Emiliano Thibaut
Todo comenzó cuando un día que oriné sangre recordé la trágica
película Biutiful y asustado comencé a hacer llamadas hasta dar con un
buen urólogo. No opté por el sector público porque sabía que ello podría
implicar varios días de espera hasta llegar con un especialista, y era evidente
que no había tiempo que perder.
Después de hacerme un ultrasonido, el doctor me informó que se trataba de un
tumor y que 90 por ciento de los tumores de vejiga son cáncer.
Decidí hacer uso
de mis ahorros para poder operarme de inmediato, pues sabía también que mi
seguro privado no cubriría el procedimiento médico por no haber completado aún
los primeros dos años de antigüedad.
El resultado de histopatología indicó que
se trataba de un extraño tumor benigno, que en ocasiones reaparece y, cuando
esto sucede, puede tornarse maligno.
El médico determinó que debía recibir ocho
aplicaciones semanales de quimioterapia preventiva.
Dado que en la operación
había gastado la mitad de mis ahorros, decidí recurrir al Seguro Popular para la
etapa de quimioterapia. Fui remitido al área de Urología del Hospital Civil
Viejo de Guadalajara.
Después de múltiples intentos, logré que me recibiera un
especialista. Éste me indicó que yo debía
conseguir por fuerala medicina y llevárselas para programar la aplicación.
Ante mi desconcierto me sugirieron
ir a Trabajo Social a ver si me podían
ayudar de alguna forma.
La
respuesta de éstos fue que intentarían conseguir algo con Cáritas y el DIF,
para juntar dinero por lo menos para una aplicación.
Dado el desolador panorama, me seguí tratando por la vía privada, hasta que
llegó el momento de hacer el primer
procedimiento de rutina, llamado cistoscopia.
El proceso para acceder a una cama del hospital civil tomó dos
meses. Acompañado de un buen libro, hice las largas filas abstraído del rudo
entorno. Así llegué a la cama 15 del pabellón Julio Clemen.
Una amplia sala con
altos y anchos muros coloniales, donde tenían todo tipo de pacientes: desde un
señor sin la mitad del cráneo, que parecía un cuadro de Picasso y, sin embargo,
reía; otro que tenía quemado el cuerpo entero, del que emanaban olores terribles
y cuya camilla estaba cubierta por un mosquitero a sólo tres camas de la mía;
otro señor con apoyo respiratorio, hasta casos sencillos como el mío. Tenía que
pasar al menos 30 horas ahí.
Llegó la hora de comer pero, para mi sorpresa, el carrito con cajas de unicel
pasó de largo. Pregunté por mi comida a una enfermera y su respuesta fue que
si los doctores no lo indican, no hay comida.
Tampoco me permitían salir,
pese a estar en perfectas condiciones para hacerlo, porque podía perder la
apetecida cama.
¿Cómo es posible eso? Los baños no cuentan con papel higiénico.
Pedí una frazada para pasar la noche, pero resulta que tampoco cuentan con
frazadas, porque
esas cosas las deben traer los pacientes.
¿Qué cubren
entonces los mil pesos que uno paga? Porque gratis, cien por ciento gratis, no
es.
Por fin llegó un camillero. Me llevó a uno de los 12 quirófanos. El doctor
que estaría a cargo del procedimiento era más bien un estudiante en su práctica
social.
No había visto los estudios ni el informe del especialista que me había
operado meses atrás.
Igual me dijo: de todos modos, usted tiene cáncer, pero no
se preocupe, que está apenas comenzando.
Yo le respondí que el estudio de
patología indicaba que no era cáncer.
Me respondió: todos los tumores de vejiga
son cáncer. Yo le insistí que el primer urólogo que vi me dijo que no tengo
cáncer. Me respondió con una sonrisa irónica que casi permitía adivinar que no
le gusta su profesión:
ándele pues, entonces no tiene cáncer.
El
anestesista pidió a la enfermera un material que no le pudieron dar. Vaya al
quirófano cinco o al siete y pídales que le presten uno, insistió… pero fue
inútil. De todos modos, resolvió de alguna forma.
Cuando desperté me llevaron de regreso al pabellón colonial. El casi doctor
me informó que habían encontrado una lesión tumoral de cinco centímetros y
retirado una muestra para analizarla.
Contrariado, le pregunté si habían
eliminado el resto del tumor que había vuelto a brotar. Su respuesta fue que no,
porque no estaba previsto en el procedimiento más que la revisión y el retiro de
una muestra.
Mire señor, me dijo, si usted se quiere quejar, vaya a un hospital
privado; aquí el paciente debe guardar silencio y escuchar lo que dice el
médico.
Le pedí su apellido, pues sólo sabía que se llama Francisco, pero no me
hizo caso, se dio la media vuelta y se fue. Yo mismo me quité el suero y aún
bajo el efecto de la anestesia me fui persiguiendo al casi doctor por el largo
pasillo.
Cuando lo alcancé estaba hablando agitadamente por celular. Poco después
llegaron tres colegas suyos. Me preguntaron que qué prefería, si que ellos
analizaran la muestra, lo cual tomaría dos meses, o que lo hiciera yo por fuera.
Opté por lo segundo. Me entregaron la bolsa de plástico con mi trocito de vejiga
flotando en formol.
Les pedí una receta de antibióticos. Cuando me la dieron,
agregaron: pida cita en urología para dentro de tres meses, y traiga los
resultados del estudio. Pero si es cáncer debería regresar antes, ¿no? –apelé, a
lo cual uno de ellos respondió: no le hace, usted pida cita para dentro de tres
meses. Esto sucedió hace un mes.
El resultado del laboratorio indicó:
sin evidencia de malignidad. El nuevo urólogo del sector privado que acabo de ver me confirmó que no tengo cáncer y que gozo de buena salud.
Debo repetir el procedimiento de rutina cada
tres meses por lo menos por un año.
¿Será aconsejable regresar al Seguro
Popular? ¿Qué pasa con los compatriotas que no tienen otra opción? Sin duda
ingresaré estas quejas ante la Comisión Nacional de Arbitraje Médico, ante
Derechos Humanos y ante el Ministerio Público.
Después de esta experiencia, cada
vez que escucho por radio y televisión el ridículo silbido de la campaña del
gobierno presumiendo que gracias a Calderón ahora todos los mexicanos tenemos
servicio de salud, constato que nos están tomando el pelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario