Como hormigas palpitantes en pos de su comunidad, los culichis
salieron de sus casas a enlodarse y verterse sobre los brazos secos por
la desgracia de quedarse sin nada, de ver pasar la muerte cerca, de
quedarse sin muebles, ni comida ni casa. Y salieron a darse, sin más, a
pesar de la esperanza agrietada y la vida agria que dejó a su paso el
huracán Manuel.
Los jóvenes enlodaron sus tenis Gucci o Converse o las sandalias
Crocs, para ayudar a sacar muebles de las viviendas anegadas, por
chapotear en el lodo de los camellones y calles arrasadas por las
lluvias, y en parques y colonias. Así, nomás porque les latió, se
acordaron de los demás: como esas dos jovencitas de la Guadalupe que
pusieron una mesa de plástico en la esquina de Obregón y Francisco
Zarco, como centro de acopio.
Convocados por ellos mismos. A la voz del vecino o el amigo, del
contacto en el Facebook y en las redes sociales. Invitados por
organizaciones ciudadanas e incluso por el Ayuntamiento, miles se
movilizaron durante viernes, sábado y domingo, para ayudar a los
damnificados: por cuenta propia, armados con palas, baldes y escobas,
desmañanados porque tenían que limpiar el zoológico del Parque
Constitución, húmedos por tanta lluvia y sudor, eufóricos y desbordados
por dar.
No cupieron los miles que llegaron al templo de La Lomita a
enlistarse como voluntarios. Muchos brazos y piernas, pocos carros,
camionetas cuatro por cuatro y góndolas. Y si no fue ahí será en otro
lugar, o más tarde o mañana.
Filas incontables de jóvenes, pandillas y tribus de muchos colores.
Ejército de la heroicidad anónima que se hizo pública y que no tiene
nombre: en el Polideportivo de la Universidad Autónoma de Sinaloa la
tarde del jueves eran más los voluntarios que los asilados, que fueron
llegando más y más, hasta ser mayoría. Hasta ahí llegó ese hombre con
cincuenta pizzas para los doloridos: le dijeron que de parte de quién,
contestó que de nadie, y solo alcanzó a explicar, conmovido, que su
madre había trabajado hasta jubilarse en esa casa de estudios y que él
quería regresar algo de lo que ella cosechó. Y se fue.
Desde el día funesto, ese 19 de septiembre, que desnudó las
debilidades de una ciudad tan comercial y aparentemente poderosa e
invulnerable, salieron los y las culichis como abejas africanas:
en bola. Fueron a las colonias, a Villa Juárez, a la costa, a los
asentamientos cercanos a drenes y ríos. En Culiacán, Navolato,
Angostura, Mocorito y otros municipios, el Gobierno del Estado habla de
140 mil damnificados. Pero son más. En algunas regiones, todos lo fueron
porque el desastre de unos contagió a otros.
Son los que viven cerca del río Humaya, los pescadores de Altata o
Yameto, los de la colonia 6 de Enero, o el poblado de Costa Azul o La
Reforma, en Angostura. Los pobres, los de las casas de varas y láminas.
Pero también los amurallados en fraccionamientos privados, clasemedieros
y más arriba, como los de Valle Alto o los de la Isla Musala: el lodo
invasivo como plaga les llegó a las rodillas, la cintura y más. Y cuando
se dieron cuenta, la humedad amenazaba cuellos. Y arrasó y atrofió y
dejó a miles en la calle, en techos, en plantas altas o aplaudiendo con
sus pies el fango o haciendo olas con ese andar desolado y triste.
Las lágrimas de ellos eran también lluvia: números estilando pérdidas
sobre pérdidas, en medio del desastre con rostro de páramo. Y a esas
tragedias respondieron las miradas de hormigas y abejas africanas de
esos jóvenes, como linternas bajo un cielo molesto y oscuro, un huracán
que dejó en dos días tres cuartas partes de lo que llueve en promedio en
un año en la entidad: más de 600 milímetros de agua. Las miradas como
fogatas de los cientos y miles de jóvenes. Voluntariosos y generosos.
Fue el otro desbordamiento, el de la solidaridad.
Los dos hermanos, ella de 19 y él de 15 en el zoológico, donde al
menos diez animales murieron. Fernanda en la colonia Lombardo Toledano.
Quien se hace llamar Gato Vago en el feis, liderando una
pandilla de locos enhiestos con bolsas de víveres en Villa Juárez,
Navolato. Se multiplicaron como células, como virus de amaneceres.
Clímax contra clima. Estaban en la plazuela Obregón, en un crucero
cualquiera detrás de una mesa de plástico, en la explanada del Centro de
Ciencias, recolectando víveres y ropa y agua y medicina.
Los de Recuperarte en la plazuela Obregón. Ganándoles la calle
a los automovilistas, con ingeniosas pancartas incitándolos a que le
entren a la solidaridad y se enteren de las gordas desgracias.
La convocatoria fue de boca en boca, a golpe de tecla en los
celulares, a grito abierto. El pedido de auxilio desbocado de quienes
tenían el agua hasta el pecho tuvo una respuesta más que vitamínica, más
que de aspirina, y fue la de esos jóvenes en sus cuatro por cuatro, en
sus Jet Ski, sobre cajas de góndolas y camionetas.
La heroicidad chapoteando, capeando el temporal, o en cuatro ruedas.
Sacaron al perro y al gato, a la anciana, al enfermo. Llevaron con sus
manos y sus miradas, sus gritos, la esperanza en botes de agua y
despensas.
Mensajes como lanzados en una botella de vidrio al mar. Grafías como
cometas para no sentirse triste, para que no los inunde, además del
agua, el pesimismo: no estás solo, ánimo, sí se puede, lo mejor es que
estamos vivos, todo estará bien, como escribieron Conchita
Quintana en las latas de atún, o Rotcéh Medina en las bolsas de pastas
para sopas. Mensajes escritos a mano, con plumón marcador, que valen más
en tiempos oscuros.
Una madre y tres muchachos parten cabizbajos del parque Constitución.
Casa llena en el zoológico. Traen palas, cubetas y escobas con cerdas
de plástico. Cavilan y levantan la cara. Ven el lodo en la banqueta del
malecón, del lado del río, y manos a la obra. Avidez de entregarse donde
sea pero ya.
Así respondieron, echando bulla en el muladar, peleando contra la
indiferencia, en un momento crucial, nunca antes visto en Sinaloa. No
importaron ropa de marca o chanclas a la hora de calzar, todos
estuvieron ahí sin conocerse, espontáneos y latentes, inspiración y
contagio, iluminando el suelo podrido con un sol que el cielo les negó.
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