISHER y AMANDA TAUB
CIUDAD DE MÉXICO – Las
fuerzas detrás de la violencia en México, país que está encaminado hacia su
peor año en décadas, se pusieron en marcha hace unos veinte años, a partir de
dos sucesos que, en su momento, parecían ser únicamente victorias.
Primero fue la derrota de los
carteles de la droga en Colombia, lo cual hizo mudar el núcleo de comercialización
del tráfico de droga de ese país sudamericano a México. Luego, en el año 2000,
México hizo su transición hacia una democracia multipartidista.
Eso significó que el tráfico
de la droga se mudó a México al mismo tiempo en que su política y sus
instituciones pasaban por un cambio, con lo que tenían una capacidad reducida
para resolver un problema que, a menudo, empeoraban.
Desde entonces, se han
presentado una serie de rachas de mala suerte, equivocaciones y crisis
autoimpuestas que han resultado en el estallido de la violencia. El año pasado
hubo 20.000 asesinatos. Este año pinta aún peor, pues se espera que supere el
récord de 2011, que se había considerado el pináculo de la llamada guerra
contra el narcotráfico.
“En otros países, el narcotráfico no es tan
violento”, comentó Guillermo Valdés, ex director del Centro de Investigación y
Seguridad Nacional (Cisen), el servicio de inteligencia de seguridad nacional
civil, en una entrevista en Ciudad de México.
“Me desespera”, dijo,
mientras sacudía con la cabeza al hablar de los tropiezos de su país. “Porque
la violencia está aumentando”.
MEDIDAS EXTREMAS
Militares en patrullaje en 2009, tres
años después de que fueron sacados de los cuarteles por el entonces presidente
Felipe Calderón en la guerra contra el narcotráfico. Credit Adriana Zehbrauskas
para The New York Times
En 2006, un nuevo presidente,
Felipe Calderón, y un nuevo cartel recurrieron a medidas extremas y actualmente
se siguen viendo las consecuencias.
La implosión de los carteles
colombianos detonó en México una feroz competencia por el control del tráfico
de drogas. Un nuevo cartel, La Familia Michoacana, se desprendió de una
agrupación mayor y luego consolidó su poder mediante el despliegue de una
violencia casi teatral. Aunque los objetivos de los ataques se centraban en
otros carteles, lo macabro de los ataques impactó al país.
Ese mismo año, Calderón
Hinojosa ganó la presidencia por un margen muy estrecho. Los organismos
electorales y los monitores avalaron el resultado, pero su oponente de
izquierda, Andrés Manuel López Obrador, lo calificó como ilegítimo. La victoria
cuestionada y apretada dejó a Calderón sin un mandato sólido.
Poco después de asumir el
cargo, el nuevo presidente declaró la guerra contra el narco y sacó a las
fuerzas armadas de los cuarteles para pelearla.
Los críticos aseguran que Calderón
Hinojosa quiso legitimar su presidencia mediante una demostración de fuerza.
Sus defensores afirman que no tuvo opción.
México había sido un país
unipartidista durante décadas y, al igual que muchos Estados similares, el
control de los funcionarios locales se daba a través del clientelismo y la
corrupción. Cuando el sistema vivió los cambios después de las elecciones del
2000, algunos carteles de la droga llenaron el vacío a nivel municipal y
estatal: sobornando a presidentes municipales, policías locales y jueces. El
Ejército y la Marina mexicanos eran los únicos con las armas y la percepción de
autonomía como para responder a los narcotraficantes.
Así que inició la guerra
contra las drogas, en la que han muerto decenas de miles de personas. Pero la
situación también generó una serie de problemas que alimentan una violencia cada
vez más frecuente y extensa.
SOLUCIONES A CORTO PLAZO Y PROBLEMAS A LARGO PLAZO
Felipe Calderón con integrantes de la
Marina antes de un desfile, en 2006 Credit Alfredo Estrella/Agence
France-Presse — Getty Images
Calderón adoptó la estrategia
conocida como kingpin strategy, o de capo, en la que las tropas buscaban
capturar o asesinar a los líderes de los carteles. Esta estrategia nutría los
encabezados, mantenía contento a Estados Unidos y se podía consumar con muy
poca intervención por parte de la débil y corrupta autoridad local.
Sin embargo, esta solución a
corto plazo en la guerra contra el narco profundizó problemas a largo plazo.
Al pasar por alto a los
presidentes municipales y gobernadores, debido a que las prácticas pre democráticas
en México los habían llevado a una corrupción sistemática y sin rendición de
cuentas, el gobierno terminó por reducir justamente esa rendición. Y al moverse
por encima de la debilitada policía local y de los jueces, el gobierno permitió
el deterioro de esas instituciones, con los fondos y la atención política enfocados
en las fuerzas federales.
Las reformas que se
necesitaban desesperadamente para corregir prácticas pasadas de moda (turnos
policiales de 24 horas, estándares bajos para la recolección de evidencias y el
que la mayoría de los cuerpos policiales no son los que realizan las investigaciones)
se quedaron a la deriva.
Conforme la estrategia de
capo fracturó a los carteles, comenzaron a surgir nuevos grupos de tráfico de
drogas y delincuencia organizada.
Desde entonces, según
Alejandro Hope, analista de seguridad y ex director del Cisen, “ha habido un
cambio significativo en la forma en que opera el crimen organizado en México”.
El narcotráfico requería de
recursos e infraestructura de la que carecían las nuevas agrupaciones, lo cual
propició que muchos comenzaran a secuestrar, robar y extorsionar. Los delitos
rapaces repuntaron.
Los mexicanos comunes y
corrientes, que antes eran en su mayoría solo testigos indirectos del
conflicto, se convirtieron en blancos justo cuando el Estado los había dejado
en una posición vulnerable por la situación con las fuerzas del orden.
“En ese proceso de
fragmentación no hicimos el trabajo de estructurar a las instituciones de las
fuerzas policiales”, comentó Valdés, quien dirigió el Cisen mientras se
desarrollaban estos hechos. “Así que tenemos lo peor de lo peor”.
“LA CLAVE DEL FRACASO”
Una casilla en Ecatepec, Estado de
México, en durante la votación para el gobernador, el 4 de junio. No hay
reelección de cargos públicos en México. Credit Brett Gundlock para The New
York Times
La solución del problema
parece obvia: tener un cuerpo policial y procuradores de justicia sólidos,
supervisados por políticos a quienes los ciudadanos exijan rendir cuentas,
podría acabar con el vacío en el que florecen las bandas de delincuencia y los
funcionarios corruptos.
EN VEZ, EL DESORDEN Y LA VIOLENCIA HAN AUMENTADO.
Joy Langston, politólogo del
Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) en Ciudad de México,
rastrea el origen de muchos de los problemas del país hasta una particularidad
de su sistema político. Todos los candidatos políticos son seleccionados dentro
del partido por este mismo (apenas se estableció la posibilidad de postularse como
independiente) y, como no hay reelección, los funcionarios electos solo cumplen
con un periodo antes de, usualmente, moverse a otro cargo.
Durante la era en la que el
único partido en el poder era el PRI, actualmente en el gobierno, se suponía
que esta práctica exigiría una rendición de cuentas; desde el líder del partido
y hacia abajo. La supervisión de las instituciones, que en ese contexto quizá
se pensó superflua, jamás terminó de desarrollarse.
La transición a una
democracia plena, tal como se supone debe hacerlo, socavó el poder de ese
partido que alguna vez lo abarcó todo. Pero el antiguo sistema, construido con
base en la teoría de una autoridad central sólida, sigue vigente.
Esto ha debilitado al Estado,
al tiempo que ha afianzando muchos de sus antiguos problemas, en lo que
Langston llama una “situación de pesadilla” en el que “las instituciones de
transparencia y rendición de cuentas son extraordinariamente endebles, incluso
a 17 años de la democracia”.
Por ejemplo, sin reelección
los votantes tienen pocas probabilidades de expulsar a los malos dirigentes o
de recompensar a los buenos, por lo que los funcionarios raramente se sienten
incentivados a apoyar reformas y cambios difíciles. Además, los grupos
criminales tienen la posibilidad de llenar los bolsillos de los policías y
otros funcionarios que perciben salarios evidentemente insuficientes, ofreciendo
así el incentivo equivocado.
“A final, se trata de un
problema de rendición de cuentas”, dice Hope. “Esa es la clave del fracaso en
México”.
“No pasa nada si un policía
no hace su trabajo”, agregó. “No pasa nada si un presidente municipal no
reforma el sistema judicial local. No pasa nada si un gobernador no invierte en
los procedimientos de la procuraduría. No pasa nada”.
UN ESTADO FRÁGIL SE HUNDE
Aunque recientes reformas
electorales permitirán que algunos funcionarios sí puedan buscar la reelección
–los diputados federales a partir de 2021 y los senadores en 2024, por
ejemplo–, se están fraguando problemas más graves.
A medida que aumenta la
indignación pública a causa de la corrupción, los líderes de los partidos, al
darse cuenta de que sus carreras están en riesgo, se vuelven reacios a arriesgarse
a intentar un cambio.
“No puedo pensar en un solo
procurador o juez que se distinga” por combatir a la corrupción, dijo Paul
Lagunes, profesor en la Universidad de Columbia que estudia la corrupción en
México.
“Hay gente que dedica su
carrera a esto, pero no en el sistema judicial, sino en la prensa”, explicó
Lagunes. Sin embargo, agregó, “México es uno de los países más peligrosos del mundo
para hacer periodismo”.
“No pasa nada si un policía
no hace su trabajo. No pasa nada si un presidente municipal no reforma el
sistema judicial local. No pasa nada si un gobernador no invierte en los
procedimientos de la procuraduría. No pasa nada”.
ALEJANDRO HOPE, ANALISTA DE SEGURIDAD
La combinación entre
corrupción, escasa rendición de cuentas e instituciones débiles ha puesto al
país en una situación vulnerable. En zonas rurales y de pobreza el Estado se ha
prácticamente retirado. Los grupos criminales y las pandillas llenan el vacío,
cooptando a funcionarios locales o simplemente haciéndolos a un lado por la
fuerza.
El resultado es quizá menos
drástico que las imágenes de la guerra de Calderón contra el narcotráfico, en
la que los carteles en guerra exhibían públicamente cadáveres desmembrados.
Pero es igual de mortal y se refleja en miles de invasiones a los hogares,
asesinatos entre pandillas y asaltos a mano armada que terminan mal.
UNA ATOMIZACIÓN SOCIAL Y DEL ESTADO
Esto ha causado que las
comunidades hagan, a un nivel básico, lo mismo que hizo Calderón hace diez
años: pasar por alto a las instituciones de las que desconfían, con lo que
empeora el problema de fondo.
La clase media y el sector
empresarial mexicanos han batido el récord de contrataciones de seguridad
privada. Pero, al igual que el Ejército, los guardias contratados no pueden
resolver crímenes ni encarcelar a los sospechosos.
Mark Ungar, profesor de la
Universidad de Brooklyn, indicó que esta práctica que va en aumento “elimina la
presión política que hay sobre el Estado de mejorar a la policía”. Las
comunidades rurales, que son más vulnerables, han creado sus milicias
denominadas “grupos de autodefensas” para expulsar a las bandas criminales y a
los presidentes municipales por igual.
Era inevitable que esos
grupos armados se volvieran más corruptos y menos confiables que la policía que
sustituyeron. Casi todos extorsionan, roban y secuestran a quienes fueron sus
antiguos patrocinadores. Muchos de sus miembros están involucrados en el
tráfico de heroína, que se encuentra en auge pues está aumentando la demanda de
este opiáceo en Estados Unidos.
En una tendencia
perturbadora, las comunidades desesperadas y aterradas han comenzado a buscar
al menos la ilusión de seguridad al, por ejemplo, linchar a los sospechosos de
cometer un delito. Ungar afirmó que estas expresiones justicieras “representan
la pérdida de poder del Estado”.
LA PARÁLISIS EN MEDIO DEL DESASTRE
El presidente Enrique Peña Nieto durante
el quinto informe de gobierno, en septiembre Credit Mario Guzman/European
Pressphoto Agency
Los mexicanos tienen presente
que su gobierno responde cada vez menos a medida que las calles se vuelven más
peligrosas: varias encuestas demuestran un incremento en la insatisfacción
hacia las autoridades, en especial respecto a la corrupción.
“Tenemos una clase política que
se olvida por completo de para qué está aquí”, afirmó Armando Torjes, activista
comunitario en Guadalupe, Nuevo León, ciudad al noreste del país.
En cada proceso electoral,
dijo, surge un nuevo funcionario con un proyecto de tres años. Muchos de ellos dejan
su cargo visiblemente más ricos, agregó.
Cuando los funcionarios sí
trabajan como deberían, atienden problemas superficiales, aumentando la
cantidad de patrullas o cambiando una estrategia policial, sin afrontar lo que
llamó “la descomposición social”.
Valdés, ex director del
servicio de inteligencia, dijo haber vivido un problema similar en las altas
esferas del gobierno.
“Queríamos mejorar las
instituciones, a los jueces, las cárceles, a la policía”, comentó. “Pasamos
años tratando de convencer a la clase política”.
Pero se dio cuenta de que
esas instituciones –dominadas por los partidos y no por los tecnócratas o
expertos y sujetas a los caprichos de los funcionarios que por ley tienen un
periodo– eran indiferentes, tal como lo había descubierto Torjes.
“Lo que sucede en Guadalupe
es lo mismo que sucede en todo México”, declaró Torjes. “Había una exigencia
política de cambio, pero realmente no cambió nada”.
The Interpreter es una columna de Max
Fisher y Amanda Taub que busca explorar el contexto y las ideas detrás de los
principales eventos mundiales.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ MAX FISHER Y AMANDA
TAUB/ 28 DE OCTUBRE DE 2017)