(Había una vez en donde las
casas eran los santuarios en donde las familias se refugiaban de los avatares
cotidianos, y nadie repudiaba al prójimo porque pensara diferente a uno. El
diálogo se imponía sobre la descalificación y el mundo no se reducía a “ellos”
y “nosotros”, o los “puros” y los “infieles”. No era una sociedad perfecta,
pero la muina era efímera. La sociedad empezó a descomponerse. ¿Cuándo?, ¿cómo?
No está claro. En las elecciones presidenciales de 1988 hubo coraje en varias
partes del país por los resultados, luego de que las calles se habían poblado
más de entusiasmo y expectativas que de rencores. Las elecciones intermedias de
1997 oxigenaron al sistema al perder el PRI la hegemonía en el Congreso. La
persecución gubernamental de Andrés Manuel López Obrador, y la crisis de
seguridad en la ciudad que el líder de la izquierda social gobernaba, mostraron
los síntomas de una deconstrucción social que, a la vez, anunciaba la
transformación de la sociedad.
La primera gran llamada llegó
en el proceso electoral de 2006, donde todo aquello que daba estabilidad se
rompió. Las familias discutieron, pelearon y se dividieron en torno al apoyo o
al rechazo a López Obrador, que figuraba como el ejemplo paradigmático de la
ruptura, en muchos sentidos, tanto del quiebre con el viejo régimen, como del
tejido social amalgamado por generaciones. Los enconos de la calle dejaron de
quedarse en la puerta y se metieron a los comedores y las salas, aniquilando
los días donde el bien común era aceptado por todos. Convenciones sociales y
normas se evaporaron. El pensamiento se volvió tribal y en su evolución
quedaron perfectamente marcados los dos territorios: el de los “buenos” y el de
los “malos”, que confirmaron el nacimiento de la sociedad binaria mexicana. En
aquellas elecciones la polarización se sintió en los correos electrónicos y en
los linchamientos en la plaza pública. Quien era crítico sistemático de López
Obrador o, simplemente, cuya influyente voz no le era afín, veía su fotografía
colgada de los balcones del Zócalo en espera del juicio sumario popular.
La segunda gran llamada llegó
con el proceso electoral de 2012, donde las redes sociales tuvieron su debut en
las elecciones presidenciales al frenar el momentum de Enrique Peña Nieto con
la aparición del movimiento #YoSoy132, donde el encono y el resentimiento
acumulado seis años antes, potenció la indignación y la sed de venganza. La
tercera gran llamada retumba hoy en el proceso electoral de 2018, donde las
redes sociales, completamente asentadas, están reproduciendo, o magnificando en
ocasiones, los mensajes a la velocidad de la luz. Este fenómeno vino aparejado
a lo que Roberto Stefan Foa y Yascha Mounk describieron en un ensayo publicado
en julio 2016 en el Journal of Democracy (“La Desconexión Democrática”), donde
al mostrar la creciente debilidad de las instituciones -principio de la
desinstitucionalización-, registraron cómo los votantes volteaban cada vez más
hacia movimientos con una sola causa, a elegir candidatos populistas o apoyar a
partidos antisistémicos que se definían a sí mismos como opositores al status
quo.
Esta tendencia, en México y
en más de 60 países con fenómenos populistas, la clase política que mantiene el
status quo no ha sabido cómo responder política y electoralmente para evitar
ser arrollados. En México y otras naciones, este fenómeno sociopolítico ha ido
acompañado con la desaparición acelerada de las normas de convivencia. Apenas
hace unos días, el periodista Ricardo Alemán provocó una masiva corriente de
opinión en su contra, por haber ayudado a circular en las redes sociales un
mensaje infame que incitaba al asesinato de López Obrador. Alemán se defendió
alegando que no era su intención y que, en cambio, lo que se había dado contra
él era un linchamiento y una censura. Linchamiento social sí hubo, pero sobre
su censura, es una discusión abierta: ¿la libertad de prensa y de expresión
permite incitar a la violencia y a la muerte? Cada quien tendrá su conclusión,
pero quien esto escribe piensa que la libertad de expresión tiene como límites
el sentido común, la ética y la responsabilidad.
Alemán es un buen caso de
estudio sobre el discurso de odio que se vive en esta sociedad altamente
polarizada. Sus columnas diarias en Milenio abusan de los epítetos y las
groserías, que muestran no sólo una capacidad reducida para el análisis, sino
la falta de control editorial del diario que, hay que recordar, fue quien
impuso la moda de cancelar la racionalidad del pensamiento y remplazarla con
obscenidades, donde las mentadas de madre suplieron a la crítica argumentativa.
El discurso de odio se comenzó a anidar cuando los medios de comunicación se
olvidaron de su función, inopinada, de contribuir a la educación y la cultura,
y aplastaron su responsabilidad social, rompiendo todos los controles de
contención. En este sentido, Alemán no es un verdugo, sino víctima de los
abusos que colectivamente hemos construido.
Las redes sociales son la
gran plataforma por donde se desplaza el odio, con remitentes de todos colores
y sabores. No son pocos los periodistas que reciben mensajes de muerte
cotidianos, o fotografías de decapitados como amenazas ante lo que hablan o
escriben. Las palabras de odio no se quedan en la retórica, sino son preludio
de la violencia física, que es un paso que muchos ignoran o soslayan. En casi
un cuarto de siglo de sistema abierto, muchas cosas han sucedido para avanzar y
progresar, pero otras, como el tema de la libertad con tolerancia, ha tenido
regresiones sustanciales. Luego, que nadie se diga sorprendido cuando
colectivamente lamentemos a dónde llegamos.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 09/05/2018 | 04:04
AM)