La detención de un grupo de policías comunitarios en marzo de 2013.
Redacción
MÉXICO,
D.F. (apro).- Viajar por carretera por algunas zonas de México se ha
convertido en un deporte extremo. Para llegar a La Ruana, un pequeño
pueblo de unos 10 mil habitantes del Estado de Michoacán, al suroeste
del país, llamado oficialmente en los mapas Felipe Carrillo Puerto, hay
que contar primero con la protección de la Policía Federal, salvar
después un control de los Caballeros Templarios y ganarse luego la
confianza del grupo de autodefensa local, que se ha levantado en armas
contra ese cartel.
Así empieza el reportaje que el diario español
El País publicó el pasado domingo 19 en el que describe con lujo de
detalles la situación que enfrenta actualmente la población en esa
pequeña región purépecha.
De acuerdo con el texto, los habitantes
de La Ruana han dicho basta. Se han armado y se niegan a pagar las
extorsiones —cuotas— que les imponen los Templarios.
Con pocos
víveres, sin muchas medicinas y sin gas ni gasolina —empresas como
Bimbo, Coca-Cola o Pemex, entre otras, ya no se atreven a distribuir sus
productos por allí—, este pueblo dedicado al cultivo del limón resiste
en una guerra fantasmal, propia de un pasado que parecía definitivamente
apagado.
Una guerra de pobres en la que solo existe una certeza: en
esta zona del país, Tierra Caliente de Michoacán, y no es la única, el
Estado mexicano no existe.
Tras pasar el retén de los Templarios
instalado a la salida de la localidad de Apatzingán —unos cuantos
jóvenes encapuchados armados han cortado la autopista con viejos
neumáticos— se llega a Buenavista-Tomatlán.
A la entrada, en una
pancarta se lee: “Bienvenidos al pueblo de Buenavista, libre de cuotas y
de caballeros templarios”. Cerca, un pequeño altar agujereado a balazos
recuerda a Nazario Moreno González, alias El Chayo, El Doctor o El Más
Loco, fundador de la Familia Michoacana, muerto a tiros en 2010 en un
incidente no suficientemente claro.
Unos 30 kilómetros más
adelante se encuentra La Ruana, una tierra de limoneros, granados,
melones y aguacates. Junto a una carretera sin asfaltar a las afueras
del pueblo está la base —una casamata y un chamizo— del grupo de
autodefensa.
Casquillos de varios calibres y una furgoneta calcinada dan
cuenta del último enfrentamiento con los Templarios a finales de abril.
Hasta ahora, 20 personas han muerto.
Un grupo de hombres de todas las
edades, armados con viejas escopetas y relucientes AK-47, la mayoría
enmascarados, soportan un sol inclemente.
La víspera, el viernes
10 de abril, día de la Madre, el cartel había prometido una matanza. Los
vecinos se reunieron a rezar por la noche mientras las autodefensas
mantenían la guardia. No ocurrió nada. Un nuevo día y más cansancio.
Hipólito
Mora, de 58 años, nacido aquí, es su jefe. Lleva pantalón y sombreros
blancos y un polo negro con un pequeño logo de un casino de Las Vegas.
Dice que con el ganado y los limones le va bien. Luce al cinto con
orgullo una Browning .9 milímetros, recién comprada, a la que afirma
estar dándole “buen uso”.
La Tuta ofrece dos millones de pesos (poco
menos de 130 mil euros) por su cabeza, y un hermano, recientemente
asesinado, del actual alcalde, que vive en Apatzingán, llegó a ofrecer,
según dice, “hasta 50 kilos de ice [cristal de coca] de recompensa” a
quien acabara con él.
La noticia del día es la propuesta que le
llega a través de un vídeo por parte de uno de los jefes templarios,
Dionisio Loya Plancarte, El Tío. Le ofrece “un pacto por la paz y la
civilidad” para evitar “más muertes inocentes y hogares enlutados”.
A
partir de ahí, el México bronco empieza a ponerse surrealista. “Si no
llegamos a un acuerdo”, continúa, “le reto a un duelo a muerte”. Tras la
amenaza se despide con un formal y desconcertante: “Siempre a sus
órdenes”.
El jefe dice que el vídeo, “más que darle miedo, se le
hace cómico”. “No le había visto nunca, no tengo ningún problema con él,
no le he ofendido. No estamos en los tiempos del Viejo Oeste, pero si
quiere un duelo, aquí tengo a mis gallos”, y señala a uno de sus jóvenes
lugartenientes, que asiente con una mirada que indica que es capaz de
asumir ese reto y bastantes más.
Cuenta Hipólito Mora que las
cosas comenzaron a torcerse años atrás, cuando los Caballeros Templarios
sustituyeron a La Familia Michoacana en el control del territorio.
El
pueblo llevaba décadas cultivando marihuana y en los últimos tiempos
también cocinaba droga (metanfetamina). Pero a los narcos el negocio no
les rentaba lo suficiente y empezaron a extorsionar a los vecinos. 100
pesos (6 euros) por vivir en tu propia casa, 150 (9 euros) por cada
máquina en la tienda de videojuegos, 2 mil (130 euros) por saltarse un
badén de la calle con el automóvil… y empezaron a duplicar el precio de
los productos. “Todo lo dobletearon”, dice un vecino. Lo peor llegó
cuando se hicieron con el control de las cinco empaquetadoras de limón
del pueblo, la fuente de su riqueza, y comenzaron a pagar 2 pesos (0,12
céntimos de euros) por kilo cuando su precio en el mercado era de 3,5
(0,22 céntimos).
La Ruana se rebeló y la policía comunitaria, una
institución tradicional en el México rural, se convirtió en grupo de
autodefensa. También llegaron las armas.
Existe la sospecha de que se
las proporciona el cartel Jalisco, Nueva Generación, rival de los
Templarios y considerados aliados del cartel de Sinaloa, que dirige
Joaquín, El Chapo, Guzmán. Los vecinos armados lo niegan de una manera
poco convincente.
Aseguran que vienen a vendérselas al pueblo y que las
pagan “poco a poquito” con el dinero que sacan del limón. Como dice su
jefe, “empezamos con escopetas y ahora nos sentimos chingones con las
armas que traemos”. No cabe duda. Un adolescente presume de su subfusil,
un Ruger Mini-14, con un alcance de mil metros y más ligero que un
AK-47. Dice que cuesta entre 32 mil y 35 mil pesos (entre 2 mil y 2 mil
250 euros).
“Este es un movimiento de pobres, solo queremos que se
retiren y nos dejen trabajar. No estamos en guerra, solo nos defendemos
y esto no va a terminar aunque me maten a mí”, dice Hipólito Mora,
orgulloso de haberles quitado la plaza a los Templarios.
“Estamos
abandonados, para el Estado es como si no existiéramos. Los municipales
estaban con ellos y para el gobernador aquí no está pasando nada. Al
presidente Peña Nieto le pediría que nos ponga un poquito de atención,
no mucha, solo un poquito”, añade este admirador del expresidente Felipe
Calderón, michoacano, que inició en este Estado la guerra contra el
narco y sacó aquí por primera vez el Ejército a las calles.
Seis
años después de que comenzara esa tragedia, en la que han muerto más de
60 mil personas, los vecinos de La Ruana no pueden entrar en Apatzingán a
comprar o a que les vea un médico. Un retén de los templarios a la
entrada de esa localidad les pide la cédula electoral y al ver que son
de La Ruana les impiden el paso.
El estado de sitio se agudiza
cada día. Dos de cada tres comercios del pueblo están cerrados y los que
siguen abiertos ofrecen una imagen desoladora, desabastecidos o con
productos caducados.
La gasolinera está cerrada, los pocos cigarrillos
que quedan son de la marca Glory, que incitan a dejar el vicio, y las
medicinas escasean.
Los coyotes que vienen de los Estados vecinos de
Colima y Jalisco con lo más básico inflan los precios: el litro de
gasolina Premium (súper) lo venden a 15 pesos cuando en el resto del
país está a 11.32.
Hombres y adolescentes armados hasta los
dientes a bordo de camionetas patrullan unas calles casi desiertas. La
dueña de una farmacia dice que el desabastecimiento es del 50% y que las
ventas han caído en picado. Ya son las cinco de la tarde y ha hecho una
caja de tan solo 65 pesos (unos 4 euros). “Nunca pensé que iba a vivir
una cosa así”, dice a punto de romper en llanto. “Llevo 40 años en este
pueblo. ¿Adónde voy a ir yo ahora? Estamos aislados y el Gobierno no
hace nada”. El cerco es particularmente cruel con la gente mayor. Una
dependienta cuenta que los pocos médicos que no se han marchado se las
ingenian para recetar medicinas sustitutivas con las que van quedando.
De
la carnicería solo queda el nombre. Apenas algo de embutido y unos
pequeños pedazos de carne de res. “La mayoría de la gente no tiene
dinero para comprar, ahora compran a poquito”, afirma la mujer tras un
mostrador metálico e impoluto. Juan Ramón, dueño de una tienda de
abarrotes con los estantes vacíos, está hasta la madre. “No podemos
salir a comprar a Atpazingán ni los camiones de reparto entran en el
pueblo. No me quedan cigarrillos, ni cacahuetes, ni refrescos, ni
cerveza, ni yogures. Tampoco vendo nada. Lo estamos pasando mal”.
El
alcalde de Tepalcatepec, a unos 20 kilómetros y también sitiado, ha
declarado que entre el 20% y el 30% de los vecinos se han marchado. De
La Ruana también se fue el cura tras ser amenazado por apoyar a la
gente. El nuevo padrecito, José Luis Suárez Barragán, de 57 años, lleva
una semana, pero ya estuvo aquí antes y conoce la zona. Es la autoridad
moral del pueblo frente al nuevo poder real del jefe del grupo de
autodefensa.
Es un hombre modesto, cauto, pero tiene algunas ideas
muy claras: “Estamos peor, el pueblo está cercado, y la gente, triste,
angustiada, pero la situación no es nueva. Aquí, como en todo México,
nunca ha habido ley para los pobres, y cuando hay violencia son a ellos a
quienes matan y secuestran. ¿Dónde está el alcalde, el gobernador, el
presidente de la República, dónde están? ¿Quién votó por esas
autoridades?”.
El martes, dos hombres aparecieron colgados en el
arco metálico que da la bienvenida a la comunidad de Limón de Luna,
municipio de Buenavista-Tomatlán. Los cadáveres presentaban señales de
tortura, una bala en el cráneo y un pequeño cartel que decía
textualmente: “Esto les paso por saber lo que estaban planeando los de
Jalisco, ay te dejo tu gente ipolito”.
El jueves, el Gobierno del PRI anunció una nueva estrategia de seguridad para Michoacán, “municipio por municipio”. Otra más.
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