martes, 16 de abril de 2013

EL ‘COCHI’



Javier Valdez/Columna Malayerba
El Cochi estaba preso y mandaba. Se paseaba por las celdas como si fuera su casa, el parque, cualquier calle de la ciudad. Los que lo conocían decían que era necrófilo: no es que le gusten los muertos, pero sí matar. Sanguinario, eso. Taladraba con sus fusiles automáticos. Nomás porque le parecía.

Llegó hasta ahí porque lo toparon los militares. Supo que la tenía perdida y no hizo aspavientos cuando los tuvo enfrente. Ni pedo, dijo. Si hubieran sido agentes de las policías judicial o municipal, cualquiera, ni lo detendrían. Pásale comandante. Comandante Martínez, así se le conocía.

Llegaba con los guardias y les daba órdenes. Entraba y salía de la oficina del director o del jefe de seguridad del penal cuando quería. Intocado e intocable, hasta en su calidad de reo. Ahí, dentro, había una escuela primaria. El objetivo era que los presos aprendieran a leer y escribir, cursaran todos los años en menos tiempo y terminaran con certificado y todo, y motivarlos a seguir estudiando. Poco de eso pasaba, pero los maestros y el encargado del plantel le echaban ganas.

Era el encargado de la escuela y otras autoridades del penal, incluyendo los de seguridad y el director, los que valoraban a los presos cuando estos aparecían en la lista de candidatos a ser liberados: buena conducta, buen estudiante, disciplinado en la celda y sin participaciones en amotinamientos, consumo o distribución de droga.

Todo eso veía el Comité de Libertades. Cada uno por su cuenta revisaba y revisaba el perfil de los candidatos. Taches y palomitas. Parecían deshojar margaritas. Hasta ellos, por separado, llegaba el Cochi. Les preguntaba qué se les ofrecía, qué les hacía falta en su trabajo, sus vidas, sus casas. Y luego disparaba: quiero que liberen a este, a este y a este, por favor. Levantaba la mirada, ponía la mano como mazo en el hombro.

No había pie para un déjeme ver, espéreme a revisar, voy a checar lo que me pide. Sin cancha para la insubordinación. Ni milímetros de esfínteres para hacerse a un lado. Alzaba la cabeza. Y sin muchos ademanes ni palabras, pronunciaba un: Hágalo. Haga lo posible.

Cuando los del comité se reunían no permanecían quietos. Incómodos, buscando el disimulo. Se decían unos a otros que coincidían, que esos, los de la lista, los aprobados, eran precisamente los que ellos también traían. Al final, consenso por los palomeados. Estos y estos salen libres.

El encargado de la escuela andaba de compras en el mercado. Estacionó el carro y esperó a que pasara un convoy de camionetas con hombres amontonados y sospechosos. El que iba acompañando en la cabina al chofer lo reconoció. El maestro se hizo chiquito. Profesor, cómo está, le gritó. Bien, bien.

Era el Cochi. Su madre le preguntó quién es. Dios santo. No quieres saber, ma.

5 de abril de 2013.
(RIODOCE.COM.MX/Columna Malayerba de  Javier Valdez/abril 7, 2013)

No hay comentarios:

Publicar un comentario