lunes, 24 de junio de 2013

DOS PISTOLAS

Una en la cintura, bien acomodada. Otra bajo la almohada, dentro de la casa de campaña. Ahí estaba instalado, junto a la cama de su joven esposa: una fuerte infección en la matriz, un parto que se complicó y la tenía postrada en los linderos de lo oscuro y mortal, una negligencia que podía costar una vida y luego dos o tres más.

El esposo con el rostro abotagado del llanto que lo anegaba por dentro. El médico que la había operado inicialmente hizo mal las cosas y eso desencadenó los problemas que ahora los tenían en el hospital. A ella en una grave crisis, y a él cuidándola y listo para ajustar cuentas si esa joven a la que amaba se le moría.

El de trabajo social le decía que se calmara, que todo se iba a resolver. De vez en cuando le cuidaba una de las Smith and Weston porque él tenía que salir, hacer sus rondas para distraerse y sumar rabia y frustración y desesperación a la rabia ya sumada y contenida, que lo tenía con el rostro hinchado y las extremidades temblorosas.

Cálmate, todo va a salir bien. Yo no te voy a dejar abajo, pero tienes que tranquilizarte. Le repetía el empleado, quien en esos días, por caprichos de los días lluviosos de un verano en el que el sol se colaba por todos lados, lo había conocido y ya era su amigo y cómplice y terapeuta y todo. 

De la otra pistola sabía una de las enfermeras: lo miraba ido y con un destello amargo de una lágrima que a veces descubría en esos ojos secos y venosos, rojos e irritados, como su existencia. Y le daba paz, de solo verla. Y él le agradecía los monólogos en los que ella solamente lo escuchaba, asentía con un ajá y meneaba la cabeza.

Le ponía la tibia mano blanca en su espalda, en el hombro. Le decía, Tienes que bajarle a la tensión. Bájale dos rayitas, aunque sea. Porque si no el enfermo vas a ser tú y no te quiero ver sedado, acostado en esa cama. Además, tienes que estar aquí para cuando ella se recupere. Y él se apaciguaba.

Una tarde que ella entró en coma y se le estaba yendo, se levantó como militar y tomó el arma que guardaba bajo la almohada. Ella lo vio y le avisó al de Trabajo Social. Saltó de su silla y lo alcanzó en los pasillos. No, amigo. No es por ahí. No lo mates.

Iba tras el médico que la estaba atendiendo. Como les había dicho: si se muere, los mato. Un familiar se unió al retén. Hay que esperar, todavía pueden salvarla. Apretó el arma sin subir el brazo. La guardó bajo su camisa y volvió al rincón junto a la cama.

Una semana después ella despertó. La revisaron dos médicos. Lo peor había pasado. Tres días después la dieron de alta. Él guardó las dos armas: besó en la mejilla a la enfermera y abrazó al de Trabajo Social. Salió empujando la silla de ruedas en que iba la joven. Y todos soltaron el aire. Él las lágrimas.

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