Su vida, esos días, era una oquedad. La rutina lo mancha todo,
va carcomiendo. Y los pasos de Cinthia así son: lentos, pesados y aciagos.
El camión de todos los días. Su paso por la zona norte de la ciudad, el puente Almada y luego el centro. Conocía cada detalle, cada marquesina y anuncio. Muchos pasajeros coincidían en esa historia contada de cada mañana.
El chofer hizo alto en el semáforo de la salida norte. Frente a ellos una pequeña zona comercial conformada por negocios chicos y en esa banqueta una nutrida espera de usuarios de camiones foráneos.
Tas-tas-tas. Ra-ta-ta-ta-ta.
Loque siguieron fue sobresaltos, gritos, expresiones de azoro. Cinthia despertó de ese amanecer aletargado. Abrió los ojos y vio a un señor joven que corría: había brincado el camellón del bulevar y trataba de alcanzar la otra orilla de la amplia rúa.
Sus movimientos eran torpes. Parecía tropezarse consigo mismo. Su paso era de marino sobre una embarcación en medio de la tormenta. Se fue de lado, cayendo y al mismo tiempo resistiéndose, peleando contra la gravedad. Se inclinó más, en cámara lenta primero, y luego se desplomó en seco.
edó de lado. Las piernas enredadas. De la cintura para arriba tenía la espalda casi por completo sobre la banqueta. Quería mirar el sol de esa mañana de octubre. Los ojos casi cerrados, queriendo arañar haces de luz.
Eran tres. Dos traían fusiles cuerno de chivo. El otro, más joven, portaba una pistola escuadra, cuya cacha brillaba amarrada a su cinto. Se veían frescos, parecían pasear, divertirse, andar en algunas vueltas placenteras.
Dos de ellos se dirigieron a la camioneta. Lobo negra y con llantas y rines que se apropiaban del sol. Vente, vámonos. Le dijeron, hicieron señas. Se subieron a la lobo y los pies del conductor encontraron los pedales, sin mover la unidad.
El tercero iba tras ellos. Estaba a punto de alcanzar el estribo pero frenó. Caminó de regreso hacia el cuerpo. Se acercó con la misma seguridad y sacó la escuadra. Apuntó y disparó. Pum-pum. Se dio la media vuelta y alcanzó sin prisas la cabina de la camioneta.
Los pasajeros gritaron. Pero otros silenciaron sus gritos. Igualmente espantados, aterrados. Los venían siguiendo de lejos, ya los traían, dijo uno de ellos. Otro, un joven que parecía estudiante, se quedó hablando solo sobre la mujer que estaba en la camioneta del ejecutado.
Era una mujer joven. Traía lentes oscuros. Había estado viendo todo desde su asiento y ahora lloraba mientras se acercaba al cuerpo. Lloraba y se tallaba la cara con las manos. Le temblaba la barbilla.
Entre los pasajeros empezaron a escucharse voces diversas. Voces que emergían del espanto unánime: qué bárbaro, mejor lo hubieran levantado pa’que no viéramos, es un abuso, es el infierno, es Culiacán.
Llamen a la Cruz Roja. Háblenle a la policía, gritó una señora.
Y para qué, respondió otro chavalo. De todos modos no llegan ni hacen nada. Han de estar esperando, haciendo tiempo, para que se vayan los matones, replicó alguien más
Y Cinthia ahí. Su rutina estaba quebrada y había dado un sobresalto. Sintió alivio. El sol, el aire fresco, camino al trabajo: se descubrió viva.
Artículo publicado el 17 de noviembre de 2024 en la edición 1138 del semanario Ríodoce.