El sistema democrático,
definitivamente, no es lo nuestro. Lo vemos claramente a través del pulso que
miden las redes sociales, y su expresión grandilocuente en los medios y las
instituciones. Funciona muy bien en el discurso y en la retórica, pero es
anulado constantemente con nuestros dichos y actos. En la última semana se han
dado ejemplos claros en el tipo de debate que se suscitó sobre la remoción de
fiscal electoral y la acción del Gobierno español contra la autoridad
secesionista catalana. En ambos casos no es el estado de Derecho lo que es
supremo, sino que los resultados se acomoden a nuestras creencias. Sin leyes no
hay normas; sin normas hay desorden y domina la ley del más fuerte.
Paradójicamente, de esta confusión se fortalecen los regímenes autoritarios que
se quieren anular. En estas nos encontramos: pensamos que caminamos hacia
adelante y realmente vamos para atrás. Retrocedemos a un estado primario.
Veamos:
1. Santiago Nieto, el Fiscal
electoral, fue removido por violar la ley al hablar sobre una investigación en
curso que daña el debido proceso. Políticos de oposición reconocieron que
estaba bien que violara la ley porque la información era de interés público,
que tuvo eco en las redes sociales donde defendieron su derecho a expresarse.
El tratamiento fue el que podría tener un ciudadano cualquiera, que no lo era
Nieto. Difundir detalles de una investigación no fortalecían el proceso; lo
anulaban. Quien lo defendió avaló la impunidad de sus investigados, pero
reclamaba lo contrario.
2. Carles Puigdemont, el
Presidente del gobierno catalán, llevó a cabo un referéndum sobre la
independencia de Cataluña. Como rompía el acuerdo constitucional, los
tribunales españoles dijeron que esa consulta era ilegal. Puigdemont desafió a
los tribunales y tras obtener el apoyo de tres de cada 10 catalanes, proclamó
la independencia y desató una crisis política. Violar la ley no era importante.
Las redes sociales mexicanas se ubicaron mayoritariamente por la secesión de
Cataluña, calificando de retrógradas y autoritarios a quienes decidieron
respaldar el precepto legal, acusando de ilegal una acción que se ajustaba a la
ley.
En ambos casos, el poder
actuó con fuerza, aunque no en los mejores términos que pudo haberlo hecho. A
Nieto lo sancionaron por un delito que había cometido reiteradamente durante
año y medio, lo que alimentó la percepción de que no fue la ley, sino un ajuste
de cuentas con un Fiscal que consideraban en el Gobierno que se inclinaba a la
izquierda. En España, el Presidente Mariano Rajoy, al fracasar en las
negociaciones para impedir un referéndum ilegal, suplió la política con la
fuerza, reprimiendo a miles de inconformes.
La aplicación de la ley fue
desvirtuada por la torpeza política de las acciones de gobierno, pero este no
fue un matiz considerado por políticos o mexicanos en las redes sociales. La alternativa
a que si las leyes están mal hay que cambiarlas, fue superada por el porqué
molestarse en cambiarlas si es más fácil ignorarlas. Les leyes no existen
cuando no se ajustan a lo que pensamos y creemos. Lo que predomina es la
ideologización y las posiciones cómodas y frívolas, ante la pereza de quien
piensa diferente. ¿Debería sorprendernos? En absoluto.
De acuerdo con el último
estudio de Latino barómetro, la organización sin fines de lucro con sede en
Chile, en todo América Latina se acentuó el declive de la democracia durante
2017, con una baja sistemática en el apoyo y satisfacción de ese modelo. La mayor
pérdida lo registró en México, que perdió 10 puntos porcentuales entre 2016 y
2017, donde sólo 3.8 de cada 10 mexicanos creen en la democracia, y 1.8 de cada
10 está satisfecho con ella. Los datos sobre los mexicanos se encuentran entre
los de mayor pesimismo. El 90 por ciento piensa que México está gobernado por
unos cuantos grupos que sólo ven por su beneficio.
¿Que nos están diciendo las
mediciones y las reacciones? Que lo nuestro no es la democracia, que tuvo su
repunte en su apoyo durante los tiempos que era moda. El estudio de
Latinobarómetro lo prueba. En 2005, en pleno choque entre el gobierno de
Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, jefe de gobierno de la Ciudad de
México, el 59 por ciento de los mexicanos respaldaba el sistema democrático.
Para 2017, el respaldo sólo lo daba el 38 por ciento, con una dramática pérdida
de 10 puntos en sólo un año. Junto con ese desplome se encuentran también la
caída en nuestros valores. Buenos los mexicanos de dientes para afuera, cuando
afirman que la corrupción es el tercer problema más grande del País, pero
cuando se les pregunta si sienten obligación de denunciar un caso de corrupción
cuando son testigos, el 88 por ciento dice que no es su problema.
Somos autoritarios y no
tenemos interés alguno de construir un nuevo sistema de organización social.
Efecto colateral es nuestra intolerancia frente a quien piensa distintos a
nosotros, cargada de manera creciente por el fenómeno las redes sociales, de
rencores y odios. La nuestra es una sociedad que puja por la anomia, sin darse
cuenta que se está suicidando. Esto es muy grave, la regresión por ignorancia,
arrastrados por una enorme inteligencia emocional que desplaza a la razón. En
vísperas de un proceso electoral como el que viene en 2018, no habría qué sorprenderse
si, como perfilan ahora, los contendientes son dos proyectos de nación
encabezados por culturas autoritarias. Tendremos entonces el gobierno que nos
merecemos, aunque digamos lo contrario. Felicidades. Vamos firmes, pero para
atrás.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 31/10/2017 | 04:04 AM)
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