Dónde
está, dónde. Se preguntó él, mientras, agachado, esculcaba el compartimento
ubicado entre los asientos. Se estiraba y estiraba para alcanzar la guantera y
un rinconcito ubicado debajo del estéreo, donde también ponían algunos de los
discos compactos. Pero no podía, por más que extendía su cuerpo de dieciséis
que no tenía prisa en crecer.
Estaban
de huateque esa noche. Las diez y la oscuridad era aún joven, pero densa del otro
lado de los cristales ahumados del vehículo en el que iban. Su primo, mayor que
él, se había sentado a un lado y adelante iban unos amigos. El dueño del carro
en el volante y el otro era el más cercano de sus compas.
Andaban
mal. Drogas para consumo y para vender, deudas mal pagadas, promesas chuecas y
pólvora en los índices. Pero ellos eran chingones, lo máximo: los reyes del
barrio, los más temidos en la colonia, los dioses que borran los nombres de las
listas malditas, los administradores del mañana y gerentes del futuro, los
propietarios de la última palabra, esdrújula y de tres sílabas: mátalo.
Pero
esa noche había que festejar, qué madres. Cerveza para todos, tecates blancas y
sobredosis de tostitos con chile y Sabritas adobadas. Y que toquen los
chirrines, aunque sea en el estéreo del carro. Pero eso sí, a todo volumen. Que
se sientan el tololoche por debajo de la piel, como cuando retiembla en su
centro la tierra. Que se escuche el acordeón. Órale pariente, ahí les va un
corrido perrón, de esos que le gustan a los jefes.
Noche
de peda. Ríos de ambarina, agua de fuego. Mares de meados. Por eso hicieron una
parada: volver a surtir líquidos bien helados y tirar fluidos calientes en
cualquier retrete, o pared o rincón. En el expendio de cerveza hay baño,
aviéntate por otro seicito. Es más, cómprate un dieciocho para no andar
batallando, y nos vamos a seguir rolando, buscando morritas y pisteando.
Se
orillaron para surtirse de tecates. Se bajaron tres, dos de ellos a comprar
cerveza y más botana, y el otro, el primo, a mear. El carro con la música a
todo volumen, agrietando los cristales. Él se acordó de ese disco, de ese
grupo, esa rola que tanto le gusta y que hasta a cantar se anima. Se agachó, se
estiró. Dónde está. Y barajeó los compactos sin suerte. Y quedó atorado entre
los dos asientos, esculcando compartimentos. Abrió la caja, la guantera, se
arrojó al espacio hueco bajo el estéreo. Dónde, dónde.
En
eso se escuchó una ráfaga y luego otra y otra. Uno se dirigió al minúsculo baño
y soltó la tercera ráfaga. Y él ahí, entre los respaldos y los latidos del bajo
y la tuba y la metralla de la tarola. Apenas escuchó. Luego se dio cuenta que
nadie regresó. Salió y vio a los tres tirados. Y él con el disco compacto que
tanto había buscado, en la mano.
(RIODOCE/
COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 5 julio, 2015)
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