lunes, 30 de septiembre de 2013

FOSA COMÚN

Le decía que la quería mucho, que era su reina. Él le daba bonches de dinero y ella le daba todo. Él le compraba carros de agencia y ella le bailaba sin que hubiera mesa o tubo de por medio. Él le sacaba la pistola y le hacía que la relamiera, y ella lo cacheteaba, se quitaba la ropa y se desenfrenaba.
 
Diez pistoleros se movían con ese hombre, jefe de una banda demencial de matones enclicados y adictos a todo: a la muerte y el llanto ajeno, a la tortura y sus gritos, la coca y los balazos, al insomnio y al bucanas. En las resbaladillas de la vida criminal habían hecho de todo y más y más bajo.

El jefe los arrastraba hasta ahí y hasta ahí iba ella. Guapa, de viento naciente al mover esas caderas de tabachín frondoso, ojos aceitunados que vestía de verdes pupilentes, rayos a veces y luces otras en la cabellera, treinta y seis b, cintura de bisturí y menos dos costillas. Barbi culichi y narca.

Un día ella le avisó que iban los guachos a una de las casas de seguridad. Tenía guardada droga, mucha. Le pidió que se movieran rápido y así lo hizo. A los diez minutos llegaron los guachos, revisaron y no encontraron nada. Se fueron. El jefe le preguntó cómo se había enterado, intrigado. Ella tenía sus contactos. Una adivina, entre ellos. Él festejó.

Otras veces él llegaba desatado. Igual la golpeaba porque le daba la gana. Había hecho un jale que no le resultó y se desquitaba. Otras ella le decía, Es la última vez que me tocas, pendejo. Y otras no eran sus frustraciones en los negocios, sino los celos. Le parecía demasiado arreglada. El escote como ventanal. La ropa untada, esa mirada de aleteo. Esos aires.

Y terminaban esas jornadas en el extasío, apagando fuegos en la sala o el comedor, sobre la mesa de pino, en el yacusi o en la alberca. Ojos en blanco, gritos, manoteos, zarpazos, mordidas y jadeos cavernarios. Terminaban mejor que como empezaban: la pierna de ella sobre el abdomen de él, la derecha de él sobre uno de los pechos, la melena de ella enjaulándolo.

Pero eran los celos. Siempre los celos, los que lo enervaban. Y cada vez más. Rabia y odio y putrefacción desbordaban de esa mirada y esa boca, y esas manos que parecían extensiones de fierro, gatillo y proyectil. Ahorita vas a ver hija de tu pinche madre. Así llegó a la casa, hasta ella. La golpeó hasta dejarla inconciente.

Llamó a sus hombres. Amárrenla. La decapitó. Y todavía con la sierra eléctrica ensangrentada pronunció quedo dos palabras, como si hablara solo: por puta. Todavía encarrerado por los celos y furibundo ordenó que enterraran el cuerpo y enviaran el resto a su familia. Los funerarios la depositaron en una tumba que nadie encontró y cuando los parientes hicieron el papeleo le pusieron fosa común.

27 de septiembre de 2013
(RIODOCE/  Columna Malayerba de)
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