"La
marca Barcelona tiene que ser la suma de todas esas marcas que dejamos en
Barcelona cada vez que la caminamos". Credit Albert Gea/Reuters
Ninguna
ciudad está preparada para un atentado terrorista. Tampoco Barcelona, que hasta
hace unas horas celebraba el veinticinco aniversario de los juegos olímpicos
que la consagraron globalmente como una ciudad artística y atlética, como
proyecto de ilusión colectiva. La celebración se ha congelado abruptamente en
el pánico que sacude, el horror sin sentido, el duelo que empieza su duro
recorrido. Las fiestas del barrio de Gràcia, famosas por la decoración de sus
calles que se convierten en preciosos miniparques temáticos, han sido
suspendidas. Todos los barceloneses, de hecho, permanecemos en suspenso
mientras comenzamos a entender que ha pasado eso: un atentado terrorista.
La
policía, mientras tanto, activa los protocolos. Cierra las estaciones de metro;
acordona la zona; inspecciona la furgoneta homicida; persigue a los
sospechosos; gracias a un necesario control policial. Las autoridades confirman
las trece víctimas mortales, los cien heridos. Empiezan a circular los nombres:
la Operación Jaula, el sospechoso Driss Oukabir. Y los bulos: hay un terrorista
atrincherado en un restaurante, pero no.
En
dos horas ya todos sabemos que Driss Oukabir está en Facebook. Ya hemos visto
sus fotos y vídeos. Hemos leído y opinado todos desde el primer momento en
Twitter. Los atentados terroristas han creado en pocos años sus fases, sus
pautas, sus desafíos éticos. La Policía Nacional nos lo ha recordado enseguida:
no compartan imágenes de víctimas reconocibles. Pero los medios de comunicación
masivos ya estaban publicando y difundiendo precisamente esas imágenes. La
ética periodística se delega, se democratiza: se pervierte a ritmo de clic.
El
11-S fue un ataque vertical que nos obligó a mirar hacia el cielo; pero
enseguida se impuso el modelo horizontal. París, Londres, Madrid, Estocolmo,
Niza, Berlín. Los fanáticos ya no nos amenazan con bombas, sino con
atropellarnos salvajemente (las bombas siguen explotando en Kabul).
Horizontalmente. Y del mismo modo vivimos la sobreinformación: el 11-S fue un
atentado sin redes sociales.
Paseantes
perplejos en las calles aledañas a la Rambla, minutos después de que una
furgoneta atropelló a cientos de personas Credit Sergi Alcazar/El Nacional
Hasta
hace unas pocas horas la conversación y las noticias, en Barcelona, iban de la
huelga de los agentes de seguridad del aeropuerto de El Prat al posible
referendo por la independecia, del exceso de afluencia turística al diálogo
imposible entre la Generalitat y el Gobierno de Madrid, al fondo: los taxistas
contra Cabify. En estos momentos, en cambio, con el sistema de transporte
público detenido, los taxis y los coches de Cabify han prestado sus servicios
gratuitamente, los hoteles están alojando a los turistas que no pueden llegar a
sus habitaciones en la Rambla, y el presidente de Cataluña, Carles Puigdemont,
está en contacto directo con el de España, Mariano Rajoy (y los Mossos, por
supuesto, con la Policía Nacional).
Todo
el mundo se manda whatsapps, todo el mundo se solidariza en Facebook, muchos
donan sangre, muchos nos preguntamos cuándo fue la última vez que estuvimos en
esos centenares de metros que hoy han sido arrasados.
En
los últimos años la Rambla se ha convertido en sinónimo de turismo
descontrolado, en el eje que conecta el puerto de los cruceros con el Paseo de
Gràcia del modernismo y las franquicias internacionales. Pero si llegó a ser
ese icono es por la tradición cultural que atesora: desde el monumento de
Cristóbal Colón hasta la Plaza Cataluña, en ese kilómetro y pico se suceden los
edificios, las costumbres y las historias que miniaturizan Barcelona. Por eso
ha sido el objetivo de los terroristas. Porque nos representa, ante nosotros
mismos y ante el mundo.
Somos
muchos los que hemos pensado, mientras mirábamos las pantallas, en el 19 de
junio de 1987, cuando la organización terrorista ETA asesinó a 21 personas en
el Hipercor de la Meridiana. Este verano se han cumplido treinta años. Las
cifras redondas las carga el diablo.
Pero
debemos ser muchos más los que recordemos la última vez que se celebró un
título del Barça en la fuente de Canaletas. Las exposiciones que hemos visto en
el Arts Santa Mónica o en La Virreina. La primera vez que paseamos; la primera
vez que trasnochamos; el tonto poder de las primeras veces. Incluso todo
aquello que no vivimos. Las librerías. Aquel día en que las floristas de la
Rambla llenaron de ramos la habitación de hotel donde se hospedaba García Lorca
(habían visto, encantadas, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores).
Aquellos paseantes, Jacint Verdaguer o Hans Christian Andersen o Walter
Benjamin o Nazario, arriba y abajo entre pájaros y terrazas y quioscos de
diarios, como tantos otros, como todos nosotros. ¿Quién no ha caminado alguna
vez por la Rambla de Barcelona?
Que
no nos quiten eso. Y que esta solidaridad que ha aflorado a la velocidad de la
luz y del vértigo, que ha llenado en pocos minutos las reservas de sangre de
todos los hospitales, que tanto recuerda a la de 1992 y a la de 1987, no se
desvanezca. La marca Barcelona tiene que ser la suma de todas esas marcas que
dejamos en Barcelona cada vez que la caminamos.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ JORGE CARRIÓN/ 17 DE AGOSTO DE 2017)