domingo, 6 de octubre de 2013

EL ÚLTIMO CÍRCULO DEL INFIERNO

La mayoría de los 15 mil enfermos psiquiátricos en Chihuahua vive en el abandono y la marginación. Esta incursión por el albergue que dirige el pastor evangélico José Antonio Galván en Ciudad Juárez perfila un lugar donde la locura es la única realidad palpable.
• Belcebú se ha parado en tu rostro, Alfredo. ¿No lo sientes? Se mueve nervioso de arriba abajo sobre tu carne inmutable. Frota obsesivo sus ojos una y otra vez con las fibras de sus patas mientras parece aguardar hambriento la hora de tu muerte. El “príncipe de los demonios” que Collin de Piancy diera forma de mosca en su Diccionario infernal viene a rondarte a tu pequeña celda del desierto en espera de lo poco que quede adherido a tus huesos, justo como a la podrida cabeza de jabalí de El señor de las moscas de William Golding. ¿No lo sientes?

Así has permanecido por días, Alfredo: estático, detrás de las rejas, con las manos entrelazadas, como la triste figura del Cristo de las Penas; sentado al pie de tu cama mientras el mosquerío ronda con su endemoniado cuerpo peludo. Así has estado también ahora frente a mí: inmóvil por varios minutos, con el cabello revoloteado y duro, con la barba larga negrísima, con los párpados apretados, dormido sin estarlo; con Belcebú en tu rostro saboreándote una y otra vez.

Dicen que la promesa incumplida de una visita de tu familia hace algunos fines de semana te ha dejado “trabado” en una profunda depresión, sin ganas de comer ni de ir de nuevo al taller donde tus manos trabajaban terapéuticamente la madera. Detrás de los barrotes, pareces aguardar la redención del género humano; flaco y apenas cubierto por un pantalón cortado por las rodillas que alguien habrá regalado a este albergue psiquiátrico diseñado para no más de 70 personas, pero que hoy habitan 120 hombres y mujeres traídos por su familia, Migración y la policía.

Eres parte de los invisibles que deambulan en este inframundo que se ubica en el último rincón de Ciudad Juárez, Alfredo; donde apenas llegan algunos chispazos de electricidad y algunas gotas de agua limpia. Eres uno de los fantasmas recogidos de las calles de una urbe considerada una de las más peligrosas del mundo, la cual en los últimos seis años, tan solo según las cifras oficiales, ha visto morir a más de 11 mil personas y de donde han huido más de 30 mil familias dejando atrás puertas y ventanas cerradas a causa de una guerra que parece interminable.

LOS PELOS DUROS

—¿Quién anda ahí? —se escucha por el patio central de piso de concreto resquebrajado al cual sólo dos pequeños árboles le dan sombra en estos días de calor sofocante y donde la que bien podría ser la cuarta plaga bíblica no da tregua.

—¡Cristo! —responde al unísono y alegre la congregación de Visión en Acción Misión Rescate del pastor evangélico José Antonio Galván, un hombre robusto y canoso de 62 años.

Es la hora de tu visita, pastor. Hasta ti, que siempre vistes zapatos, pantalón y blazer negros sin importar el calor, llegan quienes cariñosamente llamas con tu acento norteño “mis pelos duros”. Otros, como Pedro, a quien le amputaron las piernas, te miran desde una pared del patio reconfortado bajo la sombra; algunos otros, que se encuentran en observación y aún representan un peligro, se ponen de pie y tratan de escuchar noticias de afuera, quieren saber si llevas un periódico —aunque sea atrasado—, un chocolate o una caja de cigarrillos. 

Los abrazas con amor, como desde hace 17 años, cuando eran apenas un puñado de locos solitarios, hombres y mujeres que, como tú, habitaron perdidos las calles de la frontera y se alimentaron de la basura de Ciudad Juárez.

Son ellos, los de las cicatrices en los brazos por el uso de drogas, esas llamadas víctimas colaterales de la narcoguerra cuyas heridas se confunden con la artritis que ha dejado sus manos y dedos torcidos como ramas de árbol; y aún más, son ellos, cuya mente se encuentra atrapada en una encrucijada permanente, una mínima parte de los 15 mil enfermos psiquiátricos que las autoridades calculan que existen en Chihuahua y para quienes no existen alternativas de tratamiento. 

El jardín está perfectamente limpio, tiene unos cuantos árboles acurrucados en sus jardineras. Más allá, una malla metálica divide el albergue de la carretera interestatal 2 que va de Juárez a Casas Grandes. 

Uno a uno tus “pelos duros” salen caminando, algunos con un objeto que atesoran, otros sobre su silla de ruedas, unos más arrastrando viejas andaderas; los demás, los que no pueden caminar, los miran celosos desde el patio.
Hasta ti se ha acercado lentamente empujando su andadera una mujer mayor de hermosos ojos verdes con todo y sus insectos alados revoloteando alrededor de sus ropas. “Pastor, ¿qué voy a hacer cuando me vaya de aquí? No tengo a dónde ir, no tengo familia. Nadie me quiere”, te dice a punto de romper en llanto. “Yo te quiero, María. No te preocupes. Aquí te vamos a cuidar, ésta es tu casa”. Entonces me miras y me dices que, además de medicinas y cuidados, los pacientes psiquiátricos necesitan sentirse queridos.

ENFERMOS DE ODIO

“¡Mátala. Sácale el corazón! —te repetía una y otra vez aquella voz, Manuel—. ¡Mátala, sácale el corazón!”

—Mamá, quieren que acabe contigo —le dijiste a tu madre un día—. Si le digo alguna vez que salga, no lo haga, mamá —alcanzaste a prevenirla.

Esa misma noche, una crisis se apoderó de ti, Cholo, como también te llaman. Armado con un tubo llegaste a la casa de tu madre. Parecía que las voces habían logrado su objetivo, ibas dispuesto a extraerle el corazón con tus propias manos a doña Aurelia González, quien a los 21 años quedó viuda y como muchas mujeres de Juárez encontró en las maquilas una opción para sacar adelante a su familia.

En la cocina del albergue, durante la visita, doña Aurelia me contó de ti, Manuel. Me dijo que fuiste el sexto y último de los hijos que tuvo con dos parejas. Que durante tus días de infancia no hizo otra cosa más que trabajar para darles a tus hermanos y a ti lo que necesitaban. Que para ustedes ella fue papá y mamá al mismo tiempo. Que una noche llegó de trabajar y tus hermanos mayores no llegaron a casa, que entonces tuvo miedo. Que no supo qué hacer para protegerlos y en algún momento de desesperación los metió a todos en tambos para que no se perdieran y para que no la siguieran cuando iba a la maquila.

Mientras espantaba las moscas de su vaso de cristal y ya con lágrimas en los ojos, se culpó de la esquizofrenia paranoide que padeces, Manuel. Dijo estar segura de que quienes sufren una enfermedad como la tuya, igual que los asesinos que andan por las calles, fueron hijos rechazados. Además, culpó al ritmo de vida y de trabajo de Juárez. Esos, me dijo doña Aurelia, fueron los ingredientes que cocinaron a esa generación enferma de odio.

Esa noche que llegaste armado con el tubo le pediste a gritos a tu madre que saliera de su casa ubicada en una colonia popular de las orillas de Juárez. “Sólo quiero hablar con usted, mamá”, le dijiste una y otra vez. Fuera de toda razón, rompiste las ventanas de una camioneta con el tubo, intentaste quemarla, pero la policía llegó para detenerte y traerte aquí. De eso ya hace siete años, Manuel. Desde entonces, doña Aurelia viene cada sábado a traerte comida que comparte con los internos. Te deja, además, algunas cosas para asearte en una bolsa de plástico y cada mes le da al pastor Galván dos mil pesos, una de las pocas aportaciones familiares al albergue que sobrevive literalmente de milagro. Tú, Manuel, El Cholo, como sabes, pasas tus días junto a Alfredo cuidándolo, espantándole sus demonios.

FUERZAS ESPECIALES

Perla, tu novia, murió el día de las madres, ¿cierto, Piero? La encontraron muerta en su habitación del único hospital psiquiátrico de Ciudad Juárez. Quizá la descuidaron unos momentos tras suministrarle el sedante que controlaba la distimia que padecía, quizás olvidaron que su mal incluía tendencias suicidas. El caso es que la encontraron el 10 de mayo pasado sin vida y que a ti te avisaron aquí en Visión en Acción, donde recibes tratamiento para la bipolaridad que padeces desde hace varios años.

A tus 31 años parece que te has recuperado de aquel golpe. Dices, con tu voz recia y tu actual aspecto sereno, el cual —según el pastor— puede cambiar en cualquier momento, que quieres ser un vencedor. No te importa que haya barreras, como la de tu familia, que no supo tratar contigo y te trajo hasta aquí. Esta es tu nueva casa, estos son tus hermanos, eres uno de los locos que cuidan locos, vas y vienes todo el día sin parar. Eres parte de lo que el pastor Galván llama sus “fuerzas especiales”.

Tú también perteneces a este grupo, Vicky. A pesar de ser una mujer de 38 años, bajita y nada corpulenta, llegaste a este albergue esposada a bordo de una patrulla. En el hospital psiquiátrico te golpearon dos veces, te encerraban y te dormían con medicamento. Un día, cuando no supieron qué hacer contigo, te vinieron a dejar aquí. Dice Galván que llegaste muy mal, pero ahora, con una gran sonrisa, repartes el almuerzo de huevo a la mexicana con frijoles y las tortillas de harina —que aquí llaman “tortitas”— a tus hermanos internos.

Esas tortillas vienen de tus manos, Gema. Todos los días, frente a la estufa industrial de acero inoxidable, pasas el tiempo aprisionando con una mona de tela húmeda la harina sobre un comal ardiente. Esa es tu forma de ayudar. Igual que tú, Memo, que con tu autismo pasas las horas picando zanahorias, chayotes, calabacitas y otras verduras que están a punto de pudrirse y que les regalan en los mercados de Juárez.

UNA BUENA OPCIÓN

Solo con mirar el patio del albergue, Margarita, sabes que no es el sitio donde quieres dejar a tu hijo que sufre esquizofrenia paranoide, pero tus opciones son pocas en esta ciudad. Los internos se acercan, te saludan. Los miras, los hueles y te llevas de nuevo el pañuelo blanco a la nariz haciendo un grandísimo esfuerzo por no romper en llanto. Galván te muestra las instalaciones, las condiciones que le esperan a tu hijo, te dice que al principio seguramente estará en una celda. No puedes creer que aquel niño de una buena familia juarense vaya a terminar encerrado.

Has llegado desesperada porque has visto cómo la salud mental de Alfredo se deteriora cada vez más desde aquel accidente automovilístico de hace ya varios años. A pesar de que cuenta con tratamiento médico, has encontrado las pastillas de Risperdal regadas en cajones, debajo de la cama, entre otros lugares de tu casa del centro de Ciudad Juárez.

Ya que no toma su medicamento, has visto incrementar sus crisis de ansiedad. Además, lo has visto escapar de casa con dinero tuyo, perderse por días para regresar golpeado sin explicación alguna. Ahora permanece en el psiquiátrico de la ciudad, pero insistes en que no quieres que se quede ahí porque lo mantienen sedado.

En la sala de juntas, Galván te habla de Piero, un chico exitoso y que le gustaría que un día fundara un albergue para bipolares. Tú le preguntas si él es el novio de Perla. Galván te cuenta sobre el infortunado destino de la chica, a quien también conociste, y no lo puedes creer. Entonces piensas en este albergue como una buena opción.

GOTAS DE ESPERANZA

A pesar de la limpieza, pasado el mediodía, el calor hace que el olor a orines y excremento sea muy intenso. Es hora de la visita del sábado. Luego del almuerzo y de asearse mínimamente, los internos deambulan desnudos, miran al infinito, hablan sin sentido de la libertad, del “demonio de Satanás”, de venganzas incumplidas mientras el mosquerío se planta sobre los rostros de los más viejos, de los más débiles, de los que parecen más cercanos a la muerte.

Tú, como los demás en las celdas, solo observas desde las sombras, Elizabeth. Pero, a diferencia de los otros, eres una mujer joven, incluso atractiva, de pechos grandes y solo cubiertos por una playera casi transparente de tirantes. Pareces inofensiva; extiendes la mano derecha para saludar, pero aprietas y jalas a tu interlocutor para que se acerque al tiempo que subes la mano izquierda al cuello. Tu tendencia asesina se manifiesta.

—¡El señor me la bendiga, hermana! —se escucha a través de una de las rendijas del portón azul.

Del otro lado, las pocas familias que vienen a la visita ríen con sus internos. Una de ellas es doña Aurelia, que ha venido a dejar, como cada semana, la comida y la bolsa blanca para El Cholo. Los de adentro miran con envidia a Manuel a través de la rendija mientras una llovizna cae blandamente sobre el desierto.

—¿Dónde está el infierno, pastor? —te pregunté en la azotea del albergue esa tarde, mientras mirábamos cómo goteaba el cielo del inmenso desierto de Chihuahua que al fin lograba espantar al mosquerío y su zumbido.

—Está aquí, en Ciudad Juárez —respondiste sin dudar, de espaldas al cerro de Amado Carrillo que tiene en un costado un caballo pintado—. Pero aun aquí, en el manicomio del infierno, hay esperanza; solo basta vernos a nosotros, una bola de locos cuidando a otros locos.

(MILENIO/Dominical /

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