domingo, 20 de enero de 2013

SANTA BARBARA, DURANGO. LA VIDA BAJO CERO




Alejandro Almazán/enviado
La región más helada de la República Mexicana, con menos 14.5 grados durante el día, casi congela al visitante, quien además debe librar a “los sicarios y a un león que se ha comido los venados de la zona”... “Aquí nosotros tenemos doble cuero”, dicen los niños.
UNO

La gente del rancho Santa Bárbara sabe que ha amanecido bajo cero grados cuando miran que el jabón líquido para los trastes está congelado. Aquí la comida que no cabe en el refrigerador se suele dejar a la intemperie. Si alguien va a pescar al río, en menos de 10 minutos el pez se pone tieso como un tronco. Y a partir de los cero grados, las tuberías se rompen y forman de prisa pequeñas montañas de hielo. Santa Bárbara ha sido el lugar más frío de México en este invierno: los últimos días ha rondado por los 14 grados bajo el punto de congelación. Pero hoy sábado 12 de enero hace calor: estamos a menos cuatro.

DOS

Nunca has ido a Santa Bárbara, pero por la manera en que una amiga ha pronunciado el nombre intuyes que inspira frío el mero hecho de decirlo. Aún así, sales de Durango y después de una hora de curvas, sierra arriba, encuentras a pie de carretera la entrada al rancho. Doña Cecilia, la centinela, te dice amablemente que desde hace dos años Santa Bárbara es un mundo inaccesible para los reporteros: todo porque un tipo de la televisión exhibió a los 40 pobladores como gente subdesarrollada y eso indignó a los dueños. Entonces te saltarás el alambrado y agarrarás un camino que sigue el curso de la tortuosa sierra. Pronto comprenderás que has cometido una de las peores estupideces en tu vida: el rancho queda a 14 kilómetros y hoy amaneció a menos 14.5 grados. El frío te quemará la cara como si te hubieras untado una pomada para dolores musculares; hasta creerás que tu rostro debe traer un sabor a mentol. En cada bocanada de aire sentirás que los pulmones te revientan y al paso del tiempo descubrirás que no hay ropa térmica que pueda mantenerte caliente. Te acordarás de tu gente y desearás con todas tus fuerzas no estar ahí. Luego de dos horas, te crujirán los huesos, traerás agarrotada la cara y pensarás que si una nevera trabaja a menos cinco grados y todo está tieso ahí adentro, tu futuro inmediato es apocalíptico. Por si fuera poco, el frío te deshidratará y tú, siempre irresponsable, no cargarás agua. Tendrás que beber del arroyo helado donde los animales aplacan su sed y, para no congelarte, seguirás caminando por aquel patíbulo de tierra fría. En algún momento notarás que arrecia el viento, lo escucharás aullar. Eso te tranquilizará: entre más aire sople, el frío se irá a otra parte más lejana. Te encontrarás a unas vacas acurrucadas, inmóviles, y te dará la impresión de que ni siquiera respiran. Mirarás cada tanto hacia el cielo azul cobalto y pensarás que el sol sólo parece haber sido dibujado en el paisaje; brilla, ciega, pero es distante y frío.

Sortearás a un toro, te caerás y alucinarás con la muerte. A eso de las seis de la tarde, tres horas después de haber saltado la cerca, llegarás hecho una piltrafa al rancho y María, una treintañera de sonrisa aniñada, te dirá con la más absoluta sinceridad que estás bien pendejo. “El frío era el menor de tus problemas”, tratará de hacerte entender. “¿Qué tal si te hubieran salido sicarios?, ¿o qué tal si te hubieras topado al león que se anda comiendo a los venados?”.

TRES

El destino no pudo poner a Santa Bárbara en un lugar más desventurado: está en un bajío a poco más de dos mil metros sobre el nivel del mar, rodeado de cerros que impiden que se escape el áspero frío que lo cubre como si fuera de plomo. Ocho meses al año hay heladas, por eso sus lugareños dicen que el invierno siempre comienza aquí y nadie pone cara de congelado. El rancho está en el mapa gracias a que el 13 de diciembre de 1997 alcanzó un récord: amaneció a menos 25. De hecho, el profe Vicente Ruiz tiene un monumento para que a nadie se le olvide ese día: las hojas de la Comisión Nacional del Agua donde el propio profe apuntó todas las temperaturas que hubo aquel año.

El profe, que estudió para contador, lleva el registro del clima desde 1976, cuando llegó al rancho para dar clases. Todas las mañanas, antes de las siete, abre con llave una casita de madera, como la de los pájaros. Ahí adentro está el termómetro. El viejo, que rara vez se quita las gafas de sol, podría ser el primer tipo serio en pronosticar el tiempo: sabe a cuántos grados amanecerá Santa Bárbara. Apenas ayer viernes por la noche, me había advertido que despertaríamos a menos cuatro; hoy, en cuanto lo miro, me dice con aires de apostador consagrado: “Nunca me equivoco, es un sábado para ponerse shorts”.

—Yo estoy que me congelo —le digo al profe que también es el tendero y una especie de guía espiritual del rancho.

—Ay, muchacho —contesta con un cigarro colgándole de los labios—, seguro tú no sabes lo que es el verdadero frío. Cuando hace frío todo el rancho truena y uno puede oír hasta cómo se cuaja el aliento.

—¿Usted no siente frío?

—Uno se impone desde chamaco y a esta edad ya no nos gusta el calor. A mí me hace daño, se me sube la presión. Tú, todo tapado, pareces bola de estambre, y veme a mí: con esta camisa y la chamarrita ando a gusto —dice y yo pienso que como está vestido el profe no pasarían más de quince minutos para que a uno se le caigan la cara y las manos a pedazos.

CUATRO

La casa de Irene La Morena es acogedora: la leña la ha calentado a unos 19 grados, 25 más que el exterior. Este ambiente sería perfecto si saliera agua del fregadero, pero está congelada. La Morena deberá esperar hasta medio día para que comiencen a caer cubitos de hielo. “Lavar es un sufrimiento”, dice mientras cocina los mejores frijoles de la sierra. “Las manos se te acalambran y se te despellejan”. Yaneth apenas tiene dos meses en el rancho y no acaba de acostumbrarse al dolor que produce el agua en el lavabo. “Pero mi marido dice que poco a poco me voy a imponer”.

Imponer. Aquí todos dicen ese verbo con la misma facilidad de quien avienta salivazos. Supongo que lo hacen para que nadie dude que han dejado clara su superioridad al frío.

CINCO

Las antenas parabólicas permiten adivinar qué están haciendo los niños a esta hora de la mañana. Y sí: Uriel y Lenin, por ejemplo, están frente al televisor como si fuera una fogata. A Lenin, el de dos años, le desagrada llevar mucha ropa encima. Yolanda, su madre, batalla siempre para vestirlo. Ella cree que el nombre, “de un señor que vivió en el hielo”, ha hecho que su hijo sea más resistente al frío.

En Santa Bárbara hay unos 15 niños y todos parecen ser felices. Para ellos, el frío es parte de la vida y no parecen sufrirlo. Se enferman poco y las mejillas rojas son parte de su look. Cuando le pregunté a César, el único que cursa la secundaria, por qué creía que él no sentía frío me dijo: “Porque nosotros tenemos doble cuero”.

Los niños sueñan con montar a caballo, arrear las vacas y cortar los pinos de un solo hachazo.

SEIS

Don Sergio, el administrador del rancho, trata a los trabajadores con cierto cariño paternal. Siempre les está regalando chocolates para que no se les escape la energía. Aquí, dependiendo el frío, se labora desde las ocho o nueve de la mañana; la jornada termina a las seis, a la hora en que el frío comienza a cebarse con mayor virulencia. Según José Vidal, el trabajo más pesado en temperaturas bajo cero es lo aquí llaman vaquerear, que no es otra cosa que estar todo el día arriba de un caballo, arreando al ganado. “El aguanieve pone resbalosa a la sierra y el caballo se cae a cada rato”, dice sin ningún resentimiento. Este sábado, como las vacas no han dado leche por el frío, a José le tocó cubrir las ubres con piel. Calcula que para media semana dejará de tomar leche en polvo.

Hoy, mientras llega otro frente frío (el profe Vicente dice que en un par de días sucederá), creo parece ser un buen día para tomarse un café.

(MILENIO/ALEJANDRO ALMAZÁN/20 DE ENERO 2013)

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