Bajo el pretexto del adiós a la carne por el muy cristiano asunto del
preludio cuaresmal, a partir del jueves dieciséis y hasta el martes día 21 (que
en este 2012 marca el límite con el “Miércoles de Ceniza”, el día de la
compungida y expiatoria tiznada) Mazatlán se mete por tradición, iniciativa y
riesgo propio en la vorágine de su carnaval. Se viste de fiesta, como dice el
inevitable lugar común.
El Paseo de Olas Altas, aristocrática, romántica y vetusta estampa de nuestro
puerto, la postal más preciada en todos los tiempos de nuestro puerto, abandona
su placidez habitual para convertirse en el ombligo de la pachanga y albergar
multitudes de olores, sensibilidades, sabores, intenciones, sonidos y colores.
Todo está ahí, hasta los cancerberos, que por una corta en la taquilla y una
manoseada oficial nos dan el acceso a ese mundo en el que el aburrimiento y la
inhibición están desterrados.
Por decir algo: el sábado el menú en Olas incluyó
la Quema del Malhumor, la presencia del Bombón Asesino, Ninel Conde, que volvió
a demostrar que nunca será un Premio Nobel y que nunca habrá quién se lo
reproche (a la Academia Sueca), y el espectacular Combate Naval.
Más
adelante, desde los territorios que preside la voluptuosa Mujer Mazatleca y
prácticamente hasta el final de los juguetones delfines que acompañan a la
pareja de bicholos que comprenden el Monumento a la Vida, se abren otros
escenarios plenos de emociones, que asumen de nueva cuenta su papel de leyenda.
Ahí, también, la tambora suena a rabiar, luchando por colocar sus decibeles por
encima de los discomóviles.
La Plazuela Machado hace lo propio,
regodeándose en la nostalgia de aquellos años en los que le caían aquellas
espléndidas nevadas multicolores de hasta treinta centímetros de confeti (según
interpretación libre de viejas crónicas), aunque en un plan tendiente a lo
familiar, más no por ello menos alegre.
Las calles principales y sobre
todo el paseo costero, se pueblan con monigotes al estilo y antojo de los
organizadores, este año unos inmensos guerreros, cual debe. Muchos comercios
visten sus escaparates con confeti y serpentina y alegorías de pierrots,
arlequines o colombinas, alguna mascarita, antifaces, un poco de lentejuela,
otro tanto de chaquira. Hasta la Zona Dorada busca sumarse al jolgorio que desde
hace más de un siglo se ha celebrado en los troníos del Viejo Mazatlán y le
hacen su luchita para ofrecer una alternativa diferente que, pese a varios
intentos, aún no alcanza a prender. De ellos es Semana Santa.
Todo
despistado por tanto ajuar extraño que le han colgado para darle “carácter”, el
estadio Teodoro Mariscal enciende sus candilejas, pero no para iluminar las
jugadas geniales, o los desastrosos errores de los peloteros profesionales, sino
para destacar a las integrantes de esa efímera monarquía de cartón piedra y
oropel, que llegan hasta lo más alto de las fastuosas y sofisticadas
escenografías para recibir en sus sienes unas coronas igualmente adornadas por
baratijas, que las proclaman como soberanas de un pueblo que nada a brazada
firme en un mar de desenfreno mientras ellas, días más tarde, encaramadas en
festejadas alegorías móviles que buscan el cielo en su recorrido por la Avenida
del Mar, de ida el domingo, de vuelta el martes, enfrentan con valentía el
riesgo de su reinado, el precio de representar al poder ante un pueblo que lo
detesta aunque sepa que ese es tan solo una farsa. Y tienen que sonreír y
saludar con un armonioso quiebre de muñeca que hace parecer sus manitas hermosas
como parabrisas en día de tormenta.
En carnaval los olores subrayan su
personalidad: el caprichoso viento febrerino nos trae aromas plenos de
adjetivos: el seductor de las fritangas, el ácido del orín, el picante del
alcohol, el dulzón de los perfumes, el voluptuoso del sudor, el repugnante de
las evacuaciones, el de alarma que trae la sangre. El sublime del
recuerdo.
Como bien dicen que en Mazatlán se ama en carnaval y se pare
nueve meses más tarde, los romances de todo tipo surgen al cobijo de su lúdico
manto. Hay sitios reservados para cada uno de ellos. Para recatados están las
sombras de los linderos, el anonimato del rinconcito, el motel cercano; para
audaces, cualquier sitio; para desinhibidos, los reflectores del escándalo, el
de pie siempre requiere valor; en tanto los ingenuos se van con sus trapos
llamativos (amplios escotes, estrechas minifaldas, zapatos de enorme plataforma,
ellas; camisas de seda, cinto piteado, pantalón de mezclilla, botas puntiagudas,
escapulario de Malverde, ellos) tras las bandas o los calamitosos discomóviles,
esa plaga de los tiempos actuales, y regresan a casa con las tentaciones en
grado de posibilidad. Aquí, señoras y señores, hay para todos y de todo. Venga,
disfrute, rompa el prejuicio, la inhibición. Acuérdese de lo que muchos dicen:
estar como Dios manda. Y Dios nos manda desnudos.
Te quiero conocer,
saber a dónde vas, alegre mascarita que me gritas al pasar: —Adiós, adiós,
adiós... —¿Quién sos, a dónde vas? —Yo soy la misteriosa mujercita de tu afán...
No finjas más la voz, abajo el antifaz, tus ojos por el corso van buscando mi
ansiedad... Descúbrete, por fin; tu risa me hace mal... ¡Detrás de tus desvíos
todo el año es carnaval!
Aunque la autoridad quiera imponer un velo, el
amar no se restringe a la convención hetero. Como dijera Basurto en su
“escandalosa” obra de los sesentas: cada quien su vida, o Luis Zapata, que en
los setentas removió conciencias con El Vampiro de la Colonia Roma. Y algunos
años antes lo dijera en Argentina Francisco García Jiménez, autor de la letra
del tango que pongo en cursivas.
En estos escenarios del libre albedrío,
los fantasmas chocarreros, hartos de las sombras y el anonimato, salen a las
calles al amparo de que en carnaval todo se vale. Meten mano por aquí, allá y
acullá provocando inquietudes, malestares, cachetadas, sino es que aterradores
pleitos o romances indescriptibles. Viven de vuelta la experiencia del adiós a
la carne y plenos de gozo por la nueva oportunidad concedida, levantan a su paso
las frías ventiscas que caracterizan a estos días consagrados al reventón y, en
un descuido, provocan algo memorable: desde una impertinente lluvia a destiempo,
como tantas veces lo han hecho, hasta algo peor. Incluso el ambiente tiene una
intensidad, un colorido y un aroma diferente.
En su eterna lucha por
pasar por civilizado, que data de los años del Dr. Martiniano Carvajal, el
carnaval se da su barnizada de cultura y entrega con pompa, boato y una dosis de
generosidad sus premios de pintura, poesía y literatura, como para “taparle el
ojo al macho” ante tanto reventón, pero de todos modos habrá quien piense que, a
pesar de esto, durante esos días “los demonios andan sueltos”, por ello, en este
fandango tampoco faltan las procesiones, cruz dorada, mitra, báculo y cruz
pectoral por delante, de desagravio por tanto desmán cometido bajo el pretexto
del adiós a la carne, del preludio de la cuaresma…
Y al despertar, el
incremento al precio del pescado estaba ahí. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario