viernes, 10 de mayo de 2013

ENTIERRO SINGULAR

Saltillo, Coah.- Hace muchos años, una señora que se llamaba Lucy me platicó que cuando era niña, allá en el pueblo donde vivía sucedían cosas muy extrañas.

Comentaba que pertenecía a un grupo de familias que se habían acomodado entre las ruinas de lo que en tiempos de la Revolución fue una próspera hacienda.

Si una junta de paredes se mantenía en pie, pues ellos la apuntalaban y techaban con madera, troncos, hojas de palma o vara de sotol.

Pero había un cuarto de medianas proporciones donde se ubicó una pareja de señores ya grandes, don Tomás y doña Guadalupe.

Cierta vez que (Lucy) andaba jugueteando con los otros chamacos del lugar, salió doña Lupe y le pidió de favor llenara un jarro con agua de la noria.

Así lo hizo y cuando lo llevaba a su casita, no tuvo la precaución de tocar la puerta, así que la empujó y entró muy sonriente: ¡aquí está el agua señora!

Pero se llevó una sorpresa al ver que don Tomás estaba agachado en un rincón de la habitación y decía en voz baja: “No seas malo, sólo dame una para poder subsistir, no te cuesta nada, tienes muchas ahí…”. Y en eso la descubrieron, entonces la regañó doña Lupe: ¡hágase para allá, váyase a la puerta! ¿por qué no tocas, muchachita? –dijo mientras la empujaba a la salida.

Acto seguido, metió la mano a la bolsa de su mandil y como premio de consolación le ofreció un pedazo de piloncillo.

Pero Lucy se quedó con la curiosidad, porque hasta donde alcanzó a ver, era como un hueco en el piso de donde salía una luz de color amarilla.

Además, ¿a quién le hablaba don Tomás dentro de ese hoyo y con tanta ceremonia?

Así pasaron los años, hasta que una mañana, les informaron que desgraciadamente había muerto don Tomás. Su mujer cayó en una terrible depresión, pues no sabía cómo le iba a hacer para salir adelante sin su pareja. Sin embargo, los vecinos piadosos le brindaron su ayuda al verla en el desamparo.

Por encargo de su mamá, la “niña” Lucy acudía a casa de doña Guadalupe para ayudarle en los quehaceres y traerle mandados.

Así fue ganándose su confianza y una tarde que tomaban plácidamente una taza de café, a la luz de una mortecina vela, la viejecita le comentó secretamente.

¿Se acuerda cuando vio a Tomás hincado allá en la esquina? –ella asintió con la cabeza–, bueno, pues resulta que cada Viernes Santo, al quitar esa losa del piso, se podía ver un arroyito de agua cristalina que pasaba por ahí.

Debajo del agua estaba una anforita que rebosaba de monedas de oro, muy bonitas se veían, pero cuando intentaban meter la mano para tomar una, ¡salía un duende horrible y los asustaba!

Lucy sonrió pensando que la mujer estaba jugándole una broma, pero enseguida la tomó de la mano y llevándola al sitio le mostró la mentada losa.

Si yo me muero, venga aquí y trate de sacar unas monedas, a ver si la deja el duende y ya con eso pagan mi entierro, y hasta les sobra para ustedes.

Desgraciadamente un heredero llegó a la comunidad y reclamó sus tierras y a todos los colonos no les quedó más remedio que obedecer.

A Lucy se la trajeron a Monterrey a casa de una tía y muchos años después, ya siendo adulta, regresó a aquellas tierras.

Cuando fue a la hacienda la encontró muy cambiada, ahora era un destino turístico y el sitio donde estaba el mentado jarrito, lo convirtieron en una enorme alberca.

Pues era obvio quién lo aprovechó; lo único que supo de doña Lupita, es que murió pobre en un asilo municipal.

(ZOCALO/  Relatos y Leyendas/ 10/05/2013 - 03:21 PM)

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