Ven por mí.
Y rápido le quitaron el teléfono celular. Órale hijo de la chingada, ya lo escuchaste: te lo entrego si me das cuarenta mil dólares. Tienes una hora, de lo contrario tu amigo va a sufrir mucho porque lo voy a trozar y te voy entregar pedacitos. Está bien, respondió. Te voy a llevar la lana pero si me lo tocas, piérdete. Piérdete porque te mato.
Clic.
Cuarenta mil dólares. Cuarenta mil. Sabía dónde conseguirlos. Pensó
que nunca iba a tener que destapar ese clavo con el montoncito de
billetes verdes, que a lo mejor lo haría para darse alguno de sus
placeres, un viaje quizá, una fiesta, una inversión en algún negocio que
le permitiera retirarse para siempre de la clica y asirse al luminoso y
cierto porvenir.
Cuarenta mil es un chingo, pero también mi compa. Quiso saber quién
era ese que lo tenía maniatado. Esa voz. Pinche voz. Me suena conocida
pero no la ubico. Dónde, dónde he escuchado a este cabrón hijo de su
putísima madre. Me parece conocida pero no. Tenía una hora. Si el tiempo
existe no debe perderse.
Tomó un maletín negro, de cuero. Un neceser que colmó de agravios de a
mil, en paquetes atados con ligas: pesados, tenebrosos, olor ha
guardado y a vino viejo, delicia amarga, amargura de papel, valiosa y
ligera y al mismo tiempo pesada. Es mucho, le dijo un compinche. Es
mucho, pero mi amigo más. Tengo que ir por él.
Hizo cuatro llamadas. Muchas para conseguir a cinco matones. Le
dijeron que tenía que ir solo pero eso no se la cree ni el mismo cabrón
que se lo ordenó. Solo pura madre. Todos dijeron que sí y a los veinte
minutos los tenía malformados en la cochera de su casa. Se trata de
esto. Mostró los fajos y los cuernos y chanates. Revisaron cargadores y
se surtieron de cartuchos, pecheras y fornituras. Vamos.
Se fueron en la blindada. Un carro atrás, pegado y fiel, oliéndole el
mofle a la camioneta. El camino estaba libre. Libre para ellos. Las
calles se abrían, los otros carros no estorbaban. Cero operativos,
ningún retén. Fierro por la costera.
Llegaron. Quédense aquí. Estaban afuera, frente a un almacén viejo.
Escena de película gringa en los barrios bravos de niuyor. Entró él.
Acordaron tiempo y señas para que el resto ingresara. Si eso sucedía,
nada más sería igual: habría muertos. Pónganse truchas, plebes. Si pasa
algo, los vamos a trozar a chingar a su madre.
Cuando tuvo enfrente al captor supo que lo conocía: estaba
encapuchado. Tenía a su lado a su amigo. Aquí están. Entregó el dinero
sin separar su mano del costado derecho. Llévatelo. Lívido y marchito,
pero vivo. Vámonos. Se miraron con amenazas que no pronunciaron y se
fueron a festejar.
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