Y si voltean a reclamarte y te cambian las luces y te gritan y te pitan y te pasan en chinga por un lado, rebasándote, no los peles.
Se lo dijo claramente: si vas a Culiacán. Y no se te olvide.
Venía de Veracruz. Tierra cándida, habitantes jacarandosos. La arena de mar es cómplice y concupiscente. Y el mar es un alcahuete, un pararrayos, una terapia.
Pero estaba en Culiacán. No es tierra caliente: es gente caliente, y cruceros y banquetas y plazuelas y cafés y cantinas y trabajo. Culiacán ardiente y no siempre cálida. La ciudad, el chapopote, los semáforos en rojo y los relojes. Todo está caliente.
La gente anda de mal humor. Apurada. Las camionetas, esas grandotas, monstruosidades que todo lo minimizan, son las que mandan. Ellos, sus conductores, tienen permiso para traspasar los altos sin ser infraccionados ni perseguidos.
Ellos, los narcos, los dueños. Y con ellos esa fauna consustancial: los pistoleros, los que venden droga y los que la cobran, los que siembran y la bajan al valle y luego la llevan a la costa, los ayudantes, los mandaderos, los mitoteros, aprontados y émulos.
Cualquiera, cualquiera. Cualquiera de ellos puede matarte. Y no pasará nada.
Todo eso se lo dijo. Aquí es tu tierra, tienes tus amigos, tus rincones, la familia. Allá no hay nada. La universidad tiene casas de estudiante y ahí vive gente de Chiapas, Oaxaca, Sonora, Nayarit y Guerrero. Raza jodida que viene de otros estados.
Pero Culiacán es otra cosa. La gente está pesada allá. Tú no digas nada. No te metas con nadie. Estudia, estudia. Saca las tareas, los trabajos y termina la carrera. Puedes hacer amigos, tener novia. Sí, pero de lejos. Guardando siempre las distancias.
No te pelees en la calle. No uses el claxon. No voltees a ver al que viene en el otro carril. No le hagas señas. Ni siquiera pretendas entablar conversación. Tú a lo tuyo. No pases de ahí.
Asintió a todo. Y rápido se dio cuenta del ritmo de vida, de la selva que se respira en las calles culichis y de la tensión, de esa amenaza acechante, esa violencia transpirando en las miradas, ese andar y la forma de conducir los automóviles.
Mi tío tiene razón. Ya sabe cómo andan las cosas.
Y por un tiempo no miró ni volteó ni reclamó ni pitó ni rebasó ni anduvo en chinga. Pero fue poco tiempo.
Se dejó envolver por las cantinas del arrabal, que están cerca del centro de la ciudad: teiboleras presumiendo sus cesáreas verticales, puchadores, matones baratos, asaltantes, meseras cómplices atisbando billeteras.
Y él infaltable en esa mesa. La mesa de siempre, el lugar habitual, la bebida eterna sin eternidad.
El ambriz lo conocía. Ambos habían llegado a saludarse. Transitaron de los comentarios pueriles a los gritos. Y llegó la carrilla sobre las formas de vestir, el habla, el andar.
Ambos se burlaban de las compañías: ahí va tu novio, ahora vienes con mayate.
La carrilla imperante y peligrosa. Las agresiones. El ambriz tenía tres calacas en su lista. Esa vez no aguantó mucho. No andaba de humor. Se levantó y le pegó un tiro en la cabeza.
Te dije que no me dieras carrilla. Fue la voz, la expresión, antes de jalar el gatillo. Te dije: no voltees ni reclames ni grites ni te pelees… la voz de su tío, la voz suya y el recuerdo, muriéndose ambos, con él.
Artículo publicado el 22 de diciembre de 2024 en la edición 1143 del semanario Ríodoce.
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