Pasó 8 años de su vida preso en Estados
Unidos por vender cocaína
Foto: Temática
“Yo trabajé para el cártel de Los Zetas como
distribuidor de cocaína en Estados Unidos. Por eso estuve preso ocho años en
una cárcel estadounidense. En ese tiempo estudié y me hice ingeniero
electrónico. Fui deportado a Guatemala. Ahora soy profesor de inglés y cómputo
de deportados guatemaltecos. Estoy tranquilo porque aunque sé que Los Zetas son
peligrosos, eso quedó atrás. No rompí con ellos. Ellos rompieron conmigo, pero
antes de hacerlo me cumplieron, porque ayudaron a mi familia”.
Así, directo, sin temores ni
rencores, sin sonrojarse pero seguro de que al purgar prisión pagó su deuda
social, el guatemalteco Óscar Eduardo López Escobar, de 46 años, repasa
momentos estelares de su vida. A los 12 fue dado en adopción por su madre
—Sandra Salvatierra Escobar, fallecida en 2004 en California— a una familia de
Puerto Rico con la que rompió a los 16.
Él es el maestro Óscar
A los 23 migró de San Juan,
capital puertorriqueña, a Boston, Massachusetts, donde laboró en hotelería y
gastronomía. En 1998, con 27 y siendo camionero, fue reclutado por Los Zetas en
el estado de Carolina del Norte.
“Transportaba cocaína de la
frontera de México y EU a varios estados y la distribuía. En 2002 fui detenido
en Carolina del Norte con 25 kilos de cocaína y condenado a 25 años de prisión.
Un año por kilo. Le cumplí a Los Zetas con mi silencio y nunca delaté a nadie.
El pacto es: ‘silencio o silenciamos a tu familia’. Los Zetas me cumplieron,
dieron 60 mil dólares a mi familia y me pagaron abogado y otros gastos. Les tengo
respeto”, narra.
López dialoga con EL
UNIVERSAL en un receso de su trabajo en Conexión Laboral, empresa no estatal de
Guatemala que ayuda a deportados a su reinserción social.
“Al caer preso, Los Zetas
mandaron dinero para pagar mi casa y para mis hijos —Brandon, de 22, Amy, de
19, y Óscar, de 18, y mi esposa, Melinda, de 40— y me pagaron abogado y gastos
en la cárcel. Ellos me cumplieron”, cuenta. El nexo con su familia de EU es
esporádico y por redes sociales en internet.
Estando encarcelado, y por buen
comportamiento, comenzó a estudiar en una universidad de Carolina de Norte y se
le autorizó salir de la prisión para ir a estudiar, con un grillete asido a su
cuerpo. En 2008 se graduó y recibió dos noticias, una buena y una mala.
La buena: empezó a trabajar
en la prisión con un salario de un dólar al día. La mala: las autoridades
migratorias de Estados Unidos le comunicaron que, por involucrarse en
narcotráfico, perdió el permiso de residencia permanente que obtuvo al ser
adoptado.
Óscar con sus alumnos
A inicios de 2010, con una
reducción de condena por su comportamiento, fue sometido al proceso de
deportación, que se concretó en octubre de 2010. Al arribar al aeropuerto
internacional La Aurora, de esta capital, “recordé mi niñez. De aquí me fui en
1981. Al llegar no conocía a nadie. Me encontré una Guatemala sucia, demacrada
y un ambiente triste, rudo, sin piedad”, describe.
López regresó con 70 dólares
en su bolsillo. “Me compré un teléfono celular. En un restaurante me compré un
pepián (guiso) de pollo. Sólo tenía un contacto de una familia y la llamé. Con
esa familia viví un tiempo y luego, por saber inglés, conseguí trabajo”,
cuenta.
Tampoco olvida que él es
producto de una violación a su madre por parte de un mexicano, oriundo de
Irapuato, llamado Javier. Ella falleció estando él en prisión. “Su familia no
me aceptó. Al verse en esa situación, mi mamá me dio en adopción. Nunca se me
olvida el día, 22 de junio de 1981, en que me entregaron en el aeropuerto. Como
niño estaba feliz por viajar, pero triste a la vez. Desde ese día nunca más
volví a ver a mi madrecita”, lamenta este hombre que lleva apellidos de sus
padres adoptivos.
Ya en Guatemala, y por redes
sociales, reencontró a hermanas por parte de madre y a otros parientes. Pero el
dolor por la muerte de su mamá todavía lo golpea.
“A mi madre nunca más la vi.
Sólo por un video en el que me pidió que la perdonara para irse tranquila de
este mundo y que nunca supo como criarme. Falleció de 65 años. De ella me
acuerdo de todo: de lo que le ponía al caldito de frijoles, de los regaños, de
la música, de mis tíos. Recuerdo fechas y direcciones”, relata.
Con información de El
Universal.
(EL DEBATE/REDACCION/ 13 DE AGOSTO 2017)
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