miércoles, 12 de junio de 2013

EL EFECTO GELATINA (Y II)

 
En Torreón se llama La Durangueña, en Guadalajara Independencia, San Bernabé en Monterrey, La Huaca en Veracruz y El Cascajal en Tampico. 
 
Son algunas de las colonias célebres en México como núcleos del narcomenudeo, el delito que ocasiona la violencia que más flagela en el país por ser la que se encuentra en la calle y toca a gente ordinaria. 
 
 Son también la gran puerta de entrada a la delincuencia organizada, dominada por pandillas que se han asentado en 28 de las 31 entidades del país con alrededor de medio millón de miembros de todas edades.

La proliferación de pandillas se dio como una externalidad de la guerra contra las drogas durante el gobierno de Felipe Calderón, cuando los golpes al corazón de los cárteles provocaron su desarticulación como organizaciones de delincuencia organizada y se atomizaron en pequeños grupos que hicieron de la venta de drogas en las calles su forma de vida. 
 
Las más violentas se convirtieron en mercenarios de los cárteles para aniquilar rivales al formar comandos de ejecución. Pero el fenómeno no es nuevo, aunque el cambio cualitativo de la violencia comenzó, quizás, en 1996, en Ciudad Juárez.

En aquél año, decía el ex procurador de Chihuahua, Arturo Chávez, un joven de 18 años entró a una casa y asesinó a sangre fría a dos ancianos a quienes no conocía. Al salir llegó la trabajadora doméstica y la mató también. 
 
En lugar de huir, se sentó en la puerta a esperar a la policía. Durante un tiempo insistió que lo enviaran al pabellón penitenciario donde estaban los narcotraficantes, al que finalmente lo enviaron finalmente vigilado, para ver qué buscaba. 
 
Al poco tiempo descubrieron que su idea era ofrecer los servicios de su pandilla como matones, y la forma inescrupulosa como mató a los ancianos era para demostrar que ni a él ni a sus camaradas les temblaba la mano.

Las pandillas se han colado en las ciudades como la humedad. Son hoy un fenómeno multifactorial donde, según los expertos, dejaron de ser sólo un subproducto de la exclusión social y la marginación, para incorporar jóvenes de clase media con recursos para comprar armas y drogas sintéticas. 
 
Carlos Mario Perea Restrepo, del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia, sostiene que otra característica de las pandillas juveniles mexicanas es la diversificación de sus actividades y su frecuente asociación con actividades del crimen organizado, como tráfico de drogas y personas, prostitución y venta de armas. Además, en comparación con las suramericanas, dice, roban más en las calles, comercios, casas habitación, vehículos y venden más de droga al menudeo.

No hay un número preciso sobre el total de pandillas en México, pero un estudio elaborado en 2010 por la extinta Secretaría de Seguridad Pública Federal, contabilizó al menos 9 mil 384. Menciona los principales grupos en el país y las colonias o los municipios donde están sus centros de operación. Los datos son muy contrastantes.
 
En el Distrito Federal, por ejemplo, con casi 9 millones de habitantes, hay 351 pandillas, mientras que en Monterrey, con más de 4 millones de habitantes, hay mil 600 pandillas, de las cuales 20 al menos están vinculadas con el crimen organizado.
 
 En Hermosillo, con casi 2.7 millones de habitantes, hay 141 pandillas con unos 4 mil 300 jóvenes en ellas, pero en Chihuahua, con 758 mil habitantes, mil jóvenes entre los 12 y los 18 años, integran las 60 pandillas existentes.

El fenómeno, como se explicó en la anterior entrega, se disparó durante los años de la guerra contra las drogas y alcanzó niveles de desbordamiento social. 
 
La Primera Encuesta Nacional de Exclusión, Intolerancia y Violencia en Escuelas Públicas de Educación Media Superior, reveló que el 41% de los preparatorianos habían visto a sus compañeros portar armas, el 63% dijo estudiar entre pandilleros, y tres de cada 10 venden droga. 
 
A este ritmo, el futuro mexicano está condenado a tener un país partido, narcotizado y con una violencia que no parará. El diagnóstico está claro; las políticas públicas para enfrentar el problema, aún no.

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