Una mujer llevaba tanto tiempo en un
cautiverio sin calendario, televisión o periódicos, que no sabía que llevaba
unos cinco años secuestrada. Y después pasaría poco más de dos años más en las
redes más violentas de explotación sexual. Acumuló siete años y medio como una
esclava sometida, primero, por Los Zetas y luego por los rivales “de la última
letra”, el Cártel del Golfo. No es un mito. A las víctimas les colocan chips
para impedir que huyan; los narcos se deshacen de los cuerpos con “técnicas” de
horror, y hay clientes que pagan por torturar, y casi nadie se salva.
Oscar Balderas
Ciudad de México, 11 de
agosto (SinEmbargo/VICE).– Una mujer aterrada viaja en una camioneta que
recorre Tamaulipas, México. No sabe a dónde va y para qué. Sólo sabe que si se
quita la venda de los ojos, la ejecutarán. Que esos hombres armados que la custodian
son tan sádicos que parecieran paridos en el infierno. Y que ese podría ser su
último día con vida.
Esa mujer desciende con miedo
de la camioneta. Las piernas le tiritan mientras entra a una quinta grande,
polvosa, aislada bajo el calor desértico de la frontera entre México y Estados
Unidos. Le ordenan quitarse la venda y avanza detrás de los hombres armados.
Atraviesa una habitación, otra, un pasadizo, un túnel. La mansión se va
oscureciendo mientras desciende unas escaleras y sus ojos se fijan en una luz
tenue y roja que cubre todo lo que hay en un sótano casi sin muebles: cuerpos
desnudos y encadenados a las columnas que van de techo a piso.
Ahí hay jóvenes que agonizan.
Desvanecidas, sostenidas sólo por cadenas. Que balbucean a través de hilos densos
de saliva y sangre. Que parecen estar en sus últimas horas de vida. Y alrededor
de ellas merodean hombres que sonríen y las violan, ríen y las golpean, se
tocan los genitales y las hieren con cuchillos.
Esa mujer asustada cierra los
ojos. Cree que hay cuatro, cinco, seis mujeres. Sus custodios la obligan a
mirar y, para evitar llorar, pone la mente en blanco y enfoca un altar y unas
velas. La sangre que se esparce en el piso desprende un intenso olor a hierro,
como de ferretería vieja, como sabor a moneda bajo la lengua.
Se pregunta en silencio ¿de
dónde sacaron a esas mujeres?, ¿en dónde quedarán sus cuerpos? Y cuando
pregunta en voz alta por qué le hacen eso a las jóvenes, un hombre armado, con
gesto “aburrido” responde con naturalidad “porque esos clientes son buenos y
pagaron mucho dinero”.
Entonces esa mujer
aterrorizada cae en la cuenta: está ahí para saber que ese es el destino
“normal” para una esclava sexual que, como ella, está secuestrada por un
cártel. Así es la vida en cautiverio cuando el cerrojo lo tiene el Cártel del
Golfo.
Esa mujer lleva tanto tiempo
en un cautiverio sin calendario, televisión o periódicos, que no sabe que lleva
unos cinco años secuestrada. Y después de esa tarde, pasará poco más de dos
años más en las redes más violentas de explotación sexual. Acumulará siete años
y medio como una esclava sometida, primero, por Los Zetas y luego por los
rivales “de la última letra”.
Y cuando huya de ese
cautiverio, contará a las autoridades mexicanas de la Unidad Especializada en
Investigación de Tráfico de Menores, Personas y Órganos que son ciertos los
rumores sobre lo que pasa en Tamaulipas, un estado que se ha ganado el apodo de
“Mata-ulipas” porque 7 mil 200 de los suyos han sido asesinados en los últimos
cinco años, según datos oficiales.
Esa mujer narrará lo que
muchos aún creen que es un mito: que a las víctimas les colocan chips para
impedir que huyan, que los narcos se deshacen de los cuerpos con “técnicas” de
horror, y que hay clientes que pagan por torturar y casi nadie de las víctimas
se salva.
Casi nadie, excepto Daniela.
EL CASO IMPOSIBLE
Si existieran categorías, los
largos secuestros por esclavitud sexual en redes del crimen organizado podrían
dividirse en tres tipos: los típicos, de mujeres que un día son raptadas sin
petición de rescate y permanecen desaparecidas mientras el paso del tiempo
dificulta su regreso, como la mexicana Stephanie Sánchez, cuya última certeza
es que hace casi 12 años fue sustraída para convertirla en la “novia” de un
jefe del cártel de Los Zetas.
Un segundo tipo son los casos
que sólo se resuelven en ficción, como el del personaje de la telenovela
argentina Vidas Robadas, “Juliana Miguez”, quien después de pasar un año en una
red de trata de personas logra recobrar su libertad y encontrar el amor
verdadero, aunque la persona real en la que se basó su historia, la tucumana
Marita Verón, siga siendo buscada en fosas clandestinas de bandas de
explotación sexual por su madre, la activista Susana Trimarco.
Una tercera categoría sería
la de sobrevivientes — casos rarísimos — como la colombiana Marcela Loaiza,
quien después de 18 meses de rapto por la Yakuza japonesa pudo escapar y su
extraordinario testimonio la convirtió en una celebridad y escritora de libros
sobre su experiencia como víctima.
Pero el caso de Daniela no
cuadra aún en ninguna categoría. Habría que crear para ella un cuarto tipo, el
de los imposibles: volver de unos 90 meses secuestrada por dos cárteles en la
región más violenta de México. Su caso es histórico, más si se toma en cuenta
que el llamado “secuestro más largo de México”, por la asociación civil Alto al
Secuestro, fue el de Priscila Lorea, quien estuvo retenida por dos años, dos
meses y ocho días.
— Yo calculaba que tenía
varios años secuestrada, pensé en cuatro, cinco… —recuerda Daniela, sentada en
un restaurante al poniente de la Ciudad de México, en una entrevista exclusiva
con VICE News. — Cuando me rescataron y las autoridades me dijeron el tiempo,
sentí como si el mundo me cayera encima.
— ¿Por qué no tenías idea del
tiempo? —le pregunto, mientras da pequeños sorbos de agua frente a una pizza
que mira con inapetencia.
— Yo no estuve en una casa de
seguridad, como se guardan a los secuestrados. Cuando es trata de personas, es
diferente porque no hay rescate, ellos quieren que tu familia piense que estás
muerta para que no te busquen. No te guardan, te ponen a trabajar, te sacan a
la calle, a los bares, a los tabledance. Parece que eres una mujer libre, pero
no lo eres.
— ¿Podías saber, al menos, el
mes en el que vivías?
— No. A veces, cuando estaba
con un cliente, me enteraba del mes o del año porque salía en la conversación.
Pero si la gente que me tenía [secuestrada] me escuchaba preguntar algo así, me
golpeaba muy feo, así que no lo hacía. No podía escuchar radio, ni televisión,
ni leer periódicos, ni nada. Dormía en una casa de ellos, me llevaban con los
clientes, a hacer cosas muy feas, me quitaban el dinero y me regresaban a
dormir.
— Lo entregabas a los narcos
que te raptaron…
— Primero, a Los Zetas.
Luego, estuve con los del Golfo… y [luego] ya, me ayudaron a escapar…
— ¿Cuánta gente no tuvo tu
suerte, Daniela?
— Vi a mucha gente morir,
morir de formas espantosas. Nadie se imagina lo que tuve que ver. Quiero hablar
porque la gente tiene que saber lo que está pasando en la frontera con las
jovencitas desaparecidas y con muchas de las que están dando sexo servicio en
las zonas del narco…
“ESTÁS CON LOS ZETAS”
Luego de unos 7 años de cautiverio como
víctima de explotación sexual, Daniela habla sobre lo que pasa en la frontera
norte de México. Foto: Daniele Giacometti
A Daniela la engañaron los
narcos mexicanos, porque sabían su punto débil: la pobreza. Como costurera de
una maquila en Nicaragua, ganaba apenas lo mínimo para proveer a sus hijos y a
su madre. Las deudas la consumían y un préstamo era una oportunidad que no
podía rechazar, así que cuando le ofrecieron dinero, ella aceptó que una
desconocida la llevara a una supuesta reunión informativa en la frontera de su
país y Honduras, donde determinarían si era elegible para la ayuda financiera.
Era abril de 2008. Daniela
llegaba a los veintitantos años con una figura esbelta, pequeña y con una piel
morena tensa, incompatible con las arrugas. Sus rasgos angulosos y respingados
eran los de una típica joven centroamericana. Pero hoy, esa imagen resiente las
secuelas del secuestro: ha ganado peso, tiene cicatrices que le salpican la
cara, un ojo desviado y medio rostro paralizado por las golpizas que recibió y
que fueron paliadas por una cirugía plástica de seis horas. Lo que sigue como
siempre es su largo cabello negro.
A diferencia de Honduras y El
Salvador, Nicaragua era un país relativamente tranquilo. Acaso por la pobreza
extrema que se vive ahí, los cárteles y las pandillas tardaron en contemplar a
la patria del poeta Rubén Darío en sus planes de expansión. Por eso, Daniela no
sospechó cuando la camioneta que la llevaba a la reunión informativa, junto a
dos mujeres más, supuestamente se averió en un tramo desolado en la carretera.
De la maleza, salieron varios hombres armados que las obligaron a subir a otros
vehículos, mientras los organizadores del préstamo salían ilesos del asalto.
Daniela se sumó a un grupo de
15 mujeres que ya iban retenidas. A todas les quitaron sus identificaciones y
les exigieron las direcciones de los domicilios familiares; si mentían o si
trataban de huir, torturarían a sus hijos o padres hasta matarlos. Les dieron
jeans limpios, playeras tipo polo, gorras blancas, y la instrucción de decir,
en cada estación migratoria de Honduras, Guatemala, Belice y México, que
viajaban a Chiapas como parte de una excursión turística. El grupo llegó
legalmente y por tierra hasta Comitán, México, después de dos días de un viaje
silencioso y angustiante.
La primera parada fue el
tabledance El Babilonia, un local sucio, oscuro, maloliente principalmente para
migrantes que se inflaban la hombría con cerveza. Daniela tuvo ahí su primer
contacto con la prostitución forzada: durante 15 días, fue obligada a dar
servicios sexuales y, si el cliente se quejaba de su inexperiencia, era
golpeada.
— Nos hacían hacer cosas muy
humillantes. Una les decía ‘¿pero por qué quieres hacer eso?’ y decían que ya
habían pagado por nosotras, que teníamos que hacer lo que quisieran. Yo no
sabía hacer muchas cosas y, pues, me golpeaban para que aprendiera —cuenta
Daniela.
Esa fue sólo su iniciación. A
las dos semanas de pisar Chiapas, el grupo armado subió en una camioneta a
todas las mujeres y emprendió camino al norte del país. De vez en cuando, daban
a sus secuestradas a otros hombres en distintos pueblos. Las repartían como
paquetes. A una la entregaron en Chiapas, a otra en Tabasco, a algunas más en
Veracruz. Daniela fue la última en bajar de la camioneta y entonces supo la
“plaza” en la que debería trabajar: en un letrero leyó “Nuevo Laredo”,
Tamaulipas.
Alguien, envalentonado por el
arma que sostenía, le presumió el grupo que la tenía secuestrada: “¿ya te diste
cuenta? Estás con Los Zetas”.
A partir de entonces, el tiempo se
torció para Daniela.
DANIELA, TOÑITO Y LA VIDA EN CAUTIVERIO
Daniela se acuerda de Toñito
y le viene un llanto incontrolable. Pierde el habla, se le agita el pecho, se
jala los dedos. Compartiendo cautiverio, eran una especie de hermana mayor y
menor. El niño tenía 12 años cuando se conocieron, ella prefiere no precisar su
edad.
Al llegar a Nuevo Laredo,
ambos fueron obligados a trabajar en El Danash, un tabledance que controlaban
Los Zetas en la zona centro de la ciudad fronteriza. Ella era una bailarina y
edecán que debía sonreír siempre, coquetear y esconder la profunda tristeza que
sentía por su familia para poder llegar al “tabulador” de diez servicios
sexuales y evitar así una golpiza. Él era mozo, mensajero, halcón y DJ que
debía lucir siempre contento, dispuesto y vigoroso, incluso cuando era rentado
a hombres que viajaban desde Estados Unidos para tener sexo con niños.
Ambos vivieron lo mismo: los
hospedaban en casas de seguridad de donde sólo salían para ir al tabledance o a
casas u hoteles con los clientes. Los obligaban a emborracharse con los
comensales, a esnifar cocaína y a ofrecerse como pedazos de carne resistentes a
las peores humillaciones.
Los clientes regulares
pagaban por sexo con ellos en los privados del Danash, mientras que los
clientes VIP — casi siempre rubios, maduros, respetables hombres de familia en
Estados Unidos — compraban días de descontrol que incluían sexo violento y la
“diversión” de torturarlos. Hombres que se excitaban más con el sufrimiento
ajeno que con el acto sexual.
A Daniela la buscó su familia
en los primeros años de su desaparición. Pusieron una denuncia ante las
autoridades nicaragüenses, fueron a la televisión local, pagaron por afiches
con el rostro de la costurera, pero el tiempo y el dinero vencieron la
búsqueda. A los dos o tres años de esperar infructuosamente su regreso, la
dieron por fallecida y se resignaron a una vida sin ella. Lo mismo habría
pasado con los seres queridos de Toñito, piensa Daniela.
A ella le quemaban las
piernas con un fierro caliente por no saber descolgarse del tubo de la pista de
baile; a él, por llorar durante las violaciones que sufría, y le quitaban la
comida hasta que apenas podía ponerse en pie. A ella la azotaban cuando pedía
un día de descanso porque le ardían los genitales; a él le daban bofetadas en
la boca que le aflojaban los dientes, si se negaba a emborracharse con los
hombres y mujeres que le pedían hacer cosas indecibles.
Cuando sus captores no los
miraban, ellos rompían la regla de no hablarse dentro de la casa de seguridad y
fantaseaban sobre lo que harían en libertad. Así sobrevivieron por años,
imposibles de calcular.
— Pobrecito mi Toñito, tenía
12 añitos cuando nos conocimos y cada vez que lo pedían, lloraba. De tanto
hacer “eso”, creció enfermo hasta los 16, 17, creo. Tenía un problema en el
intestino y como ya no podía ‘desempeñarse’, lo llevaron a un monte conmigo…
El relato de Daniela es una
muestra de la crueldad con la que los cárteles mexicanos manejan el negocio del
sexo: en un monte despoblado, “hermana mayor” y “hermano menor” fueron
enfrentados. Los Zetas dieron a ella una pistola y le ordenaron matar al menor,
inservible por su frágil salud para seguir como sexoservidor. Ella se negó y
entonces la pistola pasó a manos de él, a quien le ordenaron disparar para
salvar su vida. Ninguno pudo balear al otro y los Zetas, furiosos, decidieron
actuar por ellos mismos.
— Él nunca pudo, ni yo
tampoco. Entonces, lo colgaron y empezaron a cortarlo. A hacerle heridas. Y me
decían ‘¿no te da pesar?, ¿por qué le hiciste eso, si dices que lo quieres?
Mira lo que nos obligas a hacerle’. Hasta el final, le dieron un balazo en su
cabecita. Caí en el suelo, comencé a llorar, gritar, me patearon, me subieron a
una camioneta y no supe más de él.
LOS ZETAS ROMPEN CON SUS JEFES
Daniela narra que después
sabría que se trataba de una prueba: si era capaz de matar a Toñito, serviría
como sicaria; si no, pasaría droga y seguiría como esclava sexual. Al no poder
matar a su “hermanito”, Los Zetas le asignaron traficar con cocaína hacia
Reynosa, Ciudad Victoria, San Luis Potosí y esa nueva posición en el grupo la
llevó a conocer a los jefes de la agrupación desde lejos: al ‘Z-40’, el ‘Metro
3’, ‘El Catracho’…
Se trataba de un movimiento
común en la trata de personas, cuando es manejada por los cárteles: las
secuestradas con más años de esclavitud tienen más dificultad de obtener
ingresos por servicios sexuales frente a las nuevas víctimas, así que se les
deriva a nuevos roles, especialmente aquellos donde es más probable que las
asesinen las fuerzas militares. Se convierten en seres desechables, sicarias,
pasadoras de droga, halcones, cobradoras de extorsión, emboscadoras de
vehículos oficiales.
Uno de los jefes del narco
que se quedó grabado en su mente fue Salvador Martínez Escobedo, ‘La Ardilla’,
el sádico mando de 31 años que se movía por el Danash como si fuera su casa. La
leyenda decía que mataba primero y averiguaba después, un rumor que Daniela
confirmó cuando vio personalmente cómo ordenaba la matanza de 72 migrantes
centroamericanos en San Fernando, Tamaulipas en 2010, por la cual hoy ‘La
Ardilla’ duerme en una zona de alta seguridad de un penal federal en el sureño
estado de Oaxaca. El motivo: Salvador creyó que los viajeros iban a reforzar la
tropa de sus enemigos y, ante la duda, prefirió ordenar su fusilamiento. Este
relato está en la denuncia interpuesta ante la Unidad Especializada en
Investigación de Tráfico de Menores, Personas y Órganos, a la que VICE News
tuvo acceso.
— ‘La Ardilla’ era un
desalmado. Yo vi lo de San Fernando, yo estaba… fue horrible —dice Daniela,
quien abre los ojos cuando le muestro en mi celular una fotografía del narco
riéndose en el hangar de la Policía Federal. — Ese, ese es. Ese señor… es el
más malo, el peor de todos…
Fue tanta la cercanía que
llegó a tener Daniela con los mandos del cártel, que fue testigo de un hecho
clave en la violencia en México: en algún momento del año de la matanza de San
Fernando, Los Zetas iniciaron su ruptura con El Cártel del Golfo como su
guardia armada. Envalentonados por el dominio que tenían en el estado, Los
Zetas se separaron de los jefes a los que protegían y se autoproclamaron un
cártel autónomo. Daniela quedó en medio de esa guerra separatista en la que
murieron decenas — ¿cientos? — de mujeres víctimas de trata que eran reclamadas
por un bando y el otro. Se salvó gracias a que uno de sus captores originales
decidió quedarse del lado de “los golfos” y uno de ellos exigió que fuera su amante.
— Cuando este hombre me dice
que voy a ser su amante, me llevan a un lugar, agarraron una navaja y me
abrieron en el pie, por el empeine. Me pusieron un chip para localizarme y, si
me escapaba, me iban a buscar, si iba con las autoridades.
Daniela creyó que ser amante
de ‘El Viejón’, el apodo de su amante convertido en jefe del Cártel del Golfo,
la libraría de los servicios sexuales forzados. Se equivocó: él la mandó de
regreso a los tabledance y ella pensó que, ahora sí, la suerte de seguir viva se
le terminaría.
Que su vida acabaría en alguna pista de
baile. O en un lugar peor.
LA VIDA CON EL CÁRTEL DEL GOLFO
Según Daniela, para controlar
y ubicar en todo momento a sus víctimas de prostitución forzada, el Cártel del
Golfo pone chips en sus pies. Foto: Daniele Giacometti/VICE News
En Tamaulipas pasan cosas
sorprendentes, violentamente distintas al crimen de cualquier otra ciudad del
mundo: el narco se pasea a plena luz del día en autos conocidos como
“monstruos”, vistosos tanques blindados en los que pistoleros matan policías;
los candidatos a puestos populares son asesinados en las elecciones y repuestos
con una pasmosa facilidad; y los cárteles colocan cámaras de video en los
postes de luz, mientras la autoridad duerme.
En junio de 2015, el Grupo de
Coordinación de Tamaulipas reportó que se habían desmantelado 180 lentes de
videovigilancia que los cárteles instalaron en la vía pública para monitorear a
los habitantes de ciudades como Reynosa, San Fernando, Río Bravo. El narco
tenía ojos y oídos en el estado.
Y en el negocio de la
explotación sexual no es diferente: bajo las nuevas órdenes del Cártel del
Golfo, Daniela sabía que los clientes eran grabados desde que entraban a los
tabledance. Que las habitaciones del antro y de los hoteles tenían cámaras y
micrófonos ocultos. Que las mujeres obligadas a prostituirse llevaban cámaras
escondidas hasta en los botones de las blusas. El narco ve desnudos a los
clientes y los espía para evitar que entablaran conversaciones personales con
las víctimas.
— Hubo varias que las mataron
por intentar escapar. Los narcos tomaban video de cómo las maltrataban y nos
obligaban a verlos para que no nos atreviéramos a huir.
— ¿Qué hacían con los
cuerpos, Daniela?
— Las más adictas, ya no
servían y las desaparecían. Ellos mismos decían ‘póngase vivas, porque van a
terminar como La Fulana en el barril’. Tenían jaulas, había un león ahí en
Reynosa, en una casa. Ahí echaban también los cuerpos.
— ¿Al león? — le pregunto
casi sin querer creerle, aunque esto lo haya denunciado en una averiguación
previa ante la Procuraduría General de la República.
— Sí, sí, supe que las
echaron, porque nos enseñaron el video. El animal se comía parte de los cuerpos
y con una manguera quitaban la sangre que se iba por la tubería.
— ¿Así desaparecían los
cuerpos?
— Sí, los que ellos mismos
mataban o los que los clientes mataban.
— ¿Viste menores de edad?
— Supe que había, pero a
ellas no las llevaban al table. Las guardaban para los mejores clientes y se
las llevaban a su domicilio o a casas que tenía el grupo para los gringos que
venían a México a eso.
Con el Cártel del Golfo,
Daniela conoció la quinta grande, polvosa, aislada bajo el calor desértico de
la frontera con Estados Unidos, donde los clientes más adinerados torturaban y
mataban a mujeres por placer. El lugar con olor a hierro, como de ferretería
vieja, como sabor a moneda bajo la lengua. Y supo de los calabozos y las casas
de seguridad, donde guardaban a los secuestrados. En uno de ellos, la obligaron
a cuidar a una pareja que esperaba el pago de su rescate y Daniela, segura de
que tanto tiempo secuestrada sólo vaticinaba que pronto sería asesinada, los
liberó.
— Cuando yo los miré tan
tristes, y era la primera vez que me dejaban cuidar a alguien, pensé ‘de todos
modos estoy condenada, me van a matar de todos modos’. Yo los dejé ir, que
corrieran y se escondieran.
Cuando ‘El Viejón’ volvió y
no vio a sus secuestrados, Daniela pagó el agravio: la golpearon hasta casi
matarla y desvanecida la llevaron a un campo, la acostaron y su amante subió a
un tractor y amenazó con pasarle encima para que los fierros del vehículo
deshicieran su cuerpo. Algo sucedió — tal vez un retorcido concepto del amor —
que su pena de muerte se conmutó por horas de humillaciones en el campo, de
rodillas, frente a los miembros del cártel.
— Luego ese señor me encerró
en un camión. Yo no comía, ni bebía nada. Yo me estaba muriendo, porque no
comía nada. Y cuando miró que me iba a morir, me mandó de nuevo a otro table. Y
empezó de nuevo: cada día era igual. Un tipo se encargaba de que cumpliéramos
con los 10 servicios sexuales, cada uno en 500 pesos. Era un lugar muy remoto,
era muy difícil entrar. Por un servicio que no hiciera, me golpeaban. No tenía
ropa, así que no había forma de huir. Además, nos vigilaban en la caseta de
Reynosa. Ahí la gente de las casetas están pagados por los señores y les avisan
quién entra y quién sale —dice Daniela.
El último Diagnóstico
Nacional sobre la Situación de Trata de Personas en México, publicado en 2014,
se refiere a esa complicidad entre autoridades y criminales. El estudio
establece tres niveles de actuación de los tratantes: en el primer nivel los
victimarios son familiares de las víctimas; en el segundo nivel son grupos
delictivos locales; y en el tercer nivel están los cárteles, que integran a
miembros de grupos delictivos y a funcionarios de instituciones estatales y
federales.
En México, hay 47 grupos
criminales dedicados a la trata de personas y el foco rojo está en la frontera
norte y sus bares y discotecas: “en Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, Tijuana,
Reynosa y Matamoros se ejerce el derecho de piso y donde los empresarios de
este sector son coaccionados para que en sus establecimientos vendan drogas y
se ejerza el trabajo sexual”, relata el informe que dibuja el modus operandi
del rapto de Daniela. “Estos grupos tienen líderes de México, Centroamérica y
los Estados Unidos de América”.
— ¿Qué hubiera pensado un
cliente, si te viera en esos bares? ¿Sospecharía que estabas secuestrada?
— Jamás. Se cuidaban mucho de
no golpearme la cara, sólo el cuerpo, y en la oscuridad del hotel se disimulaba
un poco. Había quienes veían mis golpes y sólo volteaban para otro lado y
seguían.
— ¿Nunca les dijiste que
estabas secuestrada?
— No, porque si me escuchaban
decir eso, me podían matar. Yo creo que lo decía con los ojos…
Daniela hace una pausa en su
relato. En el segundo día de entrevista, ha contado todo, pero prefiere
reservarse un capítulo para sí misma: su escape y la extracción del chip. No
hay detalles, sólo un rápido recuento: alguien en Tamaulipas supo de su secuestro,
se jugó la vida y la ayudó a escapar en la cajuela de su auto. Esa persona aún
vive en las zonas que controla el Cártel del Golfo, así que no da detalles.
Sólo eso: “me ayudaron, me sacaron del lugar, me pagaron transporte a la Ciudad
de México y huí de ese lugar”. Nada más.
— Si cuento más, van a matar
a esa persona y no me lo voy a perdonar.
Apenas llegó a la Ciudad de
México el año pasado, Daniela contó su historia en la Subprocuraduría
Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO) y la mandaron
de vuelta a Nicaragua. Pero la ONG Comisión Unidos Contra la Trata se enteró de
su caso y le dio seguimiento. Una integrante de esa asociación viajó por cielo
y tierra hasta Centroamérica y ayudó a Daniela a ponerse en contacto con la fiscal
Ángela Quiroga de Fiscalía Especial para Delitos de Violencia contra las
Mujeres y Trata de Personas de la Procuraduría General de la República y con su
testimonio se abrió un expediente judicial. Ahora, Daniela recibe el
tratamiento psicológico que no hubiera recibido en su país, mientras espera que
la justicia investigue y llegue hasta los culpables.
Daniela tiene abiertos dos
frentes de lucha: su recuperación física y la reconstrucción emocional. Y ya
empieza a acumular victorias: tiene una visa humanitaria que que la mentiene en
México, donde pretende un nuevo inicio.
— Yo sólo pensaba en mis
hijos… yo decía, ‘Diosito, ayúdame, no me dejes morir aquí, déjame vivir para
encontrarme con mis hijos, seguro me están buscando’. Me enojé con Dios, sí, la
verdad, pero él no me abandonó —cuenta aún sin tocar la pizza que se ha
enfriado frente a ella durante la primera sesión de entrevista.
— ¿Qué pensaste cuando te
escapabas?
— Que era un sueño. Me decía
‘¿estás soñando?’. Yo no lo podía creer. Soñé tantas veces con eso que… no sé,
era un sueño.
— Casi nadie regresa de esos
largos secuestros…
— ¡Ay, cómo quisiera que
todos volviéramos! Pero esa gente…
— ¿Qué planeas hacer ahora?
— Quiero poner mi taller de
costura, quiero volver a empezar. Dar pláticas, talleres, hacer vestidos…
“AQUÍ ESTOY MAMITA”
Una mujer habla por teléfono
a su casa después de más de siete años. En algún lugar de Nicaragua, el timbre
repica. “¿Aló? ¿Mamá, eres tú?”. “¿Quién habla?”. “¡Mamá, soy Daniela, tu
hija!”. Y del otro lado hay un silencio que se alarga. “¡Mamá, soy yo!”. Y más
silencio. “Sí, ajá, ¿qué necesita?”, responde una anciana desde Centroamérica.
La frialdad sorprende a la
mujer. La descoloca. Pero entiende: “para ella, yo morí hace años y siente que
le está hablando un fantasma. “¡Mamita, soy yo, de verdad! ¡Pregúntame lo que
quieras para que veas que soy yo”. Y la anciana abre en su mente una gaveta con
recuerdos: “¿en qué fecha nació tu hermanita?, ¿de qué color era tu vestido de
quince años… que te bordé para tu fiesta?, ¿verdad que te quedaba muy bien tu
vestidito?”.
“¡No, mamá, no me quedaba
bien, usted me hizo ese vestidito, pero me quedaba grande de acá!” y aunque
está al teléfono, desde una oficina policial en la Ciudad de México, se toca
las piernas simulando que la tela le impide lucir los zapatos. Pero el silencio
sigue.
De pronto, esa mujer escucha
que su mundo explota. “¡HIJA, ESTÁS VIVA!”, grita la anciana por teléfono y
ambas entran en un llanto feliz, acumulado, que quiere compensar tanto
sufrimiento. “¡Aquí estoy, mamita, aquí estoy!”.
Esa mujer desciende con
alegría de un avión en verano de 2015. Las piernas le tiritan mientras entra al
aeropuerto internacional de la capital de su país, pequeño, austero, bajo el
calor selvático de Centroamérica. Le ordenan mostrar sus documentos que ha
conseguido con ayuda de las autoridades consulares y avanza detrás del resto de
los pasajeros. Atraviesa una habitación, otra, escaleras, la estación
migratoria. El edificio se va aclarando. Se abren las puertas de la sala de
llegadas internacionales y sus ojos se fijan en un niño pequeño, uno jovencito
y una adulta, junto a una anciana, que brincan de emoción al verla. Ahí está la
familia. La abrazan. Se besan. Balbucean. Están en sus primeras horas de una
vida que creyeron que se había acabado.
Entonces, esa mujer extasiada
cae en la cuenta: así es la vida como debió ser, sin el cerrojo de Los Zetas,
ni del Cártel del Golfo. Sobrevivió. Y sueña con el día en que cuente cómo
resistió a dos cárteles y prevenir, con su testimonio, que más mujeres caigan
en las redes trata de personas de los grupos más violentos de un país “en
guerra”.
Pero, por ahora, sólo es una
mujer que sabe que ya no viaja aterrada. Es una mujer que va de vuelta a casa.
ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON
AUTORIZACIÓN EXPRESA DE VICENEWS
(SIN EMBARGO.MX/ OSCAR BALDERAS / VICE NEWS EN ESPAÑOL / AGOSTO 11, 2016 - 1:48
PM)
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