lunes, 28 de enero de 2013

¿CASTIGO O LEGALIDAD?



Óscar Fidel González Mendívil  
Durante el siglo XIX, después de haber sufrido las guerras intestinas y de intervención extranjera, uno de los principales problemas que seguían aquejando al país era el de la delincuencia, en particular los asaltantes. Debido a ello el presidente Benito Juárez emitió un decreto mediante el cual autorizaba a los vecinos de un poblado que hubiere sufrido un agravio, a formar un piquete para perseguir y ahorcar a los asaltantes. Cuando Sebastián Lerdo de Tejada toma el cargo de presidente, modifica el decreto y agrega que antes de ahorcar al asaltante, de entre el grupo de perseguidores debe designarse a uno que fungirá como su defensor.

Difícil pensar que esta previsión garantizaría el derecho a una defensa adecuada, solo imagine usted que una persona que persigue a otra porque la considera culpable de un ilícito, esté dispuesta a defender su presunta inocencia. No obstante, la medida refleja también una preocupación por establecer alguna medida para limitar los excesos del ansia vindicativa.

Tal vez sea la influencia religiosa la que ha incorporado en nuestra conciencia colectiva la idea de encontrar al pecador y sancionar el pecado, que en extenso se traduce en ubicar al culpable y castigarlo. Tal vez sea el desarrollo de formas de gobierno tiránicas durante la Colonia y de las instituciones importadas para perpetuar dicho gobierno, especialistas en hallar culpables, como la Inquisición. El caso es que en nuestro país la cultura de la culpabilidad se encuentra sumamente extendida.

Con no poca frecuencia, la pregunta que muchas madres hacen al encontrar cualquier cosa que no es de su agrado es ¿quién fue? No se cuestionan qué pasó o cómo pudo pasar, quieren saber quién es el culpable del desastre en turno. Yo no sé ustedes, pero aunque no haya participado, no dejo de sentirme algo culpable, así sea porque me asusta el tono de voz del reclamo, o bien para llenar alguna expectativa de mi interrogador.

Esta forma de pensar permea y siempre ha permeado nuestras instituciones de justicia. Quien ha sido interrogado por algún policía, incluidos los de Tránsito, sabe que de forma automática, el rol que le ha sido asignado a uno es el de culpable. Lo mismo ante el Ministerio Público y durante los juicios.

La autoridad de procuración de justicia debe pues, procurar culpables y cuando los encuentra, el paso natural para demostrar que es eficiente, es darlos a conocer a la opinión pública. No importa que legalmente no haya iniciado siquiera el proceso penal. La autoridad lo presume responsable y lo presenta así a los medios de comunicación, que hacen otro tanto para difundir la probable culpabilidad. Por otro lado, el público consume este tipo de noticias, que algunos esperan y alientan, ya que así se ha acostumbrado desde hace muchos años. Parece un ritual simbólico, recuperar la seguridad que el crimen desestabilizó, a través de saber capturado al culpable.

Así se forma la opinión de que acusar es suficiente para dar por hecho que el acusado es el responsable. El problema es que acusar nunca es suficiente, además hay que probarlo y hacerlo por los medios legales respetando las reglas del debido proceso judicial. En caso contrario, se pervierte el sistema de justicia y se le reduce a mero trámite para que el acusado demuestre ante el juez que no es culpable, cuando se supone que el principio de presunción de inocencia debía de operar a su favor.

En los procedimientos penales “brincarse las trancas” siempre da malos resultados. Forzar una confesión, inducir un testimonio o influir un peritaje por parte del Ministerio Público, da al traste con el trabajo del fiscal. Por eso, la legalidad de todos los actos de la parte acusadora es tanto o más importante que la presentación, sea como sea, de un probable responsable, incluso si es el verdadero culpable.

Este es el problema que han puesto en evidencia los casos del general Tomás Ángeles Dauahare y de Florence Cassez. En el primero, la PGR construyó su acusación sobre la base de las declaraciones rendidas por dos testigos protegidos identificados con los nombre clave de Jennifer y Mateo. Posteriormente la PGR reconoce por escrito ante el juez, que no corroboró los testimonios que involucraban al general con el cártel Beltrán Leyva y lo acusaban de recibir dinero a cambio de proteger los transportes de droga de esa organización.

En el segundo de los casos, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, tras haber rechazado un primer proyecto en marzo de 2012, resolvió sobre el amparo interpuesto por Florence Marie Louise Cassez Crepin, sentenciada como responsable del delito de secuestro, en hechos que han sido motivo de amplio seguimiento mediático desde su detención y presentación en tiempo estelar en el noticiero Primero Noticias conducido por Carlos Loret de Mola, en lo que ahora se conoce como “el montaje televisivo”. Tras una deliberación que parecía se inclinaba por rechazar el nuevo proyecto presentado por la Ministra Olga Sánchez Cordero, ella misma reconsideró su postura y propuso conceder el amparo liso y llano. La nueva propuesta fue aprobada por tres votos a favor y dos en contra, con lo cual la ciudadana francesa quedó en libertad.

La decisión considera que el montaje preparado por la entonces Agencia Federal de Investigación tuvo un “efecto corruptor” que generó la destrucción de los principios de presunción de inocencia y defensa adecuada. Las opiniones no se hicieron esperar y se mostraron divididas en cuanto a la valoración del juicio emitido por los Ministros de la Primera Sala. Las voces que critican a la Suprema Corte de Justicia hacen énfasis en la indefensión de las víctimas de la banda de secuestradores a la cual se alegó pertenecía Florence Cassez.

Es importante recordar que la Corte no juzgó sobre la inocencia o culpabilidad de Cassez porque ese no era el alegato jurídico que se llevó al máximo tribunal. Los Ministros decidieron que la falta de respeto por parte de las autoridades a los derechos de la persona detenida, es suficiente para contaminar el proceso penal de tal manera que el juicio no siguió los principios legales que garantizan el debido proceso. En consecuencia, el juicio no fue justo y, culpable o no, la acusada debía ser puesta en libertad.

Recuerda usted el adagio que reza “es mejor liberar a un culpable que encarcelar un inocente”, pues bien, a esto es a lo que se refiere. Cuando no son más que expresiones conceptuales se escuchan como perlas de sabiduría, por el contrario, cuando las relacionamos con un caso concreto, nuestra opinión puede verse afectada por los embates de la duda. La Corte ya decidió, ¿y usted?


(RIODOCE.COM.MX/ Óscar Fidel González Mendívil   /Domingo 27 de enero de 2013)

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