Llegó un nuevo jefe de los guachos. A ver cómo nos va. Eran las
voces que se repetían entre los habitantes de esa zona montañosa,
quienes en su mayoría se dedicaban a sembrar adormidera y yerba: sus
voces viajaban arrugadas por las preocupaciones y parecían estacionarse
entre oreja y oreja, marcándolo todo en esos días inciertos.
Estaban acostumbrados a lidiar con los militares y sus jefes. Pero
con ese no sabían y muchos parecían no querer averiguar. Sembraban
amapola y mariguana en pedacitos, muchos. Otros tenían grandes
extensiones de enervantes. Pero ninguno había logrado construir
caserones ni convertirse en caciques de la región. Agarraban algo de
dinero y luego luego lo gastaban. Pasaban unos cuantos meses cuando de
nuevo los vecinos del lugar quedaban con los bolsillos pelones.
El capitán recién llegado tenía fama de duro. Uno de los
narcotraficantes, un campesino medio avispado, lo visitó. El jefe
militar estaba en el destacamento ubicado en una comunidad cercana. Era
un cuartel pequeño, modesto y estratégicamente ubicado, pero el capitán
se acomodaba en su rinconcito como si fueran sus aposentos. Ananchado,
fino y pulcro.
Dígame, en qué le puedo servir. El hombre se quitó el sombrero y lo
puso en sus piernas. Le dijo a qué se dedicaba y cómo podían arreglarse.
El oficial, con ese uniforme que procuraba no desplanchar, clausuró la
mano y golpeó la mesa de madera. Váyase. A la chingada, váyase. Antes de
que lo mande arrestar.
El hombre salió de ahí corriendo y temiendo que los rayos y centellas
lo alcanzaran en su escurridizo trajinar. La señora de la tienda supo
de ese y otros chispazos lanzados por tanta fricción entre los
campesinos y el oficial. No sea malo, oiga. Déjeles un pedacito, no les
tumbe todo, haga como quien no ve.
El uniformado agarró aire para no explotar. Con voz pausada y ese
porte henchido respondió que no. No y no. Yo soy un hombre de
convicciones y vengo aquí a trabajar y mi trabajo es destruir droga,
porque a eso me mandaron y eso que siembran hace mucho daño. El hombre
instaló un cerrojo en boca y brazos y se retiró.
Como viejo zorro, el capitán modificó su estrategia. Atendía a los
que le pedían que no les destruyera el plantío y fingía negociar. A ver,
dígame dónde tiene su sembradío. Y lo llevaban, confiados. Y se
retiraban igual. Les decía que lo iba a pensar. Daba a entender que no
se preocuparan. Y parecía que las cosas se arreglarían sin mayores
conflictos.
Estrechaban manos. Un sí cómo no. A sus órdenes. Muchas gracias mi
capitán. Se daban palmadas y departían reverencias y buenas palabras y
deseos. A las horas, el militar volvía con un batallón. Tumbaba las
plantas, hacía un montoncito y la quemaba toda.
6 de septiembre de 2013.
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