lunes, 17 de junio de 2013

MIGRANTES; UN PEDAZO DE CIELO EN EL INFIERNO

Excélsior
México.- En una ciudad donde la delincuencia acecha de día y de noche, hay un hogar que deja sus puertas abiertas de par en par las 24 horas. Un lote sin pavimento al costado izquierdo de la vivienda, recibe cada atardecer entre 100 y 300 sudamericanos; lo que equivale al número de muertos por balas perdidas en Guatemala.

El chasquido de las piedras que se golpean entre sí, hace que los esposos Lourerio se asomen a la computadora para constatar –en la cámara de seguridad instalada a la máquina– la llegada de una decena de visitantes en el número 1063 de la calle Montaño en la ciudad fronteriza de Nogales, Sonora.

El tic tac del segundero marca las 6:23 de la tarde en un jueves donde la temperatura alcanzó los 36 grados centígrados y las faldas de las montañas lucen rojizas en medio de vegetación muerta. La imagen de la pantalla en blanco y negro deja ver decenas de cabezas, cabellos y torsos de hombres, mujeres e infantes.

La vista no alcanza a reconocer rostros, miradas ni apariencias. Es un río humano que camina por detrás de la morada rumbo a la puerta trasera que les da la bienvenida. Han llegado 63 migrantes de centro y Sudamérica después de haber sido deportados por las autoridades migratorias de Estados Unidos.

“Juan, 43 años, de Honduras; Ricardo, 27 años, de Honduras; Karla, 35 años, de El Salvador; Yolanda, 52 años, de México; Luis, 16 años, de México; Carlos, 34 años, de México; Laura, 21 años, de Guatemala; Guadalupe, 3 meses, de México…”.

-¿Sigo?, pregunta Gilda.

-¿Faltan muchos?, le responden.

“Son ocho, faltan todavía 55 para completar el turno de los que acaban de llegar. Los del medio día son como otros 50, ¿quieres que te los lea?”.

Es Gilda de Lourerio, la esposa de don Paco. Sus manos están ocupadas sosteniendo una libreta que deja ver el paso del tiempo. Sus hojas maltrechas, amarillentas, llevan la huella de una problemática apabullante: el registro de casi un millón de migrantes detrás del sueño americano.

A espaldas de Gilda, un Cristo da la sensación de querer contenerla. Tallado en madera, con estatura de más de un metro y sus extremidades superiores extendidas, dan la bienvenida a mujeres delgadas, quemadas por el sol, a hombres que ya no pueden caminar, a niños desnutridos.

La capilla del Albergue Juan Bosco esconde los secretos de una centena de voces que confían sus esperanzas en la fe de poder cruzar la frontera. Atrás el Cristo. De frente una multitud latinoamericana que no logró llegar a Estados Unidos de América.

La mezcla de aromas es peculiar. Condimentos, comida caliente, sudor, cansancio. Deambulan por el corredor, piden permiso para tomar agua, un teléfono para comunicarse con sus familias. Otros lloran en un rincón, huyen de la multitud.

Saliendo de la capilla y contando cinco pasos a la derecha, está la habitación de los varones en literas vestidas de color naranja. Una frente a la otra, como en pelotón militar. Fueron construidas a mano por una comunidad que quiso tenderle la mano a los más necesitados.

Don Paco y su esposa Gilda son los artesanos de este pedazo de cielo en medio del infierno que llevan en la espalda los hombres y mujeres que dejaron su pasado para enfrentarse al futuro que no llegó.

Los esposos han sido testigos de tres décadas de servicio que han dejado a su paso casi un millón de migrantes bajo su resguardo. “Nos ha tocado improvisar colchonetas porque hay días que no nos damos abasto, pero todos cabemos”, cuenta la señora de la casa mientras agrega que 350 es la capacidad máxima que tiene el albergue para migrantes en Nogales.

El 2012 fue un año concurrido, 51 mil 199 personas pasaron por el albergue de los Lourerio en busca de un refugio que los ayude a tomar la decisión que los somete a la amargura: regresar a casa o volver a intentarlo.

Los registros de la libreta de doña Gilda son la prueba de un problema vergonzoso. Entre el 2010 y el 2012, los esposos habrían recibido en su morada, lo equivalente a llenar el Estadio Azteca, 110 mil migrantes.

Las cifras se incrementan al compás del dolor, drama y pobreza de millones de familias en pos del llamado “American Dream”. Cerca de 400 mil indocumentados pasan anualmente por México para llegar a Estados Unidos, no sin antes ser víctimas de toda clase de vejaciones.

De esos 400 mil, 14 mil ocupan ya los renglones de la libreta de doña Gilda en lo que va corrido del 2013. Las personas que han encontrado abrigo con los Lourerio, de enero a abril del año en curso, es igual al número de personas arrestadas por la Policía Federal en todo el país durante la administración de Enrique Peña Nieto.

Por cada arresto federal en México, hay un migrante que llega al Albergue Juan Bosco de la ciudad fronteriza de Nogales. Desde 1982 hasta la fecha, los esposos Lourerio han recibido más de un millón de personas de distintas nacionalidades. Esto se traduce en tener de visita a todos los habitantes de Acapulco, la ciudad más poblada del estado de Guerrero.

‘A VECES QUISIERA MORIRME’: DON PACO

Todos cargan una cruz en la espalda en su intento por cruzar el desierto de Arizona desde su país de origen. Una de esas cruces, la lleva cargando Paco en su memoria y lo mantiene sumido en una profunda tristeza.

“Cuando un niño de 7 años llegó y había perdido la vista en el desierto. Vi que venía en la fila la mamá con el niño en los brazos, el niño venía con los ojos abiertos y le pedía los brazos a su mamá y me ignoraba…”.

“Es que perdió la vista”, dijo la mamá.

La pausa de cinco segundos que hace Don Paco antes de continuar con la historia es suficiente para que sus ojos se carguen de llanto. Traga saliva, pasa la mano derecha por sus ojos y concluye:

“Esto ha sido lo más doloroso para mí… siempre que lo recuerdo me duele mucho porque cuando yo lo agarré en mis brazos el niño me dice: ‘tú me vas a curar, quiero ver’, era imposible, ya no podía ver”, el llanto consume la voz de Paco.

Ya sin la grabadora, el señor Laurerio dice haber hecho lo imposible para que el niño migrante recuperara la vista. “Llamé a varios médicos, incluso no descarté llevármelo a Estados Unidos si era necesario, era tan parecido a mi nieto que yo decía bajo la almohada todas las noches ‘si tengo que vender el albergue para que este niño salve sus ojos, lo hago’ porque cualquier cosa habría valido la pena”. Pero las buenas intenciones del director del albergue no pudieron contra un diagnóstico irreparable; el infante estaría condenado a la ceguera de por vida.

Don Paco y su esposa Gilda salieron una tarde de invierno al parque principal de Nogales. Lo que vieron aquel día los llenó de coraje para construir hace tres décadas el Albergue Juan Bosco. “Una señora con tres niños en la banqueta, temblaban de frío, incluso estaban ya morados, ¿cierto Gilda?”, le pregunta a su mujer mientras ella asiente con la cabeza.

“Le dije a mi señora, ‘vamos por unas cobijas, pobres niños’ y en el camino vimos al costado del parque a otra pareja en las mismas condiciones y le señalé a mi esposa, le dije ‘mira allá hay más…’, todos eran migrantes centroamericanos y con el paso de los días era una escena que se multiplicaba, era impresionante”, se agarra la cabeza en un intento por recordar lo preocupados que quedaron con la escena.

Pero las cobijas que Paco y Gilda ofrecieron esa tarde eran insuficientes. El abrigo era limitado, no había más frazadas ni dinero que alcanzara a surtir a cientos de migrantes temblorosos en un invierno que llegó hace 30 años a menos 38 grados. Las manos de los Lourerio y sus vecinos de Nogales, se convirtieron en artesanos de un nido que hoy es de los albergues más concurridos del país.

“Cuando nosotros empezamos, mis hijos estaban pequeños y mi hijo me decía ‘no te preocupes papá, cuando sea grande yo voy a ser el abogado del albergue’ y mi sobrina decía, ‘yo voy a ser la psicóloga” y fíjate que sí cumplieron, son ellos quienes nos atienden psicológica y legalmente”, cuenta el hombre de más de 58 años con la satisfacción de saber que su familia hizo lo correcto.

Han pasado 32 años desde entonces y un millón de migrantes frente a los Lourerio. El peso del drama, el dolor y el olor a desgracia no son suficientes para una familia que seguirá dando abrigo a los desamparados. “Yo sé que nadie me tiene aquí a la fuerza, pero sé que aquí también me hice hipertenso, me hice diabético, porque lo más fuerte del sufrimiento del migrante lo llevo en mi corazón, eso jamás se me va a olvidar aunque a veces quisiera morirme”.

‘LOS VAN A MATAR, NO LOS VOY A VOLVER A VER…’: VICTORIA

Tiene 32 años y está sentada en una de las literas del albergue. Sólo tres mujeres llegaron este jueves de abril en un grupo que reza en la capilla de los Lourerio. Dos de ellas optaron por el silencio. Victoria se levantó de la silla, caminó arrastrando los pies y cuando se percató que nadie la veía, dijo susurrando a la altura del oído: “yo quiero contar mi historia”.

“Quiero irme a los Estados Unidos porque quiero reencontrarme con mis hijos. Yo tengo dos hijos que son nacidos allá en el extranjero. Nosotros tratamos de sacar la visa, pero pues el Gobierno americano ya pone muchas trabas y desafortunadamente nos la negó, entonces no nos quedó más que otra opción que cruzar así, ilegal”…

-¿Vivías en Estados Unidos?

“Sí, nosotros vivíamos en Chicago, allá nacieron mis hijos, ellos son de allá, pero por problemas familiares tuvimos que regresar a México y tratamos de volver otra vez a Estados Unidos, pero acá la economía, la delincuencia, es difícil juntar el dinero y a nosotros nos tardó tres años para poder juntar el poco dinero y poder primero mandar a nuestros hijos y con el poco dinero que nos quedaba, nosotros poder sacar la visa, pero nos la negó el Gobierno y el poco dinero que nos queda es para pagarle a un coyote lo de la cruza”.

-¿Cuánto cobra el coyote por pasarte al otro lado?

“Nos cobró 3 mil 500 dólares por persona, porque somos mi esposo y yo los que no tenemos papeles y fue largo, fue por el cerro y parte del desierto, fueron tres días caminando en la mañana y en la noche nos quedábamos en la intemperie, el frío era insoportable, los animales, y ya después en la mañana otra vez a caminar, volvíamos a la frontera y ya nos faltaba poquito para que nos dieran el ‘levantón’, para que nos recogiera la persona que nos iba a llevar a nuestro destino y ahí fue cuando ‘la migra’ se apareció y todos corrimos y mi esposo y yo y otro muchacho, pues no supimos de dónde nos salieron ganas porque estábamos cansados, yo ampollada de mis pies, con mis rodillas lastimadas y logramos cruzar al lado mexicano, gracias a Dios que no nos pudo agarrar la migra y ya estamos aquí porque todos se perdieron, no supimos nada de los demás, ni del guía y estuvimos perdidos en el desierto tres días –llanto– hasta que apareció uno que se les conoce como ‘los vaqueros’ y nos dijo que qué estábamos haciendo por ahí, porque en esa zona se da mucho que de la mafia y eso de los sicarios, le contamos lo que nos había pasado y nos dijo que estábamos mal, que estábamos caminando en círculo, nos llevó a su casa en un caballo, nos dio comida porque llevábamos tres días sin comer, sólo con galletas y una botella de agua de medio litro a la mitad y gracias a él es que estamos aquí, si no, quién sabe qué nos habría pasado”.

-¿Lo piensan volver a intentar?

Llora, baja la mirada y dice, “sí…”.

-¿Pese a los riesgos?

“Sí, porque mis hijos ya están en Estados Unidos, tienen un mes y 15 días y yo sé que están con familia de nosotros y todo, pero es difícil para una madre separarse de sus hijos y sí, pese a todos los riesgos lo volvería a intentar, la esperanza es lo último que se pierde”.

-¿Qué mensaje le envías a tus hijos? Llora desconsolada por cinco segundos.

“Pues… ese es otro problema. Mi hijo tiene 11 años, se llama Félix y él es una persona que se preocupa mucho por nosotros y él en el momento en el que le dijimos que no nos habían dado la visa, él ya veía reportajes de cómo morían los indocumentados en el desierto, en el río, y el día que le dijimos que no nos habían dado la visa, entonces nos dijo ‘mamá, ¿entonces cómo le van hacer?, ¿van a cruzar la frontera así?’, yo le dije, ‘ay hijo no te preocupes todo va estar bien’ y él me dijo ‘mamá es que si la cruzan así, los van a matar, no los voy a volver a ver…’”.

Félix continúa esperando a sus padres en Chicago. Su familia le hizo creer que mamá y papá había ido por segunda vez a la embajada de Estados Unidos logrando conseguir la visa. Al término de la entrevista, Victoria y Ricardo confesaron que al día siguiente cruzarían de nuevo por el desierto de Arizona.

Días después, la prensa local de Nogales reportó el hallazgo de un grupo de indocumentados muertos, entre ellos dos mujeres y siete hombres.

México es de terror para cualquier migrante

Es delgado, alto. Tiene la piel amarillenta y cabellos alborotados en la barbilla. Se hace llamar Alberto y llegó al Albergue Juan Bosco de Nogales sorteando delincuentes y pandilleros. Los “Maras Salvatrucha” fueron su primer enemigo a vencer. En México fueron grupos delincuenciales, y en Estados Unidos “la migra”, quienes terminaron con su sueño americano. “Yo vengo de muy lejos, vengo de Centroamérica, para nosotros está bien crítico porque hay algo que está pasando en el sur de México del lado de Tabasco y del lado de Chiapas y más en Veracruz, donde están llegando las pandillas que están poniendo en peligro la vida de todas las personas, todo aquel que vaya sin guía lo bajan a tubazos del tren así en marcha”, cuenta el migrante.

Según cifras oficiales de Honduras, alrededor de 700 migrantes intentan cada día cruzar a Estados Unidos de América. El 90% lo hace como Alberto, pasando por el sur de México donde los verdugos hacen de su travesía un verdadero viacrucis que comienzan con el tren carguero mejor conocido como “La Bestia”.

Es la tercera vez que Alberto intenta cruzar la frontera mexicana. Esta vez lo hizo por Sonora, después de darse cuenta que por Tamaulipas era el camino seguro hacia la muerte . “Por allá es más complicado y el blanco número uno es el centroamericano”, advierte el señor de 43 años.

Según cifras de la Organización Internacional para las Migraciones, cada año pasan alrededor de 400 mil indocumentados centroamericanos por territorio mexicano para llegar a Estados Unidos. En el trayecto sufren con frecuencia “vejaciones, maltratos, discriminación y abusos”, señala el informe del año pasado.

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