lunes, 4 de julio de 2016

INFARTO


Paro cardiaco, decía el acta de defunción. El médico forense firmó el documento y le dijo a su auxiliar que le pusiera el sello. El cadáver tenía todavía esa frescura de cadáver recién logrado, esa tibieza de la vida en retirada, y ya había dejado en el aire el último resuello y sus latidos eran eso: un eco, un aletear, un acto inútil de resistencia, un mañana que no vendrá.

Habían estado en una escena de crimen. Ella juntaba los casquillos y él revisaba las heridas. Ahí, en el campo de batalla, sobraban balas y pólvora, y parecía haber carestía de piedras y tierra sobre ese asfalto de intento de ciudad. Los muertos estaban por todos lados. Tiros de gracia, torturados, atados de pies y manos, decapitados, con brazos cercenados, sierras eléctricas para cortar los dedos, quemaduras de cigarros perfectamente redondas, latigazos en la espalda, cortes en el abdomen, laceraciones por toques eléctricos en los genitales.

Ella miraba la sangre como quien ve los árboles y el cielo o la lluvia o la gente en la calle, caminando. Nueve milímetros, doctor. Son dos de nueve milímetros. El resto, las otras ocho, son de cuerno de chivo, calibre siete punto sesenta y dos, y de erre, calibre punto dos veintitrés. Están distribuidos en un perímetro de cerca de tres metros, delimitado por la cinta amarilla que en inglés y con letras negras dice Policía, no cruzar.

Una mujer y tres hombres de voz lodosa llegaron al consultorio. Al fondo una mesa para tender los cadáveres y realizar las periciales. El médico y su ayudante eran los únicos signos de autoridad en esa pequeña región, alejada de los semáforos y el ruido. Los hombres supieron de inmediato con quién entenderse. Le pidió a su auxiliar que se retirara para hablar a solas con los desconocidos. Hablaron, fue rápido. La mujer sacó de su bolso de piel tres fajos de billetes. Son trescientos. Ni las manos se dieron. No me quede mal, doctor. Le dijo uno de ellos, levantándole el índice flamígero.

Salieron y la joven ayudante fingió revisar unos papeles. Sabía de qué se trataba, pero no dijo nada. Volvieron a la revisión de cadáveres, las pinzas, el bisturí, las gasas, cósele aquí y haz el papeleo. Ella volvió a revisar todo: en las especificaciones decía que tenía lesiones de bala en la región parietal, tórax y cuello. Siete balazos en regiones vitales. Heridas de muerte instantánea. La sangre le había salido a chorros y ni cuenta se había dado: antes de caer al suelo, en esa escena del crimen en la que él había sido el blanco, ya había dejado de latir.

El médico agarró el documento y lo hizo trizas. Le dio a su auxiliar uno nuevo y le preguntó si podía sellarlo. Lo hizo. Causa de muerte: infarto al miocardio. Riego sanguíneo deficiente y daño tisular.


(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 3 JULIO, 2016)

No hay comentarios:

Publicar un comentario