La
guerra sucia mexicana está lejana en el tiempo, pero cercana en la
memoria. Con el PRI de nuevo en Los Pinos, y con las movilizaciones
sociales que sacuden al país, es natural la evocación de la tragedia
que vivió México en los años sesenta, setenta y ochenta, cuando
imperaban el autoritarismo político y la represión policiaca. El
Policía, el libro de Rafael Rodríguez Castañeda que la editorial
Grijalbo pone en circulación en estos días, es un recordatorio, una
especie de fresco de aquella época –la guerrilla, su implacable
persecución, el anticomunismo, el espionaje, la tortura, el asesinato
clandestino– con un siniestro personaje como protagonista central:
Miguel Nazar Haro. Reproducimos fragmentos de la obra.
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- A partir de 1967 y hasta entrados los ochenta, el
Ejército mantuvo en la sierra de Guerrero la mayor operación militar de
que se tenía memoria en época de paz. Y aunque los grupos guerrilleros
de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas terminaron de hecho con las muertes de
sus legendarios líderes, las fuerzas armadas no desocuparon la región,
bajo el pretexto de la tradicional violencia guerrerense y de la lucha
contra el narcotráfico. Por la efectividad de sus acciones los jefes
militares cobraron altos réditos, sucesivamente, a los gobiernos de
Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo y Miguel de la
Madrid. El Ejército fue modernizado, premiados algunos de sus generales
con concesiones de poder político y multiplicados sus recursos
materiales, económicos y humanos gracias a la presión de los respectivos
secretarios de la Defensa, generales Marcelino García Barragán,
Hermenegildo Cuenca, Félix Galván y Juan José Arévalo Gardoqui.
Además,
el Ejército obtuvo un ilimitado campo de acción en materia represiva.
Los altos mandos militares formaban parte de la dirección central de lo
que bien podría calificarse como la guerra sucia mexicana, que muchas
semejanzas tuvo con las del Cono Sur. Guerra en la que compartieron
“méritos” soldados, oficiales, funcionarios de la Defensa, por una
parte, con sus colegas de las corporaciones policiacas, legales y
anticonstitucionales, por la otra.
Los campos militares fueron
centros operativos de la lucha antisubversiva. Sus cárceles, que por ley
deben alojar sólo a reos de las fuerzas armadas, se utilizaron como
prisiones clandestinas para civiles. Algunos de los llamados
desaparecidos políticos reaparecieron y dieron testimonio de lo que
ocurría en esas cárceles; otros muchos jamás fueron vistos de nuevo.
Abierto
por primera vez a policías y detenidos civiles en 1968, el Campo
Militar Número 1 se convirtió en el centro coordinador del Ejército con
las corporaciones policiacas en el combate contra los “subversivos”. Ahí
vio la luz y ahí tuvo su sede la Brigada Blanca, una especie de
escuadrón de la muerte formado por militares y por elementos selectos de
diversos cuerpos policiacos estatales y federales. La Brigada Blanca
actuó como un organismo paramilitar sin más regla ni freno que los que
imponía el criterio de sus jefes.
En esta guerra sucia tuvo un
papel preponderante la Dirección Federal de Seguridad, una dependencia
de la Secretaría de Gobernación creada para la información y protección
del presidente de la República, que se convirtió en instrumento de
investigación, primero, y de represión después. La Federal de Seguridad
era la policía política que todo régimen autoritario necesita y le tocó
cumplir una función casi tan importante como la del Ejército. Sus
agentes y comandantes participaron en la cacería de activistas del 68 y
luego, en todo el país, de miembros de las guerrillas, de los
sospechosos de serlo, de sus amigos, de sus familiares.
A la
cabeza de esta persecución estuvo, de forma destacada, uno de los
policías políticos más temidos de la segunda mitad del siglo XX
mexicano: Miguel Nazar Haro.
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Miguel
Nazar Haro fue pieza clave en la guerra sucia mexicana. Se preparó en la
Escuela de las Américas, en la Zona del Canal de Panamá, en la cual el
Pentágono había entrenado a generaciones completas de miembros de las
fuerzas de seguridad de los países latinoamericanos. Ahí estudió Nazar
cursos de antiguerrilla y dio forma a su segunda gran vocación: el
anticomunismo, que marcó su trayectoria dentro de la DFS como agente,
comandante, subdirector y director. Y, en particular, se interesó en
profundizar sobre la penetración del comunismo en Centroamérica. Años
más tarde, esta especialización lo ayudó a convertirse en un contacto
indispensable para las oficinas del FBI y de la CIA en México.
Era
hombre invaluable para el sistema. Dominaba los hilos del poder,
conocía la psicología humana y poseía un carácter implacable. De perfil
bajo en los medios, nunca dio una entrevista periodística reveladora de
secretos. A los reporteros más sagaces les daba minucias. Era discreto y
fulminante en sus acciones. Su estilo –rápido y sanguinario– estaba
inspirado, sin duda, por quienes fueron sus maestros y protectores en
las tareas policiacas: Fernando Gutiérrez Barrios y Javier García
Paniagua. Ambos a su vez tuvieron la mejor escuela, igual que Nazar
Haro: la propia Dirección Federal de Seguridad.
Nazar Haro fue
protagonista de muchos episodios de la guerra sucia. Era el Policía por
antonomasia, el Policía que por proteger las estructuras del gobierno
perseguía con denuedo, torturaba por placer y mataba sin compasión. En
esas historias, su nombre se entrelaza con instalaciones y corporaciones
policiacas, como el Campo Militar Número 1 y la Brigada Blanca, claves
en la operación de exterminio que emprendió el régimen pretendidamente
democrático encabezado por los presidentes Gustavo Díaz Ordaz, Luis
Echeverría y José López Portillo.
He aquí algunas de esas historias.
Joel
–Creo que ya se nos peló, Jefe –dice el tipo aquel, cabeza a rape, brazos como muslos.
–Ni madres –interviene otro agente–. A mí ni madres… El que se estaba pasando eras tú, güey…
Desnudas
las paredes como el inerme cuerpo torturado, el sótano es tan frío que
hasta los agentes se agitan de continuo para no aterirse.
–¡Deja de hacerte pendejo, güey! –y el primer agente, al que apodan El Teniente, asesta un golpe brutal al tórax inerte.
En
un extremo del cuarto encementado los observa el Jefe, camisa blanca
arremangada, corbata floja, pantalón de dril azul, entrecerrados los
ojos de color verde deslavado.
–Parecen principiantes, pendejos… –exclama el Jefe.
–Reconozca, Jefe, a usted también lo hizo encabronar –dice el segundo de los agentes.
–¡Cállate, pendejo! Están asustados, parecen principiantes. Esto suele ocurrir. No hagan pedo –completa el Jefe.
En seguida, prende un cigarro y sale dando un empujón a la puerta de madera verde deslavado.
Joel
no era de los nuestros. Bueno, sí pensaba como nosotros, pero no quiso
entrarle a la guerrilla. Todo lo contrario de Araceli, nuestra única
hermana. Je, je… ella sí era de armas tomar, digo, en sentido literal.
Hermoso cabello largo, ondulado, negrísimo, el de mi hermana. Cabrona
como ella sola. No hay de otra, Andrés, me decía: la guerrilla o la
guerrilla…
Una tarde lluviosa regresaba yo caminando a mi casa,
allá por la Doctores. De pronto, desde la esquina más próxima, donde
está el taller mecánico, observé que estaba rodeada de vehículos sin
placas y de tipos de civil que iban y venían con pistolas y metralletas
en ristre. Me van a decir que fui culero, porque me oculté. ¿Pero qué
podía yo hacer? Solo, y ni pistola traía… Pude advertir que algunos
agentes subían a la azotea. Otros lograron forzar la puerta de entrada.
Después
los vi salir con mi hermano Joel y con Romeo Valentín Maldonado, que me
estaban esperando en la casa. A golpes y empujones los subieron a uno
de los autos. Por ahí andaba el tal Nazar Haro. Hijo de la chingada, lo
reconocí en seguida. Por fortuna no me vieron. ¿Dije por fortuna? Pues
sí, ni modo. Así es la vida. Al que se lo llevó, se lo llevó.
Me
sabía perseguido, sin recursos, así que me di a la fuga. Según me enteré
después, ese mismo día fueron capturados otros muchos. A mi propia
hermana Araceli la agarraron en una casa de seguridad, por Iztapalapa. A
todos se los llevaron a un edificio alterno de la DFS en la colonia
Roma, ahí donde le dicen la Romita… Ahí sí matan, se decía entre
nosotros.
Déjenme que les diga algo: mi hermano está entre los
desaparecidos, aunque todo el mundo lo vio con vida durante los
interrogatorios. Araceli dice haberlo visto muy, muy golpeado, dos días
después de su detención. Lo que pasa es que se les puso grave; yo creo
que se les pasó la mano. Los restantes capturados fueron entregados al
Ministerio Público unos días más tarde. Pero Joel nunca apareció.
Carajo, y pensar que no tenía nada que ver con nuestras chingaderas…
Fuiste
de los que agarraron por esos días, por ahí de los últimos de enero del
75. Sí, los de la Federal de Seguridad. No recuerdas bien si fue el
mismo día o al otro en la madrugada, cuando los llevaron a un cuarto
donde estaban Romeo y Joel. Pudiste observar cómo a éste lo estaban
torturando. Desnudo y empapado, le daban toques con un cable que habían
zafado de una lámpara. Le recorrían el cuerpo entero, las tetillas, los
testículos, hasta en el ano se lo metieron. Se le veía muy golpeado.
Moretones por todos lados. El rostro, sin rasgos distinguibles.
Pretendían que confesara que pertenecía a la Unión del Pueblo. Y que
dónde estaba su hermano Andrés, que les dijera. A quien le decían El
Teniente dirigía la tortura y hasta parecía gozar con el sufrimiento de
Joel. A ti te tenían de pie al fondo del cuarto, querían que vieras,
para que aprendieras, te dijeron. De pronto, viste cómo Joel empezó a
tener una especie de parálisis y como que ya no podía respirar. Le
dejaron de aplicar los toques y le dieron de puntapiés y golpes. Pero no
reaccionaba. Estaba convertido en un bulto. Entonces fue cuando a
ustedes los sacaron rápidamente. A Joel no lo volviste a ver. Era
domingo cuando dos agentes fueron por ti, al cuartito minúsculo donde te
tenían.
–Ahora sí te llevó la chingada, ahora sí vas a decir
hasta lo que no –te decían, mientras te arreaban a patadas y puñetazos–.
Vas a ver de qué se trata con el Jefe, güey.
Nazar Haro,
recuerdas, era entonces subdirector de la Federal de Seguridad. Estaban
con él, en su oficina, El Teniente y otros agentes.
–Cabrón, hijo
de la chingada –te dijo el Jefe, la voz alterada, el dedo índice
apuntando entre tus ojos–, ¿quieres salvar tu pinche pellejo? Ahora
mismo me vas a decir qué agente de la Federal de Seguridad trabaja para
ustedes, o a quién sobornaron y cuánto dinero le dieron. Lo que has
pasado no es nada a comparación de lo que viene, si no hablas –te dijo,
antes de darte dos bofetadas con el riel que tenía como mano.
–Eso es puro cuento… –alcanzaste a decir, con su mirada verde fija en tus pupilas, antes de que un puñetazo te cerrara la boca.
–A
este imbécil se le escapó Joel –y el Jefe señaló al Teniente–. ¿Adónde
fue Joel, cabrón? ¿A quién crees que recurra? Para que lo sepas, a este
pendejo ya lo degradamos…
Te regresaron al cuartito dos o tres
agentes, repartiéndote golpes en todo el cuerpo. Según te enteraste
después, Nazar le hizo el mismo teatro a Nicéforo…
(…)
Un pequeño problema
Con
Miguel Nazar Haro a bordo, acompañado de dos agentes de la DFS, un
avión de la flota aérea de Gobernación aterrizó la tarde del 16 de
septiembre de 1979 en el aeropuerto de Mérida.
Unas horas antes,
el Jefe había recibido una llamada urgente del gobernador de Yucatán,
Francisco Luna Kan. Tenía, le dijo, un pequeño problema: unos presos se
habían amotinado y mantenían como rehenes a una veintena de personas en
el juzgado aledaño a la prisión.
–¿Puedes ayudarnos? Estos cabrones exigen un helicóptero y amenazan con volar el juzgado con todo y rehenes.
–Voy para allá. Mantengan la situación como está –respondió Nazar Haro.
Alrededor
de las seis de la tarde Nazar llegó al penal de Mérida. Se enteró de
cómo estaban las cosas. Y luego caminó solo, hasta la ventana del
juzgado, por la calle. Llamó a los amotinados y Jesús Jiménez se acercó.
–No queremos hacer daño a nadie. Sólo huir.
–Ni madres. Su única salida es entregarse –contestó Nazar Haro.
Él
ordenó lo que llamaba un “ataque psicológico”. Patrullas y carros de
bomberos hicieron sonar a todo lo que daban sus sirenas, mientras
soldados y policías corrían ruidosamente de un lado para otro y por los
altavoces amenazaban a los reos a rendirse. Caía la noche y los rehenes
gritaban desde el juzgado que calmaran las cosas, que los presos estaban
poniéndose nerviosos, que los matarían. El Jefe volvió a dar órdenes.
–Lancen los gases.
Y
en el juzgado se produjo el rebumbio. Algunos rehenes lograron escapar.
El alcalde de la prisión se zafó de sus captores, y en esos momentos
entraron los agentes policiacos, a sangre y fuego. Balazos, golpes,
culatazos, y finalmente la rendición. Cerca de cinco mil curiosos,
reunidos en la Plaza del Centenario, de Mérida, vieron entonces a Jesús
Jiménez Custodio, Francisco López Durán y Jaime Pérez Cortés salir por
su propio pie.
(Ahí estaban las fotos: agentes de ojos vidriosos
empujando a los frustrados prófugos. Jesús Jiménez, con los brazos en
alto, rindiéndose, mientras un agente le voltea la cabeza hacia atrás,
jalándolo de la nariz, casi arrancándosela; López Durán, descamisado,
sangrante la cabeza; Pérez Cortés, jaloneado de los cabellos, la camisa
ensangrentada.)
Y los vieron también ser arrastrados hasta los
autos policiacos, mientras escuchaban a los agentes de civil gritar que
se los llevaban al hospital O’Horán, a unas decenas de metros de la
prisión. Distancia mínima que al parecer los autos policiacos
recorrieron en una hora, porque fue una hora después cuando los reos
llegaron allí, ya muertos a tiros. Los policías –de la Judicial del
Estado y de la Federal– aseguraron en su parte oficial que los presos
habían muerto a causa de las heridas que recibieron en el ataque al
juzgado. O sea, los cinco mil pares de ojos de los curiosos vieron
visiones.
Se produjo un escándalo. Testimonios periodísticos daban
cuenta de lo ocurrido. Legisladores, partidos políticos, abogados,
organizaciones sociales, reaccionaron de inmediato pidiendo una
investigación.
Cuando esto ocurría, cuando el gobernador Luna Kan
intentaba explicar lo inexplicable, Nazar Haro y su gente ya habían
volado de regreso a la Ciudad de México.
(…)
Brigada Especial, Brigada Blanca
La
Brigada Blanca empezó a operar oficialmente con una primera acción
ejecutada el 7 de junio de 1976 y nació con el nombre de Brigada
Especial, específicamente para combatir a la Liga Comunista 23 de
Septiembre en el área metropolitana de la Ciudad de México. Ante el
presunto crecimiento de la liga y dada la naturaleza de la organización,
de su estructura y de su forma de actuar –según el documento interno de
la Secretaría de Gobernación que dio cuenta de la creación de la
brigada–, se decidió formar un grupo con miembros del Ejército Mexicano,
la Dirección Federal de Seguridad, la Procuraduría General de la
República, Policía y Tránsito del Distrito Federal y la Procuraduría
General de Justicia del Estado de México, “destinado a investigar y
localizar por todos los medios, a los miembros de la llamada Liga
Comunista 23 de Septiembre, con el propósito de limitar sus actividades y
detenerlos”.
La Brigada Especial estaría encabezada por una
“Comisión de Seguridad”, a cuyo frente quedó Nazar Haro, integrada
además por los jefes de las diferentes corporaciones policiacas:
Dirección Federal de Seguridad, Policía Judicial Federal, Procuraduría
de Justicia del Distrito Federal, Policía y Tránsito del Distrito
Federal y Policía Militar.
Nazar Haro, a su vez, designó como
coordinador general de la Comisión de Seguridad al entonces coronel
Francisco Quiroz Hermosillo, quien muchos años después, ya como general,
fue encarcelado como presunto responsable de complicidad con el crimen
organizado del narcotráfico.
La nueva brigada contaba con un
Estado Mayor, compuesto por un “jefe de grupo de interrogadores; un jefe
de grupo de información y análisis; un jefe de grupo de manejo
logístico y un jefe de control de personal y administración”.
Además,
disponía de “órganos ejecutores”, integrados por ocho grupos operativos
distribuidos en diversas áreas, todos ellos formados por “personal
selecto” de las diferentes corporaciones policiacas y del Ejército. Cada
grupo operativo estaba formado por 10 elementos, que operaban
distribuidos en dos vehículos y una motocicleta.
Aparte,
funcionaban otros “grupos especiales”. Tres grupos de localización y
neutralización de explosivos, cada uno con cinco elementos y un
vehículo. Un “grupo de acción”, con 10 agentes, con armamento
especializado. Y un grupo aéreo, con dos helicópteros, “uno en el aire y
otro en alerta terrestre”.
El documento de Gobernación establecía
el cuadro de necesidades de la Brigada Especial: 240 elementos, 55
vehículos, 3 000 pesos mensuales extras a los integrantes, 3 300 litros
de gasolina por día, y acotaba entre paréntesis: “sería conveniente que
Pemex satisfaciera [sic] de este combustible a la gasolinería del Campo
Militar Número 1 para que de ahí se surta a las unidades; 70 litros de
aceite”.
El punto cinco del “cuadro de necesidades” es fundamental:
V. Instalaciones dentro del Campo Militar Número 1
A. Oficinas.
B. Mobiliario.
C. Artículos de oficina.
D. Alojamiento para 80 personas.
Cada
grupo de 80 personas descansaría 24 horas; otros estarían en
entrenamiento y el resto en actividad, distribuidos en las áreas
mencionadas.
Como requerimientos en armamento y municiones,
Gobernación mencionaba: 153 pistolas Browning calibre 9 mm; 55 carabinas
M 1; 55 escopetas calibre 12.
Los miembros de la Brigada Especial
fueron sometidos a un programa de entrenamiento tanto físico como
psicológico con un capítulo destinado a “técnicas de aprehensión y
registro”, con cuatro especialidades: forma de efectuar una aprehensión
“conociendo las tácticas agresivas y fanatismo de los integrantes de la
llamada Liga Comunista 23 de septiembre”; técnicas de registro; técnicas
de interrogatorio; conducción de detenidos.
Tanto como las
credenciales que portaban, el emblema del tigre servía de identificación
entre los agentes de la DFS. Bastaba una representación del animal (en
forma de calcomanías, muñecos de peluche, dibujos, etcétera) dejada en
forma ostensible en un automóvil, para que los iniciados supieran que
pertenecía a un camarada. Y si el símbolo de la DFS era la imagen de un
tigre de Bengala, la Brigada Blanca adoptó algo más específico: la
cabeza de un tigre blanco.
A manera de dije o medalla, siempre de
oro y frecuentemente adornada con brillantes o esmeraldas, la cabeza del
tigre colgaba en los prominentes tórax de los brigadistas como parte de
una dualidad.
/ 9 de septiembre de 2013)
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