Donato estaba dando clases en
la Facultad de Derecho. Tenía un doctorado en constitucional y venía de una
infancia en la que los juegos, luego de la lluvia, consistían en batir lodo con
manos y pies y patear un balón zurcido y abollado. Ahí estaba, disertando
frente a los estudiantes, cuando un hombre entró, sacó un arma y le disparó en
cuatro ocasiones.
Él se levantó como pudo y
quiso correr, pero algo se lo impedía. Quizá el miedo, las heridas, el pavor de
estar hincado frente a la muerte y que la boca negra de esa nueve milímetros le
estuviera sosteniendo la mirada. Los alumnos corrieron en cuanto vieron que el
sicario sacó la fusca y le apuntó al maestro: tumbaron mochilas, olvidaron
bolsos y celulares, patearon pupitres y algunos cayeron, tropezados entre ellos
mismos y entre los muebles del salón, y se levantaron para huir y ponerse a
salvo.
Donato quedó en el suelo,
inmóvil y apabullado. Miró a ese que irrumpió: él también lo vio pero como si
mirara un mueble, un perro herido y moribundo, creyó haber cumplido la orden de
darle muerte y guardó la pistola, dio media vuelta y salió de ahí con una calma
zombi. Se oyeron gritos a lo lejos y al maestro se le nublaba la vista.
Miró alrededor y nada. Nadie.
Aquella película se le presentaba en episodios. Se le nublaba la vista y al
aclararse todo era como si tuviera frente a sí una nueva oportunidad de vivir,
y luego otra vez las nubes negras, intermitentes, como esa claridad que le
sonreía. Vio una silueta que se acercaba y pensó que el matón volvía. Era un
alumno. Se puso en cuclillas, algo le preguntó y empezó a revisarlo. Le dijo no
se preocupe, maestro. Voy a ayudarlo. Lo revisaba, movía piernas y brazos,
quitó algunas prendas e hizo dos llamadas por teléfono.
Despertó en la cama de
hospital. Ahí se enteró que la orden de matarlo venía de un alumno que él
reprobó. No sabía que ese hijo de un narco le ordenó a un pistolero acabar con
él. Sin amenazas ni advertencias, las balas llegaron a él por un cinco en la
calificación. Que estupidez. Este cabrón me manda a matar porque lo reprobé,
dijo, quedo. Tenía voz para renegar, pero le salía flaca por las lesiones.
Cómo logré llegar hasta aquí,
preguntó a sus familiares. Su esposa le contó que ese alumno que se le había
acercado para ayudarlo era urgenciólogo. Eso le había ayudado a evitar que la
hemorragia fuera mayor. Supo lo que hacía y además llamó a la ambulancia y no
lo soltó hasta dejarlo en buenas manos.
¿Un urgenciólogo en mi clase
de derecho?, preguntó. Él te salvó. Y eso no es todo: una bala pegó en la
superficie superior del escritorio metálico, otra en la parte de arriba de una
de las patas y las otras dos fracturaron su fémur.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER
VALDEZ/ 28 agosto, 2016)
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