El
hombre llegó a la carreta de tacos. Era su preferida. A la semana, dos, tres y
hasta cuatro veces acudía ahí a cenar. Siempre con sus dos guaruras y cuando se
podía con una morrita, como a él le gustaban: caderonas, de amplio patio trasero
y menor de veinte años. Cuando le daban carrilla, los que se animaban a hacerlo
porque le tenían confianza, le decían el asaltacunas.
Movía
de todo en la ciudad. La yerba había quedado atrás, esas eran cosas de
preescolar para él, que ya andaba en ligas mayores: el doctorado de la
delincuencia organizada. De coca para arriba, pues. Allá, en las montañas,
tenía quién le sembrara amapola para exprimir el bombillo y sacar esa miel de
consistencia viscosa, tan preciada. Una a una, en cada planta y sembradío, eran
ordeñadas esas vulvas de hermosas flores del mal.
Abajo,
en la ciudad, contaba con varios laboratorios de metanfetaminas. Los chavos de
las colonias vigilaban las casas de seguridad y los locales donde procesaban la
droga. Otros se la pasaban recolectando pastillas y unos más las machacaban
hasta hacer una mezcla harinosa, lista para la calentura y lo que le sigue.
Ni
armas ni camionetas ni mujeres ni dólares le faltaban. Controlaba parte de la
ciudad y el mercado al menudeo de drogas. Pero su falo, que no le quedaba mal,
quería más y más: había instalado el prepucio en el centro de su frente y el
glande era mucho más que la corteza cerebral. Mujeres y más mujeres. Tecate
roja para seguir la fiesta y coca para cortarla y aguantar, aunque su lengua se
le trabara y las mandíbulas se retiraran la palabra para hilar sonidos
incoherentes a tanta sílaba trozada.
Por
eso iba por las plebes. Todas morritas de prepa. Se las conseguían del colegio
de bachilleres y de la universidad. Sabían a lo que iban y en ocasiones pedían
unos cuantos billetes, otras un aipad, un teléfono celular con dibujo de
manzana mordida, o unas tetas como toronjas de exportación. Él se las concedía.
Era el genio de la lámpara y al mismo tiempo el dueño. Las usaba una o dos veces,
no más. Y las desechaba. Órale, la que sigue, les decía a sus achichincles. Esa
guadaña en la entrepierna lo gobernaba. Él, súbdito, vasallo del deseo que lo
mandaba, se inclinaba y obedecía.
Esa
noche había dejado a una morrita chillando en un motel. Le aventó unos cuántos
dólares y le dijo ten, pa que te cures las rosaduras y dejes de moquear. Se fue
a la carreta de tacos y pidió dos para empezar. De tripa, sus preferidos. La
Tecate a un lado. Seis hombres llegaron y tomaron el lugar. Los guaruras levantaron
las manos y retrocedieron. Le tiraron en siete ocasiones. Todos dieron en los
genitales. Un octavo disparo fue directo a la cabeza. Crimen pasional, decían
los periódicos al otro día.
(RIODOCE/
COLUMNA MALAYERBA DE JAVIER VALDEZ/ 14 junio, 2015)
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