lunes, 27 de mayo de 2013

BAJEN SUS ARMAS

El comandante tenía fama de cabrón. Cuando se presentaba alguien que quería presumir su título de director, licenciado, ingeniero o jefe de lo que sea, él respondía yo soy PC y le preguntaban qué significaba: puro cabrón. Iba al frente de la patrulla, en labores de vigilancia, por colonias de pavimento y otras de terracería, todas conflictivas.

Cuando llegaba la hora de intervenir, era el primero que se bajaba: derecha a la cacha del aerrequince, dedo índice calloso a pocos centímetros del disparador y mirada al frente, de escáner. No siempre era necesario bajarse de la patrulla con el fusil ligeramente inclinado hacia abajo. Podía hacerlo solo con la escuadra y la mano caliente cerca.

Actuaba con criterio. Podía resolver un asunto con un ándese con cuidado y sin necesidad de detener a los involucrados. Sabía cuándo estaban revisando a un enclicado y que si mencionaban las claves de los mafiosos tenía que dar dos pasos para atrás y darles un que le vaya bien. Sabiduría para capear las balas y no meterse en broncas.

Aquella mañana les avisaron de unos hombres armados que iban en una cheroki gris. Era un reporte anónimo que había llegado a la central de comunicaciones cecuatro. Le dijo al agente que la hacía de chofer que le acelerara. No dieron con ellos pero siguieron buscando. Antes de que salieran a una calle ancha les cerraron el paso.

Los polis que iban en la parte trasera de la patrulla ya iban con el cartucho cortado y el fusil como bayoneta. Pero los otros, que ya los esperaban, les ganaron el jalón y cuando los tuvieron de frente no pudieron hacer nada. Así estuvieron: cañón contra cañón, ojos saltados, seguro botado y dedo flamígero apenas acariciando la superficie del gatillo.

El comandante, que se había mantenido en la cabina de la camioneta, bajó y gritó a los de la cheroki como queriendo saludar. Pareció conocer a uno de ellos: se acomodó el cinto de las fornituras y la pistola, hizo saber con sus movimientos que llevaba sus manos deshabitadas y que había dejado el fusil en el asiento.

Hizo un ademán con la cabeza. Suavizó su mirada, puso en su lugar las cejas y abrió los ojos para que su cara no pareciera de espanto ni sus poros expidieran el miedo que en chinga huelen los perros. Avanzó cuatro pasos y se detuvo. Miró hacia atrás. Los agentes estaban ahí, apuntando, como estatuas de camellón de ancho bulevar.

Volteó a ver a los desconocidos que no le bajaban los cuernos. Levantó las manos en son de paz o de rendición. Miró de nuevo a los agentes y les gritó, Bajen sus armas. Así lo hicieron. Balbuceó algo, dirigiéndose a los homicidas. Y luego cayó estertóreo, perforado y anegado.

Alguien dijo, Ya se hizo. Otro más secundó un vámonos. Y los polis quedaron ahí, monumentales y estáticos.

24 de mayo de 2013.

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