Al restaurante llegaban todos los jefes. Uno de ellos traía un
llavero que brillaba con el vaivén del andar, colgando de la bolsa de
ese pantalón, le hacía un guiño al sol o a la luz del local: era una
pistola pequeña, de oro, con incrustaciones de diamantes, y el nombre
del propietario.
Ese es el culichi, le dijo muy de cerca un mesero. La
encargada escuchó y dejó escapar un ah, arqueó las cejas y abrió los
ojos hasta el límite. Uno de los capos llegó con algunos familiares. Le
pidió una orden de veinte mojarras fritas. La administradora le dijo que
sí. En este instante, patrón.
Y ya estaban en el aceite, brincando, los pescados, cuando el mafioso
le gritó que le gustaba ir a ese restaurante porque siempre encontraba
lo que buscaba su paladar y el de sus compinches, que no eran pocos.
Juntaban mesas y mesas, cerca del filo del piso para mirar el mar, o
lejos para no empalagarse con el viento o en el rincón si era la hora de
negociar.
Gustaban de los chirrines. Cuando los conjuntos de música norteña
miraban que llegaban camionetas y camionetas. Hombres armados que
aseguraban el local, que cerraban las calles, que mostraban sin pudor
los fusiles automáticos y las fuscas bajo la camisa. Sabían que había
clientes y trabajo y propinas. Y quizá, si el jefe anda de buenas,
comida y algo de pisto.
Los de la banda se apuraban. Igual los vendedores de golosinas y
globos. Si el patrón trae a la cría, habrá venta. Desfilaban. Ritual de
besamanos al cacique, de rosario de peticiones, de ofrecer servicios y
productos, dar o recibir saludos propios y extraños. Todos recalaban a
ese restaurante. Habrá sido el surtido, la atención o la ubicación, pero
todos terminaban ahí y ahí desayunaban o comían, y extendían horarios o
fundaban y clausuraban fiestas.
La jefa llegó esa tarde. Pidió quince sarandeados. Arribó renegando:
no había encontrado pargos para ese platillo que tanto le gustaba. Se
sentó y la administradora se le echó encima para agradecerle que
estuviera con ellos. Vengo aquí porque me gusta y porque tiene surtido,
respondió mirando el mar. Hizo el pedido. Enseguida, dijo ella.
Un hombre se acercó a una mesa contigua y empezó a preguntar por la
ciudad, algunos lugares y objetos que quería comprar. Los que lo
escuchaban no pudieron responderle.
No somos de aquí, le dijeron. La jefa escuchó pero miró de reojo y no
se enroló en la charla. Alguien la ubicó y le dijo que le preguntara a
ella, porque ella sí era de la ciudad y conocía. El hombre se acercó y
le dijo disculpe, es que no soy de aquí y estoy buscando. Bueno, quiero
preguntarle si. La señora lo miró con desdén. Lo interrumpió. Habló
fuerte: No, yo no soy de este lugar. Este lugar es mío. Ahora sí,
pregúnteme.
9 de agosto de 2013.
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