Voy, no voy. Se preguntó Ernesto no dos ni tres veces. Tenía
semanas decidiendo y luego reculando, sobre si iba o no a cambiar los
dólares que había obtenido con ese trabajito bien logrado. Se
levantaba temprano, se repetía frente al espejo, Hoy me doy la vuelta y
los canjeo. Y luego se desdecía. Mañana será.
Quería que ese fuera el último jale. Salir de la clica le
vendría bien a él y a su familia: recuperar las refrescantes bocanadas
de aire, levantarse de la cama sin la ansiedad que lo hace tronarse los
diez dedos y luego ese ritual entre doloroso y placentero de mover la
cabeza a los lados hasta escuchar el crac en las cervicales superiores.
Eso incluiría, lo sabía, salir de su casa sin mirar a los lados,
dejar en paz el retrovisor, descansar sus ojos de ese tintineo nervioso
que sentía en el párpado de abajo y que atribuía a los cambios bruscos
de clima, recuperar su independencia económica aunque significara volver
a las limitaciones, y no tener que obedecer a nadie que al mismo tiempo
que le ordenaba acariciaba el gatillo de la cinco punto siete.
A la chingada, dijo en voz alta. Ya’stuvo bueno. Empezó a buscar
opciones por su cuenta. Le ofrecieron ser gerente de un restaurante que
estaba a punto de abrir y después, como resultado de nuevas búsquedas,
meter algo de dinero en una cadena de pequeñas tiendas de autoservicio.
A una de esas dos le voy a entrar. Pero los dólares en la bolsa
derecha le hacían cosquillas. Bien podía multiplicarlos, con otro de
esos trabajitos que ahora quería dejar atrás. Capitalizarse un
poco antes de saltar al vacío incierto de chambear por su cuenta, era
una buena opción. Que sí. Que no. Voy o no voy.
La calle Juárez lo esperaba: ancha y recta, pero sinuosa en sus
aceras pobladas por los vendedólares: cachucha o sombrero, mujeres de
pasarela bajo una sombrilla playera, calculadora en mano, señal con los
dos dedos juntos, un adiós que es incitación en manos de esa portentosa
curvilínea y narculichi.
Algo por dentro le decía que debía ir y cambiar esos verdes
por pesos y luego decir hasta nunca. Pero algo más lo detenía. Ve al
rato o mañana o la semana que entra. Hasta que se decidió. Avisó al
jefe: Me voy. No le contestó y él no esperó respuestas. Horas después
acudió a la selvática y tenebrosa Juárez. Tenía sus contactos y sabía
con quién acudir a cambiar los billetes.
Se estacionó en la acera norte. Apretó la llave ensartada en el encendido del vehículo y la sacó. Rin tin tin
hizo el llavero al chocar con las otras llaves. Puso el izquierdo sobre
el pavimento y luego el derecho. Descendió. La puerta abierta, como esa
calle luminosa que parecía callejón oscuro. Cerró y no dio ni un paso.
Alguien gritó Ernesto. Volteó para saludar. Cinco balazos. Bocabajo.
18 de octubre de 2013.
Javier Valdez/ octubre 20, 2013
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