Carichí— Ubicado al
oeste del estado, a unos 170 kilómetros de la capital y a 2 mil 70 metros sobre
el nivel del mar, se encuentra el municipio de Carichí, una comunidad fundada
en el siglo XVII y que llevaba por nombre “Jesús de Carichic”.
Llegar a la cabecera
municipal implica recorrer tramos carreteros que muestran la biodiversidad de
Chihuahua y también que “el estado grande” va más allá de una simple frase.
El viaje inicia a 10
kilómetros aproximadamente de la mancha urbana de Cuauhtémoc, sobre la
carretera que lleva a La Junta; allí se gira a la izquierda y empieza lo que
puede convertirse en una experiencia inolvidable.
El sol brilla en lo
alto intensificando la sensación de limpieza que se percibe en el ambiente
luego de las lluvias registradas en los últimos días. Las aves, incluidas las
carroñeras, aprovechan para tomar los postes de las cercas por asalto y robar
un poco de calor al astro rey.
En el horizonte, las
nubes empiezan a juntarse en anuncio de una nueva precipitación pluvial, mientras
las planicies, atravesadas por la línea recta de la carretera, se dibujan
interminables bajo el color amarillo pálido de los pastizales secos que en
algún punto dan paso a las montañas vestidas por el verde de los pinos. La
presencia de la nieve y el frío que desciende desde los picos montañosos no
impide que los hombres y mujeres continúen sus labores cotidianas en el campo.
Los kilómetros se
suceden uno a otro al igual que las pequeñas represas y grandes lagunas que se
han formado con las lluvias y cuyo azul destaca entre toda la gama de colores
existente. Conforme el camino avanza, la vegetación cambia dejando atrás los
pastizales para dar paso a los encinos y los pinos; las ardillas saltan entre
las ramas mientras un gato montés aparece repentinamente a un costado del
cuerpo carretero.
El felino se marcha
tan rápido como llegó. El caserío que conforma Carichí se dibuja a lo lejos,
con sus techos de lámina y el busto del sacerdote José María de Yermo y Parres
dando la bienvenida al visitante. Un par de cuadras adelante está la iglesia de
La Sagrada Familia, que guarda —dicen los lugareños— más de 300 años de
historia.
Bastan sólo 5
minutos para atravesar el poblado, de apenas mil 500 habitantes, y tomar un
camino de terracería hacia Bacaburéachi. “Son 20 kilómetros y se llega a las
aguas termales”, agregan.
La ruta atraviesa
varios riachuelos que muestran la creciente del día anterior. En pocos minutos
se llega hasta un punto donde empieza el descenso hacia el río Bacochi, cuyo serpenteo se divisa desde
lo alto atravesando el cañón del mismo nombre y cuyas formaciones rocosas dan
fe de los millones de años que han tenido que pasar para llegar a su estado
actual.
La vista resulta
impresionante. La corriente del Bacochi pasa majestuosa bajo un puente a partir
del cual se iniciará el ascenso “hasta el cordón y luego a la izquierda donde
está el letrero”, dice un hombre que vigila el ganado pastando convertido en
parte de la escenografía natural.
Ya en la parte alta,
el camino serpentea por la montaña bordeado de árboles y acompañado por el
trino de pájaros azules y correcaminos que se deslizan entre los arbustos. El
cielo empieza a cubrirse con el color grisáceo de las nubes y las primeras
gotas de lluvia empiezan a caer justo cuando aparece un nuevo río que cruzar.
Un nuevo ascenso y finalmente aparece, en la parte baja, la comunidad de
Bacaburéachi.
Son alrededor de 5
kilómetros de bajada con la precaución llevada al máximo porque el camino es
resbaladizo a causa de la tierra suelta y las piedras, sin contar con las
constantes curvas pronunciadas y el desfiladero que se ve a escasos centímetros
de la orilla de la terracería.
El corazón se
apresura, las llantas y los frenos a veces parecieran no responder pero quizá
es sólo el miedo natural a la caída. Abajo, las casas rústicas exhalan humo
desde las estufas de leña, mientras al frente, aprovechando el escaso sol que
llega por momentos —igual que las aves y las lagartijas— algunos hombres “se
curan” la resaca de la fiesta del día anterior.
Finalmente, unos
cuantos metros más abajo, están las aguas termales que según dice la encargada
del lugar, Hermila Peña, “brotan desde las rocas desde siempre” y corren entre
el musgo y las oquedades que se han ido formando con los años, llegan a las
albercas y siguen su camino hasta llegar al río o perderse de nuevo en la
tierra.
La lluvia toma un
nuevo impulso, el viento frío baja de las montañas y nos recuerda que esto es
la Sierra Tarahumara, con sus secretos milenarios y sus incuestionables
contrastes. Es hora de volver.
(El Diario de
Chihuahua / Salud Ochoa /2013-12-26 | 23:05)
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