lunes, 25 de febrero de 2013

EL ENVIADO



El enviado

Javier Valdez 
El hombre se paró en su puerta y tocó el timbre. Salió ella y luego su hija. Con voz pastosa preguntó si ahí vivía tal persona. La madre, esposa del susodicho, contestó que sí. No está y no sé cuándo regrese. Aquel insistió. Quería saber dónde lo podía encontrar. No sé. No sabemos nada. Solo se fue.

Dos días antes el esposo había llamado. Lo hizo desde un teléfono desconocido. Le explicó a su esposa que había tenido que irse inesperadamente: hubo unos problemas y tuve que perderme, luego te explico. Dile a mi hija que la amo y que no sé cuándo volveré ni dónde estoy.

El hombre permaneció ahí parado, asomándose a la casa, queriendo captar todo desde la puerta. Su esposo nos debe y mucho. Al patrón no le disgusta la casa. También tiene carros, quizá joyas. Obviamente su esposo le quedó debiendo dinero y el jefe quiere recuperarlo. Sabemos que no tiene efectivo. Así que las propiedades estarían bien.

Hosco y seco. Su voz de estopa y grietas se imponía. Su porte era marcial: pelo corto, pantalones de vestir pero no de marca; zapatos lustrados y negros, camisa desfajada para hacer invisibles los bultos; mirada de témpano y de pocas muecas al hablar. Brazos abajo, siempre. Manos abiertas. Casi ningún movimiento.

Hasta ese momento ellas desconocían del adeudo. Intuían a quién le debían. Se les ocurrió buscar a un abogado conocido, de esos de alcurnia. Encontraron a uno de confianza. Le hablaron y le pidieron que negociara. Aceptó y a las horas lo visitó el hombre que antes había hablado con ellas.

La casa está bien. O los carros o las joyas o terrenos. Él se espantó y le pidió tiempo. Dos días, que no pase de ahí. Como despedida le dejó un sobre con datos precisos: eso le indicaba que sabían quién era y que él debía saber quiénes eran ellos. Debía cumplir.

Qué es esto, de qué se trata, les dijo con un aire huracanado entre sus manos y en esa voz contaminada de angustia y una gorda tormenta de incertidumbre. No sabemos nada, solo que aquel tuvo que irse y que no hay tiempo. Hay que pagar. Hicieron cuentas: dos carros, las joyas, algo de efectivo.

Citaron al enviado aquel. Llegó puntual al despacho. El abogado se escamó. No quería que lo vieran con él y menos ahí, por eso le pidió que se vieran de nuevo en el sótano del edificio. Le entregó los papeles de dos carros, uno de ellos de modelo reciente. Pujó cuando vio los detalles, que ya conocía de sobra. Bueno, está bien. Pero hay un remanente, le dijo.

Sí, sí, claro. Y le dio una bolsa pequeña, de tela, con algunas joyas. Con esto queda todo saldado, licenciado. Y por favor no cuente nada de esto. Ni tenga preocupación alguna. Eso sí, pórtese bien: le apuntó con el dedo y lo miró fijamente, y se retiró.

(RIODOCE.COM.MX/ Javier Valdez/ Febrero 24, 2013)

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