Elena Méndez/Riodoce
Javier Valdez
Cárdenas (Culiacán, 1967) se ha caracterizado por humanizar a las víctimas del
narcotráfico. Esas que de manera tan insensible llamó el mandatario mexicano
“daños colaterales”, de la absurda guerra que emprendió para legitimarse a los
ojos del pueblo.
El periodista
sinaloense, corresponsal del diario La Jornada y reportero fundador del
semanario Ríodoce, fue reconocido en 2011 con el Premio a la Libertad de Prensa
que otorga el Comité para la Protección de Periodistas con sede en Nueva York.
En Levantones.
Historias reales de desaparecidos y víctimas del narco (Aguilar, 2012), el
autor compila 33 crónicas estremecedoras donde se registra la desventura de
dichos personajes: el que siembra la mota, el que la vende, el que la consume.
El de la madre buscando al hijo del que ya nada sabe. El de la buchona que ha
conocido el vértigo junto a su amante sicario. El del muchachito confundido con
el maleante que debe morir.
Como se explica en
el prólogo: “El narco arrasa con todo. Con la siembra de la droga también
siembra la violencia, las ejecuciones de inocentes, las venganzas más atroces,
el dolor más cabrón que el ser humano puede soportar: si el hecho de tener un
ser querido asesinado es una astilla feroz en el alma, no saber si está vivo es
una pesadilla con ojos abiertos, una amargura cotidiana que atenaza”.
En la capital
sinaloense, considerada la cuna del narcotráfico por antonomasia, ocurren gran
parte de los casos que el autor registra. La violencia no discrimina; ya
resulta ingenuo asegurar aquello de “el que nada debe, nada teme”, porque ya
miles la han pagado, debiéndola o sin deberla. Y sus restos no hallan la paz ni
un refugio decoroso porque aparecen vueltos cachitos, tirados en lotes baldíos,
o son confiscados de la morgue.
“En Culiacán y en
otras ciudades manchadas por la violencia generada del narcotráfico,
desaparecer es no existir: morir es una delicia frente a esta cada vez más
generalizada práctica, igualmente macabra y criminal, de privar de la libertad
a una persona, de desaparecerla”, refiere el periodista en su texto Se vende
cadáver, donde se relata el caso de Eloísa Pérez Cibrián, quien tiene dos años
buscando a su joven hijo albañil, que nunca anduvo “chueco”, que quería ser
abogado y lloró cuando le anunciaron, al terminar la secundaria, que ya no
había para pagarle los estudios.
El título alude a
que “personal del Servicio Médico Forense recibe hasta dieciséis mil pesos
mensuales a cambio de favores a las empresas funerarias de Culiacán y diez mil
pesos por entrega rápida de cadáveres, de acuerdo con investigaciones que al
interior ha realizado personal adscrito al despacho del procurador general de
Justicia del Estado”.
Numerosos jóvenes
acuden a esta industria ilegal por hambre, por ambición, o por querer sentir el
vértigo de empuñar una pistola, de tener una existencia alucinante, sin
importar el abrupto final. Como el G, quien declaró antes de morir que era
“insoportable” llevar dos semanas sin cometer asesinatos.
Los matones, al
verse inactivos, roban, asaltan, secuestran, envalentonados por la adrenalina y
los enervantes. Como declara un menor que quiere dejar el negocio: “(…) a los
plebes les basta con que les den carro y charola, o sea, una clave para salir
de broncas, y con eso son felices… El dinero ahí se la averiguan cómo le hacen
para obtenerlo”. Otro chico declara que “los sicarios aceptan pagos de
quinientos pesos y un poco de mariguana por matar a alguien”.
Con este nuevo
libro, Valdez Cárdenas sigue oponiéndose al “ejecutómetro”, que “ha contribuido
a insensibilizar, porque es un tratamiento frívolo, irresponsable e
irrespetuoso, sobre todo respecto a las víctimas”, como él mismo declarara en
entrevista conmigo acerca de su obra anterior, Los morros del narco.
(RIODOCE.COM.MX/ Elena Méndez/ noviembre 4, 2012)
No hay comentarios:
Publicar un comentario