El discurso oficial asegura que en
Chihuahua el narcotráfico y la violencia se sitúan en mínimos históricos. Pero
no es así: en todo caso, la inseguridad mutó y se mudó. Ahora, grupos del
Cártel de Sinaloa, sobre todo, pelean entre ellos y se ensañan con los
indígenas de la Sierra Tarahumara, a quienes asesinan a mansalva, despojan de
sus tierras, violan, amenazan y extorsionan. Las autoridades locales están
frecuentemente coludidas con los pistoleros, y las fuerzas federales apenas
hacen caso del problema.
SIERRA TARAHUMARA, Chih.
(Proceso).- Los últimos dos años se intensificó la siembra y producción de
amapola en la Sierra Tarahumara, lo que ha provocado que los grupos delictivos
obliguen a los indígenas rarámuri, warojíos, pimas y tepehuanes, principalmente,
a emprender un éxodo hormiga, silencioso… Los criminales buscan quedarse con
sus tierras.
Los últimos meses, los
habitantes de la zona también han sido acosados por agentes municipales, a
quienes identifican como integrantes del crimen organizado contratados por los
ayuntamientos.
En mayo pasado, la comunidad
de El Churo, en el municipio de Urique, denunció ante la Fiscalía Zona
Occidente el hostigamiento y extorsión de policías municipales, quienes los
detienen con cualquier pretexto y les cobran hasta más de 4 mil pesos. De no
acceder, los arrestan.
La situación cansó a los
pobladores y decidieron denunciar con el apoyo de la Comisión de Solidaridad y
Defensa de los Derechos Humanos (Cosyddhac), pero los agentes reaccionaron con
represalias.
Y es que lejos del discurso
oficial que presume la recuperación de la paz en la entidad, los pobladores de
la Sierra Tarahumara han emigrado a las principales ciudades de la entidad,
para trabajar en huertas y campos de cultivo legales.
La resistencia histórica de
rarámuri, tepehuanes, pimas y warojíos llegó a su límite. Desde hace más de un
año comenzaron el éxodo, después de intentar todo y de que ninguna autoridad
los escuchara ni protegiera.
Se desconoce el número exacto
de desplazados, pero ronda los miles –son incluso comunidades completas. Los
responsables son distintas facciones del Cártel de Sinaloa, que cada vez está
más fragmentado, o de La Línea.
Refugiados en municipios como
Chihuahua, Cuauhtémoc, Guerrero, Juárez y otros de la zona centro sur del
estado, trabajan en huertas y en la pizca. Otros tratan de encontrar trabajo en
la construcción.
Han salido de Urique,
Batopilas, Guazapares, Guadalupe y Calvo, Chínipas, Maguarichi, Guachochi y
Bocoyna, principalmente. Pero muchas familias aún resisten las invasiones. Son
obligadas a sembrar mariguana y amapola o a cuidar ganado robado.
Por lo menos cinco líderes
indígenas de comunidades de Urique y Guadalupe y Calvo han sido asesinados por
defenderse.
En reuniones con grupos
indígenas en distintas regiones de la Sierra Tarahumara, realizadas durante
casi dos años, en visitas a asentamientos indígenas y huertas de diferentes
municipios, Proceso recabó testimonios de indígenas –cuya identidad se reserva
por seguridad–, cargados de temor por ser asesinados y con el dolor porque su
bosque muere también a manos de los narcotraficantes y megaproyectos.
Tarahumaras protestan contra el
aeropuerto Barrancas del Cobre en Creel. Foto: Especial
“ME ENFERMÉ DEL SUSTO”
“Llegaron muchos hombres a
sembrar un tiempo a esa región. Fui a curarme de un dolor en Cuauhtémoc y,
cuando regresé, habían abierto mi casa, quebraron candados, robaron ropa,
herramientas. Los malandros iban hambriados, ni siquiera dejaron nada. Se han
ido muchos a varias ciudades”, cuenta Aurelia afuera de una tienda de abarrotes
de la ciudad donde se refugia.
Poco después llegaron unos
hombres armados a su casa, en el municipio de Urique, y le advirtieron que si
no dejaba su vivienda, la matarían. “Me pusieron el arma larga aquí (en la
sien). Yo me enfermé del susto, me tuve que ir de mi tierra. Si estuviéramos
allá, no viviéramos ya. La Zona 42 (militar) también viola nuestros derechos”.
Por miedo no denunció. No
confía en la autoridad. Está convencida de que los policías de la región
protegen a los delincuentes. Tampoco fue con un médico por el malestar que
tenía, sus nervios eran incontrolables. “Me curé con ocotillo, palo de Brasil y
ajo”.
Coincide con ella Fernando,
un líder indígena que abandonó su casa y tuvo que “repartir” a sus hijos en
albergues para salvarlos. Un grupo armado le robó una lista de gobernadores
indígenas de Urique y Guazapares y desde hace unos seis meses han ido
amenazando uno a uno.
“Los hombres de gobierno en
el municipio de Urique no hacen nada. Desde septiembre fue más duro, porque
llegaron queriendo quitar terrenos por el corredor de Cerocahui hasta Mesa de
Arturo. Llegaron amenazando”, relata.
En ciertas partes de Urique
no sólo los obligan a sembrar. A los comisarios les exigen que les entreguen la
papelería o las guías de documentos para transportar trozos de madera.
“Legalizan” así la tala clandestina.
“Abusan de mujeres,
muchachas. Las dejan amarradas a algunas”, abunda Fernando.
Coincide con otro hombre
desplazado, que asevera: “Cuando llegó más goma (de opio) a las tierras, empezó
más el problema. Llegan (los delincuentes) y le dicen a los indígenas que no
los dejan sembrar, que les presten la tierra por un rato, que les van a pagar
renta, pero no es cierto. A la gente que no quiere la obligan. No nos reunimos
ya ni se puede hacer nada. Los rituales están rotos. Cuando sacrificamos los
animales se los llevan, no les importa la bendición sagrada”.
En la cabecera municipal, muy
cerca de Guapalayna –que colinda con Sinaloa–, se realiza cada año el
ultramaratón Caballo Blanco, organizado por atletas extranjeros. En mayo de
2015 tuvieron que suspenderlo porque durante dos días hubo enfrentamientos
cerca de la cabecera municipal y de Guapalayna. Ese día fue un infierno también
para las comunidades y rancherías indígenas cercanas. Los extranjeros dejaron
el municipio con reclamos contra las autoridades que no salvaguardan la zona.
“Parecía que se caían los
cerros enteros, eran dos grupos de Sinaloa”, recuerda Isabel, entrevistada
afuera de su tierra.
La mujer, quien era lideresa
en su comunidad, cuenta que desde el año antepasado hay más gente extraña que
llegó de Sinaloa y se internó en el monte. “Lo más fuerte fue el año pasado,
hubo muchas balaceras en el pueblo. Unos (sicarios) bajaron de Batopilas y se
encontraron con otro grupo. Las balaceras duraban muchos días.
“El día del ultramaratón
llegaron un chorrotal de pintos (hombres armados con uniforme militar
camuflado) a otras rancherías cerquita. Por la tarde veíamos que iban pasando
los (policías) ministeriales, y los narcos los espiaban desde el cerro. La
balacera inició a las 11 de la mañana, pasaban camionetazas con música a todo
volumen. Iban de negro, encapuchados y otros eran pintos. Todos estábamos
encerrados en las casas; otros se fueron arrastrando a otras rancherías. Se
callaron hasta las siete de la tarde.”
Junto con otros compañeros de
aquella región de Urique da a conocer que los pistoleros están despojando a la
gente, le quitan sus vías de agua y le cobran si quieren recuperarlas.
“Hay siembras de gente que
viene de fuera, hay despojos, se llevan las vacas”, denuncia Isabel.
En aquella región, según
reportes oficiales y los propios indígenas, hay sicarios de El Salvador,
Guatemala y del estado de Guerrero, aunque la mayoría son de Sinaloa.
Mujeres en la Sierra Tarahumara.
Foto: J. Guadalupe Pérez
LIDERES ASESINADOS
Herculano Frías Osorio, el
segundo gobernador de Jochi del municipio de Urique, había denunciado en más de
10 ocasiones el robo de ganado y amenazas en su contra ante el Ministerio
Público de San Rafael, de la Fiscalía Zona Occidente, pero las autoridades no
actuaron.
Una mañana de octubre del año
pasado llegó a su casa un grupo de hombres armados en un carro rojo y se lo
llevó a la fuerza, frente a sus hijos (la menor de dos años). Unas horas más
tarde fue localizado degollado en un rancho cercano, en Juturúmachi.
Al momento del levantón, los
sicarios dijeron de parte de quién iban: las mismas personas que Herculano
denunció en varias ocasiones.
La familia tuvo que huir de
su tierra. La esposa carga el miedo en el rostro. Lleva sólo a las tres hijas
más chicas, de 10 que tiene.
Una de las hijas dice que sus
hermanas están decididas a dar seguimiento a las denuncias de su papá porque él
les enseñó a luchar por la justicia, aunque reconoce que tienen miedo. La niña
menor no para de llorar.
En 2013, en tanto, fueron
asesinados en Choréachi o Pino Gordo, del municipio de Guadalupe y Calvo, los
indígenas Jaime Zubías Cevallos y Socorro Ayala Ramos, en septiembre y
noviembre, respectivamente.
A finales del año pasado,
Ángela Ayala, hermana de Socorro Ayala y a quien también le mataron a su
esposo, ya no pudo regresar a su casa porque fue amenazada tras acudir a una
revisión de medidas cautelares.
En noviembre de 2014 también
fue asesinado otro líder indígena de la comunidad de Guasachique o Correcoyote,
se llamaba Irineo y tenía 22 años.
Él había sido amenazado
porque defendía a su gente de despojos de tierras. Lo balearon en la comunidad
de Coloradas de los Chávez.
En Baborigame (Guadalupe y
Calvo), “de tres años para acá, (los narcos) se llevan a los jóvenes a
participar con ellos para no matarlos o a su familia. Van a sembrar mariguana y
amapola”, relata la tía de un adolescente reclutado.
UNA COMUNIDAD ENTERA
La comunidad de El Manzano se
vació el 29 de marzo del año pasado. Un grupo de gatilleros llegó y fue inútil
la defensa que los jóvenes intentaron de su telesecundaria y su pueblo. Los
criminales incendiaron casas, autos y ranchos.
Salieron del pueblo 36 familias.
Apoyadas por organizaciones civiles de la capital, denunciaron el hecho ante la
Procuraduría General de la República (PGR) y la Fiscalía General del Estado. La
comunidad tiene medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH).
El 12 de junio de este año,
el joven rarámuri Gilberto Sánchez Cruz, quien tenía 18 años y era hijo del
exgobernador de Rocoroivo, Cruz Sánchez Legarda, fue asesinado en San Juanito,
municipio de Bocoyna.
Hace más de un año, a Sánchez
Lagarda le asesinaron a su hijo Benjamín Cruz y le hirieron a otro cuando
defendían su pueblo del comando que provocó el desplazamiento.
De acuerdo con la denuncia
que interpuso en la Fiscalía Zona Occidente, “el reclutamiento de grupos
indígenas rarámuri tiene como fin hacerlos sicarios. Somos rarámuri, toda la
vida hemos vivido en ese lugar de forma pacífica. Ahora estamos sin sustento,
sin trabajo, no tenemos acceso al templo ni a la escuela ni a las utilidades
del ejido forestal ni a apoyos de programas de gobierno”.
EL DAÑO A LOS NIÑOS
En las comunidades serranas
ya es común que los niños y jóvenes consuman droga y se involucren en la
siembra de enervantes, denunciaron indígenas de más de 10 pueblos.
“Los niños fuman droga porque
no hay limpieza (de delincuentes por parte de las autoridades). Antes era todo
tranquilo, en varias comunidades hay primaria, secundaria y bachillerato, pero
antes sembraba (droga) poca gente y los dejaban, no se metían con nadie, pero
ahora hay mucha gente de fuera y hay más violencia”, expresa Agustín, de la
región tropical de Urique.
En el pueblo de San Ignacio
de Zaragoza, señalan, los gatilleros incluso han reclutado niños del albergue
de la secundaria, que son invitados principalmente por un maestro que conocen
sólo como Pedro.
“Y hace poco se adueñaron del
manantial del albergue de la primaria de Basonayvo. La gente no denuncia porque
no quiere meterse en problemas”, da a conocer un hombre.
Desesperados, habitantes de
la sierra piden a la Marina, porque no confían ni en el Ejército.
Pedro, uno de los
gobernadores indígenas de Urique, relata que vive amenazado y reconstruye un
diálogo que mantuvo con otro indígena:
–¿Sabes qué, Pedro? Presta tu
tierra –asegura que le dijo.
–No se puede, yo siembro para
comer, para mis nietos.
–Eso no vale, lo que vale es
esto.
“Muchos me han invitado a
sembrar, pero no quiero problemas, hace un año me volvieron a invitar. Me quedé
asustado, ojalá que Dios no quiera que me pase algo. Casi no duermo.”
Tiene razones para temer. En
octubre pasado huyó de Bahuichivo el presidente seccional, Noel González,
porque lo amenazaron los jefes del grupo delictivo de la región.
Días antes de que se fuera
había arribado el Ejército a su localidad y había puesto vigilancia. Los
soldados intentaron aprehender a dos narcos –a quienes les llaman “chapos”–
pero se defendieron. Mataron a uno y al otro se lo llevaron detenido.
Los delincuentes achacaron
esa muerte al presidente seccional, a quien culparon de que llegara el Ejército
y le dieron tres días para dejar el pueblo.
(PROCESO/ REPORTAJE ESPECIAL/ PATRICIA
MAYORGA/ 23 SEPTIEMBRE, 2016)