Emeequis
México.- La bestia extrajo de nuevo su cuota de sangre a los migrantes. A las tres de la mañana del domingo 25 de agosto, ese gusano de acero relinchó, se sacudió y salió de ruta, panza para arriba. Arrastró, como ocurre desde hace años, su dosis de muerte y se llevó a nueve centroamericanos que ya se hacían en la tierra de los dólares. Les cobró su osadía, su pobreza, su condición de parias del mundo. Ya lo ha hecho infinitas veces.
El autor de este texto, parte del libro “Los migrantes que no importan”, publicado por Sur+ ediciones y El Faro, ha montado en casi una decena de ocasiones a “La Bestia”, a esa máquina que sale de la frontera sur, se interna por los senderos de México y va regando a su paso casi puras penas y unas cuantas migajas de gloria. Esta crónica retrata las horas, las noches, la vida en el lomo del tren.
El potente pitido suena en la oscuridad. Profundo, prolongado. La bestia ha llegado. Un toque. Dos toques. La llamada imperativa del viaje. Los que están dispuestos tienen que seguirla ahora. Esta noche, unas 100 personas lo hacen. Se levantan de su sueño, se sacuden el cansancio acumulado en varios días, encajan en sus hombros las mochilas, cargan las botellas de agua y caminan otra vez hacia el inicio de un mortal recorrido.
Las siluetas del grupo de los fuertes se distinguen entre el montón de sombras que recorren las vías del tren. Son 30 contornos masculinos. Perfiles de guerreros. Desde sus manos, como extensiones del cuerpo, se dibujan troncos y varas de hierro de hasta dos metros. No están dispuestos a ceder en caso de que asaltantes del camino hagan su abordaje. Saben que entre ellos mismos, migrantes centroamericanos, pueden ir ya esos piratas de las vías, listos para atacar en la oscuridad selvática del recorrido entre Ixtepec y Medias Aguas. Entre los estados de Oaxaca y Veracruz.
Parlamentan en las vías, mientras la locomotora ordena en un solo carril los 28 vagones que están a punto de salir. La consigna es unánime: “Si es necesario, pelearemos”. La mayoría de las cajas de acero están alineadas. Sin embargo, aún hay algunos vagones en otra de las líneas férreas. Es momento de incertidumbre. Las 100 sombras giran la cabeza de lado a lado, intentando leer los movimientos. Se apresuran a lo largo de la vía y luego vuelven. Es necesario tomar una decisión, antes de que las máquinas jalen la carga y los polizones que van hacia el norte tengan que abordarla en marcha.
En medio de las dos líneas de cajones, el grupo de 30 hombres elige su territorio. La línea de la izquierda. Uno a uno, suben por la escalerilla lateral y se posan en el techo del tren de mercancías. El vagón es suyo. Esos 20 metros serán su nido durante seis horas de viaje. De sus parrillas se aferrarán durante todo el recorrido, para no caer y ser tragados por las ruedas de acero de la bestia, como le llaman en estos caminos del indocumentado. Ese espacio es el que defenderán. Por eso, destierran a un joven moreno, salvadoreño, de unos 17 años. Durante algunas horas del día, en el albergue para migrantes, a la orilla de las vías, el muchacho habló con un pandillero deportado que volvía a Estados Unidos y que, aislado del resto, fumó marihuana gran parte de la tarde. Tienen desconfianza y prefieren no arriesgarse. “Vos no venís con nosotros”, le dice uno de ellos a manera de orden. El joven, ante la mirada de todo el grupo, decide seguir buscando su lugar.
En este vagón, con el grupo de salvadoreños, nicaragüenses, guatemaltecos y hondureños que se han juntado en el camino, nos acomodamos con Eduardo Soteras, fotógrafo.
Las pocas mujeres que abordan el sólido gusano se acomodan en los balcones que hay entre vagón y vagón. Algunos de ellos, los menos, tienen plataforma abajo. El resto, sólo unas vigas metálicas sobre las que los migrantes tendrán que hacer equilibrios. Pero viajando ahí se salvan de tener que esquivar los cables y ramas que se entrometen en el camino de los que van arriba. También evitan las corrientes de viento que harán tiritar a los muchos que se lanzan sin abrigo.
Arriba se acomodan los 30 albañiles, fontaneros, electricistas, agricultores, carpinteros y jardineros convertidos en guerreros por un viaje que se ha cobrado un número no registrado de vidas.
La locomotora echa a andar. Jala los 28 vagones. El golpe seco empieza desde la cabeza y resuena hasta la cola. Un efecto dominó. Tac, tac, tac. Vagón por vagón es tirado por la potente máquina, mientras todos los migrantes se aferran a las parrillas metálicas de unos techos que no ofrecen otra opción para asirse.
Muchos han sido mutilados en este primer movimiento, cuando ignorantes de las reglas de la bestia han apoyado su pie entre la juntura de los vagones: dos barras ensambladas una dentro de otra, con amortiguación para cuando el tren frena o jala. Las muelas les llaman. Ahí, entre el traqueteo del efecto dominó, el tren les ha triturado la extremidad como martillo a una nuez.
A pesar de ello, este tramo ofrece una ventaja invaluable: la bestia se monta mientras está detenida. En otros puntos como Lechería, Tenosique, Orizaba o San Luis Potosí, el tren hay que agarrarlo en marcha porque los famosos garroteros –guardias privados de las compañías ferroviarias– impiden el paso a las estaciones, y los migrantes tienen que acechar su transporte más adelante.
En un viaje, Wilber, un veinteañero hondureño que guiaba a indocumentados por México, me dio un curso básico de cómo treparse al tren cuando ya está en marcha:
–Primero lo medís. Dejás que las manijas de los vagones te golpeen la mano, para ver qué tan rápido va, porque esto hay que sentirlo, no sólo verlo. Engaña. Si te creés capaz, corrés unos 20 metros para tomarle el ritmo, agarrado de una manija. Cuando ya le tengás el pulso, te dejás ir con los brazos. Te levantás con los puros brazos, para alejar las piernas de las ruedas, y apoyás en las gradas la pierna que tengás del lado del tren, para que tu cuerpo se vaya contra el vagón y no te desbarajuste.
Cuando lo intenté en aquella ocasión, cometí el error básico de los migrantes que han sido mutilados en este arranque: olvidé el detalle de la pierna, y metí a la escalera la contraria. El tren me arrastró varios metros, porque el cuerpo pierde su punto de equilibrio. Estás sostenido del agarradero con el brazo izquierdo y, más abajo, tu pie derecho se apoya en la grada, mientras el resto de tu cuerpo queda maniatado por ese nudo de extremidades. Por suerte, algunos se bajaron a desentramparme.
Sin embargo, para Wilber, esos viajeros que quedan mutilados tan pronto en el viaje “tienen suerte”, porque el tren va lento, y pueden tomar una decisión:
–Yo vi cómo a uno el tren le pasó encima de la pierna, porque no pudo agarrarlo cuando ya iba corriendo. Pero como no iba tan rápido, le dio tiempo de verse la pierna cortada y de meter la cabeza abajo de la siguiente rueda. Pues sí, si iba a buscar un trabajo allá arriba es porque no ganaba bien abajo, y ya sin una pierna, ¿qué iba a hacer?”.
¿Por qué no dejarlos subir mientras la locomotora no arranca? ¿Por qué, si se sabe que de todas formas subirán, obligarlos a abordar el gusano en movimiento? Es una pregunta que ninguno de los jefes de las siete empresas de ferrocarriles contestará. No dan entrevistas, y si se logra hablar con ellos por teléfono, cuelgan cuando se enteran de que se pretende conversar sobre migrantes.
El viaje inicia. La poca luz de los dos reflectores de las vías de ciudad Ixtepec, en el sur de este país, desaparece mientras nos internamos en un paraje de llanos iluminados sólo por el resplandor amarillento y suave de una luna llena y gorda.
Este es el transporte de los migrantes de tercera, los que viajan sin coyote y sin dinero para autobuses. Ellos repetirán al menos ocho veces esta dinámica de abordaje. Dormirán en las vías en varios puntos, esperando que aquel pitido no se les escape y les haga pasar una noche, dos o tres a la espera del siguiente. Recorrerán más de 5 mil kilómetros bajo estas condiciones. Esta es la bestia, la serpiente, la máquina, el monstruo. El tren. Rodeado de leyendas y de historias de sangre. Algunos, supersticiosos, cuentan que es un invento del diablo. Otros dicen que los chirridos que desparrama al avanzar son voces de niños, mujeres y hombres que perdieron la vida bajo sus ruedas. Acero contra acero. Una vez escuché una frase en uno de estos viajes nocturnos: “Este es primo hermano del río Bravo, porque la misma sangre tienen, sangre centroamericana”.
El tren es todo un código que descifrar. ¿Qué vagones van a salir? ¿Cuál es la máquina que va para Medias Aguas y cuál la que regresa a Arriaga? ¿En cuánto tiempo sale? ¿Cómo evitar a los maquinistas? Ante un asalto, ¿es mejor ir en los vagones de en medio o en los de atrás? ¿Qué sonido indica: ¡agárrate!? ¿Cuándo bajar? ¿Qué hacer si el sueño te vence y necesitas dormir? ¿De dónde te tienes que amarrar? ¿Qué indica que un asalto ha empezado?
LA MORDIDA DE ‘LA BESTIA’
Jaime Arriaga espera hoy la llegada del tren. Es un hondureño humilde. Tiene 37 años y es el clásico campesino que se fue con un sueño muy diferente al del joven migrante que busca un carro, ropa diferente, una vida diferente, donde pueda darse algún lujo, y parecerse a su primo que regresó vestido con una camiseta de Los Angeles Lakers. Jaime salió en enero de este año de su humilde aldea en la costa norte hondureña y en su mente sólo traía una imagen: su humilde casa, en su humilde aldea, rodeada de dos manzanas de sembradío de maíz, arroz y frijol.
Va por el segundo intento. La primera vez pasó dos años en Estados Unidos. Ahorró. Logró construir su casa de cemento y teja que le costó $17 mil dólares. Regresó para quedarse. Ya tenía lo que quería: su casa en su aldea y sus cultivos. Pero seis meses le duró la inversión de dos años: “Un huracán, una tormenta de esas que siempre caen en esa parte de Honduras me destruyó todo”. Todo: la casa y la milpa.
Y entonces, como la primera vez, Jaime volvió a empacar un poco de ropa y algunos dólares, y se despidió de su mujer para volver a abordar La Bestía esperando que la suerte le favorezca.
(ZOCALO/ Revista Visión Saltillo/ Redacción /23/09/2013 - 04:01 AM)
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