martes, 16 de abril de 2013

LA CALLE 12



Javier Valdez/ Columna Malayerba
La banda orquesta esperaba terminar la tanda para descansar. Fiesta de graduación. Ellos, músicos experimentados y de buen nivel, se esmeraban en prender la mecha de la fiesta y empujar, a través de esos sonidos, a los asistentes a la pista de baile. Y nada.

La mecha se prendió cuando le entraron a canciones de banda sinaloense. Caminos de Michoacán fue la chispa y de ahí para adelante la tanda estuvo nutrida y tuvo vida en el centro del salón de baile. El que cantaba tomó el micrófono para anunciar que los siguientes minutos estarían descansando.

Entró en el aire la música de un diyei que no requirió de destreza para acomodar los cidís en la tornamesa. Algunas cumbias sabrosas y guapachosas mantuvieron a la gente parada y entrelazada, en espera de una y otra y otra canción. Los músicos conversaban a un lado de la tarima. Un hombre bien vestido, de traje tipo norteño y elegante se acercó.

Llamó al que cantaba. El hombre se presentó. Tendió su mano y pronunció un nombre que el ruido apagó. Apretó la mano del músico con fuerza y le dijo, Quiero hacerle una petición.

El músico, que además tocaba la guitarra, lo escuchó y asintió cordialmente mientras intercambiaban palabras que apenas llegaron a sus oídos. Le dijo, Claro, lo que guste. Quiero que toquen La Calle 12. Cuál, perdón, es que no alcancé a escuchar. La calle 12, dijo aquel hombre, a quien el malhumor se le subió rápido a los ojos. Sí, claro. Ahorita.

Le preguntó cómo si llamaba, para dedicársela. Aquel le respondió que nomás la tocara.

Enseguida, una vez que terminaron el descanso, anunció la canción. Una petición, con mucho gusto. Claro que sí. Cómo no. Para ustedes La calle 12. Sonaron los metales y las cañas, entraron la batería y las cuerdas. Una interpretación excelsa, aunque no alcanzó para regresar a los asistentes a la pista.

Aplausos: montoncitos allá y otro poco más allá. Dispersos, apenas sonoros. Al final de la canción, el hombre se acercó de nuevo y le dijo que tocaban muy bien, que le había gustado mucho. Se desabrochó el saco y lo abrió, se acomodó la camisa y el cinto: la pistola estaba entre la camisa y el pantalón y él fingió que le molestaba, así que hizo como que la sacaba y la volvía a meter.

Ahora quiero que la cante. El músico le preguntó, Qué. Que la cante. Quiero que la cante. Le dijo. Y otra vez esos ojos crecieron. El nombre no la pensó. Claro, señor. Lo que guste. Encantado. Les informó a sus compañeros. Les aclaró, Quiere que la cante. Se acercó al micrófono con gran temple. Y la cantó. Los músicos compartían miradas nerviosas. No dejaban de revirar, intrigados.

Al final, el hombre aquel se acercó para felicitarlo por haber cantado una canción que no tenía letra.

13 de marzo de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/ Columna Malayerba de Javier Valdez/Marzo 17, 2013)

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