lunes, 9 de septiembre de 2013

EL CAPITÁN

Llegó un nuevo jefe de los guachos. A ver cómo nos va. Eran las voces que se repetían entre los habitantes de esa zona montañosa, quienes en su mayoría se dedicaban a sembrar adormidera y yerba: sus voces viajaban arrugadas por las preocupaciones y parecían estacionarse entre oreja y oreja, marcándolo todo en esos días inciertos.

Estaban acostumbrados a lidiar con los militares y sus jefes. Pero con ese no sabían y muchos parecían no querer averiguar. Sembraban amapola y mariguana en pedacitos, muchos. Otros tenían grandes extensiones de enervantes. Pero ninguno había logrado construir caserones ni convertirse en caciques de la región. Agarraban algo de dinero y luego luego lo gastaban. Pasaban unos cuantos meses cuando de nuevo los vecinos del lugar quedaban con los bolsillos pelones.

El capitán recién llegado tenía fama de duro. Uno de los narcotraficantes, un campesino medio avispado, lo visitó. El jefe militar estaba en el destacamento ubicado en una comunidad cercana. Era un cuartel pequeño, modesto y estratégicamente ubicado, pero el capitán se acomodaba en su rinconcito como si fueran sus aposentos. Ananchado, fino y pulcro.

Dígame, en qué le puedo servir. El hombre se quitó el sombrero y lo puso en sus piernas. Le dijo a qué se dedicaba y cómo podían arreglarse. El oficial, con ese uniforme que procuraba no desplanchar, clausuró la mano y golpeó la mesa de madera. Váyase. A la chingada, váyase. Antes de que lo mande arrestar.

El hombre salió de ahí corriendo y temiendo que los rayos y centellas lo alcanzaran en su escurridizo trajinar. La señora de la tienda supo de ese y otros chispazos lanzados por tanta fricción entre los campesinos y el oficial. No sea malo, oiga. Déjeles un pedacito, no les tumbe todo, haga como quien no ve.

El uniformado agarró aire para no explotar. Con voz pausada y ese porte henchido respondió que no. No y no. Yo soy un hombre de convicciones y vengo aquí a trabajar y mi trabajo es destruir droga, porque a eso me mandaron y eso que siembran hace mucho daño. El hombre instaló un cerrojo en boca y brazos y se retiró.

Como viejo zorro, el capitán modificó su estrategia. Atendía a los que le pedían que no les destruyera el plantío y fingía negociar. A ver, dígame dónde tiene su sembradío. Y lo llevaban, confiados. Y se retiraban igual. Les decía que lo iba a pensar. Daba a entender que no se preocuparan. Y parecía que las cosas se arreglarían sin mayores conflictos.

Estrechaban manos. Un sí cómo no. A sus órdenes. Muchas gracias mi capitán. Se daban palmadas y departían reverencias y buenas palabras y deseos. A las horas, el militar volvía con un batallón. Tumbaba las plantas, hacía un montoncito y la quemaba toda.

6 de septiembre de 2013.

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