En la entrega
anterior se vio que todo fronterizo guarda recuerdos de alguno de los puentes
que conectan ambos países. Los hay trágicos, graciosos, extraños e inesperados.
No hay guión establecido con lo que sucede.
Hace una semana se
asistió a confesiones de toda índole: padres juarenses que casi meten en un
papelón a sus retoños por intentar cruzar mangos o aguacates con semilla,
agentes de Aduanas que detienen a sus familiares para dar una lección,
oficiales que le sacan números telefónicos a solteras apetecibles, exámenes
orales a niños paseños que cruzan sin su permiso y carros que son desmantelados
en busca de drogas (y que esconden en sus asientos burritos de hace semanas).
Escuchar todas estas
anécdotas tiene su encanto, y es un ejercicio que nunca aburre. Sirvan las
presentes líneas para recopilar las penúltimas de un discurso que nunca se
acaba y que cruzar un puente se convierte en una odisea, o una pesadilla.
AYER Y HOY
Ezequiel Gardea es
un bachiller en Química que recuerda una época pasada. Todavía tiene en su
cabeza sus imágenes muy vívidas, aunque en los tiempos que corren lo que él
rememora sería casi imposible de ver a plena luz del día.
“Cuando era chico me
acuerdo de que cruzaba todos los días”, dice. “Odiaba hacerlo porque duraba
horas en la línea. Rezaba para que sucediera algo que me entretuviera, pero no
sucedía nada. Lo más divertido era cuando me pasaba mirando las placas de los
carros que estaban alrededor… Pero, a veces, sí pasaba algo raro: recuerdo
haber visto una hilera de personas hincadas a media filadel puente. Me
preguntaba por qué esa gente se encontraba en esa posición. Noté que eran
dirigidas por alguien que se la pasaba mirando a su alrededor. De repente, todos
corrían y cruzaban del otro lado al traspasar una reja que ya estaba cortada
desde hacía tiempo. Yo no pensaba que había personas capaces de hacer eso en
una zona llena de agentes, pero estaba equivocado”.
Eso, como bien dice
Gardea, parece que sucedía en tiempos pretéritos. Sin embargo, hay otros
cuentos que suelen ocurrir con una frecuencia contra todo pronóstico: los
episodios de carros que se cuelan en la línea y chocan con otros a escasos
metros de un país.
Ese es el relato de
Jazmine Valverde, una paseña que estudia Psicología en UTEP: un conductor de un
Corvette se iba metiendo entre las líneas de manera temeraria, sin importar el
tiempo de espera que llevaban el resto de los mortales. Al momento de hacer la
misma operación con el carro de la madre de Jazmine, el deportivo raspó la
camioneta y siguió de largo con la risa del conductor. Ya se sabe que las
mujeres de la frontera no son mansos corderos. La de este cuento, por lo menos,
no lo fue. Mientras la señora se bajó del carro, y fue a pie hasta donde los
oficiales para relatar el incidente, su amiga manejó la camioneta con todo el
coraje del mundo. Cuando hicieron de lado al del Corvette, éste pidió perdón,
prometió arreglar el automóvil siniestrado en su taller de El Paso, imploró
clemencia y rogó que no lo demandaran y lo dejaran ir. “Cuando los oficiales
investigaron al Corvette, descubrieron que era un vehículo robado”, cuenta
Jazmine. “Le quitaron ese carro, en el que se creía superior al resto. Creo que
el karma sí forma parte de este misterioso universo”.
A veces, las
historias más “didácticas” alcanzan a alguien de la familia. La del primo de
Alfredo Olivo es digna de un libro. Este joven historiador relata lo que le
pasó a su familiar por andar de confiado. Un amigo le pidió que lo acompañara
para ir al Cielo Vista Mall. El primo aceptó y decidió meterse en el carro del
compañero.
Cuando estuvieron a
punto de llegar a la garita, el amigo le pidió que condujera su automóvil
mientras él iba al baño y lo esperaba del otro lado del puente. Al muchacho no
le pareció rara la petición, y aceptó de buena gana. Al momento de verse cara a
cara con el agente sucedió lo que todos temen: hicieron el carro a un lado y
buscaron a uno de los perros.
“El perro ladró, y
descubrieron que transportaba 30 kilos de mariguana”, dice Olivo. “Mi primo
perdió la razón, trató de explicar todo y gritó de puro desespero. Dijo que no
era su carro, que el dueño era el amigo que se fue al baño sin nunca aparecer.
Al final, lo encontraron culpable de tráfico de drogas y tuvo que pasar muchos
años en prisión. Desde que salió de la cárcel ha tenido problemas con la gente,
porque piensa que todos lo van a traicionar. Esta historia me enseñó que en
este mundo no podemos confiar en cualquier persona, porque podemos ser engañados
y pagar un precio muy alto”.
Quien se salvó de
pagarlo, pese a lo que le pasó, fue Jorge Hernández. El joven escritor una vez
intentó pasar de un país al otro después de una noche rociada con abundante
tequila. Su estómago era un revoltijo hirviente. Al momento de llegar a la
garita, no se pudo contener y vomitó todo lo que tenía adentro casi en las
botas del agente. ¡Craso error! El oficial lo insultó y le preguntó cómo se
sentiría él si iba a su casa a hacer lo mismo.
Jorge le pidió
disculpas, se ofreció a limpiarle su lugar de trabajo y reconoció su falta. El
policía estuvo lejos de perdonarlo. Entonces la cosa se puso seria: comenzaron
con un rudo intercambio de palabras, y el hombre pidió refuerzos.
Todos rodearon al
muchacho y a sus dos acompañantes. Después los llevaron a una oficina de esas
que dan tanto miedo. “Tuve que recordar mis clases de teatro para convencerlos
de que mi actitud era consecuencia de la violencia que se vivía en Juárez”,
confiesa después del incidente.
“Al final nos
dejaron ir, pero antes de desaparecer de la vista de los oficiales, le mandé
una sonrisa de reto al agente gallina, que significaba: te la pelaste.”
(EL DIARIO DE
EL PASO / Daniel Centeno /2013-10-20 | 23:29)
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