El domingo, las primeras
planas de los periódicos de la ciudad de México escurrían sangre. La Jornada:
Violencia imparable: 54 muertos en 10 entidades; Milenio: Sábado rojo: matan a
39 en 9 entidades; El Universal: La muerte viaja en bus: 4, esta semana;
Reforma: Calcinan a 10 y ejecutan a familia de 7; Excelsior: Guerrero y
Michoacán viven jornada violenta. Fue tan brutal esa jornada a través del
papel, que un experto comunicador, Néstor Martínez, colocó en su página de
Facebook: “¿Qué podemos esperar de un País (así)? Pues no mucho”. La
resignación es más bien frustración, o peor aún, impotencia. ¿Qué podemos
esperar de un País así? Que si sus gobernantes son incapaces de frenar la
violencia, que los ciudadanos no caigan en el conformismo, en la apatía o, en
lo último que debe suceder, que los muertos se conviertan en un simple número.
La estadística no es fría cuando la realidad muestra que en cualquier momento,
cualquiera de nosotros pasa a formar parte de la numeralia.
¿Qué sucedió el lunes? Una
vez más, a través de las portadas de los periódicos de la ciudad de México, lo
siguiente: Milenio: Julio, mes más violento desde marzo de 2013; El Universal:
Mueren 468 soldados en la lucha contra las drogas; Reforma: Suma Acapulco 11
muertos en un día; Excelsior: 105 muertos sólo el fin de semana. El miércoles continuó
ampliándose y matizándose la estadística, sin que pasara de ahí. Ningún grito
de horror en la clase política. Ningún freno al desasosiego por parte del
Gobierno. Ninguna exigencia de la sociedad civil para que esto se frene. La
violencia se ha insertado como parte del paisaje cotidiano en la Nación.
¿Nos hemos vuelto fríos o
insensibles? En absoluto. Somos individualistas y mezquinos. Si la violencia
toca a nuestras puertas gritamos, usamos las tribunas en los medios para
magnificar nuestros agravios y desgracias, y nos negamos a ser parte de la
estadística. Si no nos afecta en lo inmediato, dejamos que pase en cámara lenta
con una notable pasividad. Hemos perdido capacidad de asombro. Entre agosto de
2006 y octubre de 2015, reportó este año la PGR, se descubrieron 201 fosas
clandestinas en 16 estados donde hallaron 662 cuerpos. La noticia, en febrero,
pasó desapercibida. El dato, sin embargo, es monumental: en la mitad del País
hay sembradíos de cadáveres. En la búsqueda de los normalistas de Ayotzinapa,
se localizó 60 fosas con 129 cadáveres, ninguno de los jóvenes estudiantes, y
tampoco se dio un escándalo nacional.
La apatía de los mexicanos,
en sus cuerpos político y social, es espantosa. Peor, porque no hay una
explicación clara de lo que esté sucediendo en México. En 1975 la Comisión
Trilateral, un tanque de pensamiento financiado por las personas más ricas del
mundo industrializado, comisionó un informe al director del Centro de
Sociología de Organización de París, Michel Crozier; al profesor de Harvard y
afamado politólogo, Samuel Huntington; y al profesor de Sociología de la
Universidad Sofía de Tokio, Joji Watanuki, sobre el dilema de la gobernabilidad
en las democracias, al registrar su declive sin la capacidad de sus gobernantes para tomar decisiones que
permitiera su funcionamiento. Veían, en la parte negativa, la falta de un
propósito común, por lo que carecían de prioridades colectivas. Se había
deslegitimado la autoridad y perdido la confianza en los liderazgos. En la
parte positiva, observaban que “la operación efectiva de un sistema político
democrático, requiere usualmente alguna medida de apatía y de no
involucramiento por parte de individuos y grupos”.
Es decir, si la democracia
tenía menos juego democrático, podrían corregir las deficiencias del sistema.
La apatía jugaba a su favor, como sucedía en los regímenes autoritarios o
dictatoriales, donde la represión remplazaba el desinterés ciudadano. México en
aquellos años tenía un régimen autoritario que no terminó de evolucionar hacia
una democracia plena, y que nos tiene metidos en un pantano que, además,
apesta. La apatía nacional no fue aprovechaba por los gobernantes para
restaurar legitimidad y liderazgos. En cambio, el deterioro de los gobiernos se
acentuó y se puede plantear que amplias franjas del País viven una condición de
anomia, que es el estado de desorganización social como resultado de la
ausencia o degradación de normas sociales, que ya no son respetadas por los
individuos.
El concepto de anomia fue
desarrollado por Emile Durkheim, quien en su libro El Suicidio argumenta cómo
ese es el destino de una comunidad cuando los vínculos sociales se debilitan
debido a diferentes causas, y la sociedad pierde su fuerza para integrar o
regular a los individuos de manera adecuada. El caso más claro, pero no el
único, es Guerrero. Durkheim explicó hace más de 120 años, en otro libro, La
División del Trabajo en la Sociedad, que aún en las sociedades primitivas,
cuando la gente actúa y piensa en torno a una conciencia común, la anomia es excluyente.
En el caso del crimen, específicamente, aunque lo veía como un hecho social
normal, “ofendía de manera clara a la conciencia colectiva”, por lo que la ley
tenía que ser represiva y penal, para responder a la conciencia común.
Durkheim es una buena lectura
en estos tristes días mexicanos, donde se nota con fuerza la pérdida de la
capacidad de asombro y, por tanto, para vislumbrar sus consecuencias, de
actuar. Platón sería otro autor de dónde abrevar. El precio de la apatía hacia
los asuntos públicos, apuntó, es ser gobernado por los hombres malos.
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ESTRICTAMENTE
PERSONAL/Raymundo Riva Palacio/04/08/2016 | 04:00 AM)
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