Si alguien pensaba que el
presidente Enrique Peña Nieto había tocado fondo porque prácticamente
desapareció de la escena pública o se minimizó a sí mismo, se equivocó. Si
desde 2013, aún sin terminar su primer año de gobierno le empezó a ir mal en la
aprobación de su gestión, va a terminar peor. Repudiado por la mayoría de los
mexicanos, nadie de sus cuatro antecesores habían tenido un final de sexenio
más patético. Hace poco más de dos años, decía que no había mucho que podría
hacer para cambiar la percepción de los mexicanos, pero quizás jamás pensó Peña
Nieto que su descrédito, que arrastrará tras entregar el poder, fuera tan
escandaloso. Tanto, que 40% de quienes habían votado por el PRI en el pasado,
sufragaron por Andrés Manuel López Obrador el 1 de julio.
Cuando gobernaron Luis
Echeverría y José López Portillo no había mediciones presidenciales, por lo que
no se pueda saber el pulso mexicano al entregar el poder en medio de crisis
financieras. En todo caso, los dos presidentes naufragaron ostensiblemente al
final de su sexenio, a diferencia de Peña Nieto, que comenzó a hacer agua desde
el verano de 2013, cuando la reforma fiscal provocó que sus niveles de
aprobación y desaprobación se cruzaran, sin que pudiera volver a recuperarse.
Entregarle el poder por anticipado a López Obrador, y dar instrucciones que se
confunden entre colaboración y genuflexión, no le ganó positivos en el epílogo
de su administración. Todo lo contrario.
Una encuesta telefónica
realizada por Indicadores SC para ejecentral, revela los datos de la tragedia
peñista. Sólo 12.5% de los mexicanos -se puede establecer en uno de cada 10-
aprueban su gestión, mientras que el 67.8% lo desaprueba, una reducción dentro
del margen de error de las más recientes encuestas de aprobación presidencial.
En términos de confianza, su balance es más negativo. El 83.9% -equivalente a
ocho de cada 10-, no le confía nada, y solo el 16.1% expresó tenerle confianza.
Prácticamente nadie le daría algo a cuidar a Peña Nieto, que perdió su
prestigio, su toque político, su futuro. Tanto que se esperaba del presidente
más carismático desde Adolfo López Mateos en los años 60, y tanto que
terminaron rechazándolo aún los propios.
Las mayores facturas que le
cobró el electorado fueron el gasolinazo de enero de 2017, y la inseguridad. En
el primer caso, fue una pésima operación política, derivada de la soberbia
onomatopéyica de su equipo más cercano, que diagnosticó equivocadamente la
reacción de los mexicanos ante la liberalización de los precios de gasolina,
similar a la que había hecho el gobierno de Peña Nieto en su propio sexenio, o
el gobierno de Felipe Calderón, por no haber tomado en cuenta de manera seria
el humor social, creciente en negativos desde 2013, y que solían minimizar. En
el segundo, fue la debacle de los incompetentes a quienes Peña Nieto, sin la
capacidad cognitiva para tomar decisiones racionales, les permitió destrozar lo
que se había construido por años porque, una vez más animados por su jactancia,
descalificaron por reduccionismos rupestres.
La molestia con el presidente
arrastró al resto de los candidatos presidenciales. Aniquiló a José Antonio
Meade, la apuesta ciudadana para tratar de compensar el descrédito del PRI,
pero lo hundió a él y a su partido, convirtiéndose en el enterrador prematuro
de 70 años de historia tricolor. El corrimiento hacia el candidato López
Obrador de cuatro de cada 10 de sus electores históricos y sus bases
clientelares, cuyo mensaje de inconformidad ignoraron en las elecciones
intermedias de 2015, fue la respuesta más sonora en contra de Peña Nieto y un
gobierno que no supo gobernar, administrar ni defender la mayor conquista
alcanzada en décadas, el Pacto por México que fue el crisol de las reformas
estructurales del país. Pero no sólo fue él, como vector del descontento. Los
mexicanos llegaron al hastío con el estado de cosas nacional.
No solo priistas votaron por
López Obrador, sino también panistas. La encuesta de Indicadores SC refleja que
el 20.2% del voto conservador le dio la espalda al candidato Ricardo Anaya, que
compitió también con la bandera del PRD y Movimiento Ciudadano, y se fue a la
bolsa del candidato de Morena que durante todo este siglo había sido su enemigo
por antonomasia. El 15.2% del PRD tampoco votó por Anaya, que representaba
mucho de lo que ellos combatieron históricamente, y contribuyeron con el 6.6%
del voto total de López Obrador. El voto priista le dio 17.2% del total al
moreno, y el PAN le dio el 8.7% de lo que se convirtió en un tsunami electoral.
“El 32% de los votos que
logró López Obrador provenían de los votantes del PAN, PRI y PRD, y por ello la
migración de votantes de otros partidos fue una condición necesaria para su
triunfo, que sólo con el apoyo de los seguidores de la coalición Morena-Partido
del Trabajo-Encuentro Social, hubiera sido imposible”, explicó Elías Aguilar,
director de Indicadores SC. “El cambio que significó el resultado electoral que
llevaron a López Obrador a la Presidencia, es ante todo un rechazo a las élites
que han detentado el poder en este país”.
El representante de esas
élites quedó impreso en la figura de Peña Nieto, que sigue siendo el pararrayos
del descontento. Para su infortunio adicional, las élites, cuando se habla con
algunas de sus figuras conspicuas, también lo ven con desdén por su
incompetencia manifiesta, acentuada por lo que resulta incomprensible a propios
y extraños, la rendición ante López Obrador. El próximo presidente lo podrá
perdonar, pero la sociedad mexicana, está claro, nunca lo hará.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(EJE CENTRAL/ RAYMUNDO RIVA PALACIO/ESTRICTAMENTE
PERSONAL/23 DE NOVIEMBRE DE 2018)