lunes, 31 de octubre de 2011

GUERRA PERDIDA

Javier Valdez 
Calderón se equivocó y EU fracasa en el combate al narco, señala Ismael Bojórquez al recibir el premio María Moors Cabot 2011 otorgado a Ríodoce

Los periódicos mexicanos Ríodoce y El Diario de Juárez, que circulan en Sinaloa y Chihuahua, condenaron las acciones del presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico, ya que han provocado más violencia, no garantiza el ejercicio de la libertad de expresión y ha ubicado a ciudadanos y comunicadores en medio de una guerra en la que muchas de las agresiones vienen del Ejército y la Policía.

Ambas publicaciones recibieron el premio Maria Moors Cabot 2011 por su cobertura en tiempos violentos y los peligros que esto significa para los periodistas. También recibieron este galardón, que entrega la Universidad de Columbia —considerada la mejor escuela de periodismo en Estados Unidos y una de las más prestigiadas del mundo— el Arizona Daily Star, el reportero canadiense Jean-Michel Leprince y Carlos Dada, director del diario digital El Faro, de El Salvador.

En su discurso, Ismael Bojórquez, director del semanario Ríodoce, cuestionó la estrategia del presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico.

“No podemos pasar por esta tribuna sin condenar que el jefe del Ejecutivo federal no haya reconocido nunca que se equivocó, que por la falta de un diagnóstico certero y una estrategia sólida, condujo al país a niveles de violencia que no habíamos tenido nunca en la historia, multiplicando el dolor, el sufrimiento y la impunidad”.

Dijo también que el Gobierno de Estados Unidos está fracasando, ya que en ese país se ha incrementado el consumo de estupefacientes y se han expandido los cárteles de la droga. Ambos gobiernos, el de México y Estados Unidos, agregó, pierden la guerra contra el narcotráfico y “nadie emprende una guerra para ser derrotado”.

Osvaldo Rodríguez Borunda, director de El Diario de Juárez, dijo que el crimen organizado infiltró a la Policía y al Ejército, y el Gobierno ha sido incapaz de garantizar el ejercicio de los derechos de los ciudadanos y los periodistas en aquella región de Chihuahua.

“Los periodistas estamos en medio de una guerra y no sabemos si protegernos del Gobierno o del narco, de hecho, la mayoría de los ataques vienen de la Policía y el Ejército, y muchos de ellos ocurren sin que se den a conocer”.

La ceremonia se realizó en la antigua librería del campus, en Manhattan, y acudieron dirigentes de organizaciones sociales, académicos, integrantes de la familia Moors Cabot, periodistas, funcionarios de la ONU y el cónsul de México en New York, Carlos Sada.

 Los reconocimientos fueron entregados por Lee C. Bollinger, presidente de la Universidad de Columbia, quien expresó su preocupación por el contexto de guerra en que realizan su trabajo los periodistas latinoamericanos, destacando el peligro que representan para la libertad de prensa las organizaciones del crimen organizado.

Afirmó que son muchos los premios que entrega la Universidad de Columbia, pero él acude siempre a este acto porque considera que el oficio y la profesión de informar requiere estímulos ante los riesgos que corren los periodistas para realizar su trabajo en América Latina.

En su intervención, homenajeó el trabajo de los periodistas en México, donde en los últimos diez años han sido asesinados decenas de comunicadores y desde que el presidente Felipe Calderón declaró su guerra al narcotráfico han muerto por lo menos 40 mil personas.

Dean Nicholas Leeman, decano de la Escuela de Periodismo, señaló que a la Universidad le interesó esta vez llamar la atención sobre el trabajo periodístico en zonas de guerra.

La Universidad de Columbia otorgó este 2011 el premio al semanario Ríodoce y al Diario de Juárez por la cobertura “especialmente en áreas devastadas por la guerra contra las drogas”.

El María Moors Cabot es el segundo galardón en importancia en el continente, después del Pulitzer.

Este reconocimiento se ha entregado desde 1938 por la Escuela Graduada de Periodismo de la Universidad de Columbia. Julio Scherer, Carmen Aristegui, Jorge Zepeda Paterson y Jesús Blancornelas, son algunos de los mexicanos distinguidos por el Cabot.

También lo han recibido Andrés Oppenheimer y Mario Vargas Llosa. Carlos Dada, quien está al frente de un diario digital independiente y crítico, en un país donde menos del 2 por ciento de la población tiene acceso a Internet, dijo luego de recibir el reconocimiento que un país devastado por la guerra, el armamentismo, la violencia y los niños reclutados por el crimen organizado, seguirán combinando indignación, curiosidad y esperanza en su trabajo periodístico.

Jean Michel Leprince destacó la soledad que padecen quienes realizan la cobertura de Latinoamérica, entre los medios de Estados Unidos y Canadá, a los que parece no importarles lo que ocurre en estos países: “los canadienses no sabemos lo que está pasando (en América Latina) y tampoco los estadounidenses”.

 El comité del María Moors Cabot homenajeó al diario Arizona Daily Star, por darles rostro a los migrantes latinos, muchos de los cuales, a pesar de que tienen años viviendo en suelo norteamericano y han aportado al desarrollo de aquella región, sufren violaciones a sus derechos humanos.

La selección de los ganadores se hace bajo la asesoría y aprobación de la Junta Directiva de los Premios María Moors Cabot.

 Los miembros de esta junta en 2011 fueron: Arlene Morgan, presidenta y decana asociada de programas y premios en la Escuela Graduada de Periodismo de la Universidad de Columbia; Josh Friedman, director de los Premios María Moors Cabot; David C. Adams, editor de Poder; José de Córdoba, corresponsal especial de The Wall Street Journal;

 John H. Coatsworth, decano de la Escuela Graduada de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Columbia; Michèle Montas, representante especial del secretario general de las Naciones Unidas en Haití.

 También María Teresa Ronderos, directora de Semana.com; Edward Schumacher-Matos, director del Programa de los Estudios de Migración e Integración de la Universidad de Harvard; Paulo Sotero, director de Instituto Brasil, Programa Latinoamericana, Centro Internacional para Alumnos Woodrow Wilson y Enrique Zileri, director de la revista Caretas de Perú.

Cinco de los diez miembros de la Junta Directiva de los Premios Cabot han recibido el premio. Nadie inicia una guerra para ser derrotado Antes que nada agradezco a la Escuela de Periodismo y a la propia Universidad de Columbia, al jurado, por supuesto, este reconocimiento de tan noble y reconocida trayectoria.

 Lo hago en nombre de todos los que han hecho posible que este pequeño barco de papel llamado Ríodoce, que nació casi como una quimera, como una locura que valía la pena vivir, siga navegando a veces en aguas turbulentas, pero en ocasiones también, como esta noche, en aguas diáfanas y prometedoras de un buen puerto.

Nos llenó de alegría la noticia de este galardón, no solo por nosotros, también porque entendemos que representa un reconocimiento y un estímulo para todos los medios de comunicación y periodistas que día con día se juegan la vida en medio del fuego cruzado entre las organizaciones criminales y entre estas y las fuerzas del Gobierno.

El periodismo mexicano vive ahora una tragedia. Decenas de reporteros han sido asesinados por las bandas del narcotráfico en los últimos años y muchos de nuestros compañeros han sido perseguidos, secuestrados, golpeados, amenazados, lo cual ha provocado una gran autocensura que se ha instalado hoy en las salas de redacción.

Por eso es más loable el trabajo que los periodistas realizan todos los días en las zonas de guerra sabiendo de antemano los riesgos que entraña el oficio.

Y por eso es más valioso el estímulo que recibimos ahora a través del Cabot. Le comenté a una compañera de Torreón, Coahuila, una de las zonas más peligrosas para los periodistas hoy día, que veníamos a la Universidad de Columbia a recibir el Cabot; manda algún mensaje, le pedí: “Habla de cómo el mundo nos ve como una gran tumba —me dijo de inmediato—, y de cómo a pesar de esas condiciones gente como tus compañeros de trabajo y como los míos, y en todo el país, sigue aferrada, por convicción o por necesidad, a un oficio sin blindaje, ni del Gobierno, ni de la sociedad; háblales del enorme miedo que se tiene al ejercer el periodismo, y de cómo muchos han decidido continuar, tratando de evadir los cuernos de ese gran toro que es el narco, siempre coludido con el Gobierno, y ahora también con los empresarios, muchos de los cuales lavan el dinero que proviene de las drogas”.

No estamos aquí para juzgar la lucha del presidente Felipe Calderón contra el narcotráfico, pero tampoco podemos pasar por esta tribuna sin condenar que el jefe del Ejecutivo federal no haya reconocido nunca que se equivocó, que por la falta de un diagnóstico certero y una estrategia sólida, condujo al país a niveles de violencia que no habíamos tenido nunca en la historia, multiplicando el dolor, el sufrimiento y la impunidad.

Tampoco venimos a juzgar el papel de los Estados Unidos en esta lucha, pero es evidente que también está fracasando si nos atenemos a informes oficiales recientes sobre el consumo de estupefacientes aquí y sobre la expansión creciente que tienen los cárteles mexicanos sobre el mercado de las drogas ilegales en este país.

No tenemos claro cuál es el papel que está jugando el Gobierno norteamericano en este contexto, y en todo caso vemos mucha turbiedad en expedientes como Rápido y furioso —solo por citar alguno—, cuyas motivaciones no han quedado suficientemente claras, ni para el pueblo de Norteamérica, ni para los mexicanos.

Por eso nos quedamos con una convicción que puede resultar, si se quiere, un abono a la desesperanza: no solo México está perdiendo la lucha contra el narcotráfico: también empiezan a perderla los norteamericanos. Y nadie inicia una guerra para ser derrotado. Muchas gracias. Discurso pronunciado por Ismael Bojórquez al recibir en Nueva York el premio María Moors Cabot 2011.

Un barquito en Manhattan Javier Valdez. Para Mariaté Ronderos, con gratitud incalculable.

Estuvo bueno “el jalón”: desde Sinaloa hasta Nueva York, pasando por Mazatlán, Culiacán, Ciudad de México, hasta llegar a la “gran manzana”, como le llaman. Así lo hizo Gerardo. Para él tuvieron que pasar cerca de cincuenta años para pisar el Central Park, el puente Brooklin y la Quinta Avenida, a pesar de que ha visitado varias veces Estados Unidos.

Para Ríodoce sumaron más de ocho años y 456 ediciones de este periódico semanal. Y todo para recibir el premio Maria Moors Cabot, el segundo en importancia en el ámbito periodístico, después del Pulitzer.

 El galardón lo entrega anualmente la Universidad de Columbia y acudieron a recibirlo Ismael Bojórquez, el director, y Javier Valdez, coordinador de zona norte.

Al séquito se unieron Óscar, el Niquelado, hermano de Ismael, su hija Valentina y los académicos José Antonio Ríos Rojo y Gerardo López Cervantes, parte esencial de Ríodoce desde que el semanario nació: solidarios, generosos, aventureros y enjundiosos. “Si ustedes no van, nosotros recogemos el premio”, dijo días antes de la partida Ríos.

Le temblaban los pliegues de los ojos. Brincaban sus pupilas. Parecía más excitado que noqueado, como estábamos varios del equipo de este periódico.

Fueron muchos los preparativos, las llamadas y los correos. Que los boletos, que mover el regreso para disfrutar más la ciudad, esos estertores cosmopolitas y el palpitar del corazón del imperio, y su metro sombrío y ruidoso, pero limpio y vibrante: desfile de botas de cuero, sombreros, chaquetas, paraguas, gabardinas, tatuajes y un bamboleo cazamiradas.

En verano es insoportable: las negritas se contonean en shorts por Wall Street y los mercados mundiales se tambalean. La Policía Ríos Rojo se la temía.

Por eso pidió con mucho tiempo que se le hiciera llegar la invitación a la ceremonia de entrega del Cabot. La llevaba asida a la mano, tatuada en su maletín, junto a la compu. Salió junto con Gerardo a Mazatlán, a las cinco de la mañana, a tomar el vuelo.

Allá pasó por ellos Arturo Santamaría, otro cómplice de Ríodoce, quien en lugar de llevarlos al aeropuerto, a tomar ese vuelo redondo de poco más de 6 mil pesos, los traía, despistado, de regreso a Culiacán.

Tuvieron que despertarlo y recordarle: vira a la derecha, todo a la derecha, o vamos a perder el vuelo. En dos ocasiones bajaron del avión hasta llegar al John Fitzgerald Kennedy, casi a las diez. Ahí, en el aeropuerto neoyorquino, lo atoró un oficial de la Policía. Revisó una y otra vez la documentación.

Miró y miró, con lupa, con una mirada escudriñante y quirúrgica, a Ríos. Gerardo no batalló. Desenvuelto le dijo al guardia que venía a recoger un premio. Sin dudarlo, el gringo le dijo, casi a gritos: “Oh, congratuleichon”. Y lo dejó pasar.

Pero Ríos se las olía. Fue retenido ahí e interrogado una y otra vez. Recordó la invitación y les dijo, en un inglés a la Vicente Fox: “Inviteichon, inviteichon”.

Pero no le creyeron. Se apiadaron de él, así pareció, cuando un poli le preguntó a otro que por cuánto tiempo le iban a dar oportunidad de permanecer en Estados Unidos, y aquel contestó, generoso, dale seis meses.

El guía El Niquelado era la diferencia. Había estado en Nueva York al menos dos veces y sabía de sus trucos y atajos con una practicidad envidiable.

Por aquí, por allá. Museos, librerías, el Central Park, el subgüei, su inglés culichi y esa cadencia generosa para desatar nudos y ubicar al grupo de rijosos que comandaba, que parecían querer unirse a los indignados que habían tomado una plaza, a pocos metros de Wall Street.

 Él y el resto, colaboradores ausentes, socios fallecidos y vivos —todos latentes en la memoria de los ríodocenos—, lectores, los pocos-muchos empresarios anunciantes, organismos y demás especímenes, hicieron posible el nacimiento de este periódico: un barquito de papel que resiste, navega en ocasiones en aguas turbulentas y violentas —a veces por el narco, otras por el Gobierno, las demás por ambos—, y las dificultades económicas y la sobrevivencia, y a veces en aguas calmas, diáfanas. Siempre en busca del puerto seguro: lejano, ausente, quimérico.

Esa complicidad les dio cobija y prendió la fogata. Permitió arrancar, publicar lo que pudo haber sido una sola página, doblada, impresa por ambos lados.

Ahora navega en aguas internacionales, aunque sigue siendo un pedazo de papel, una embarcación que el viento arrastra, una locura tierna y venturosa y apasionada, en el río Hudson.

Y sus tripulantes le guiñan y se asoman bajo las prendas de la Estatua de la Libertad.

 Cuarto para seis
 Acá hace un frío de la chingada. Uno de los días llegó a seis grados. La lluvia pegaba de lado y los paraguas sucumbían, protestaban, doblados, como negras aves desmayadas.

 En el Lucerne, por la 79, a pocos metros del bulevar Brodway y a unos cuantos kilómetros de las altas moles que están cerca de los testículos de Dios, conseguimos dos cuartos para los seis. Tres y tres, pero en espacios de una sola cama.

Dos de nosotros, en cada uno de los cuartos, dormimos en el piso. Es bueno pa la columna, dijo Ríos. Y todos teníamos de repente lumbalgia, quistes en los discos y dolores de espalda, y un cóccix delicado.

“Ancianos prematuros”, dijo Ríos, secundado por carcajadas colectivas, certero y ocurrente. “Inviteichon. Congratuleichon”, fue la venganza.

Un baño, una cobija, cuatro almohadas, cuatro toallas y una pajarera. Guarida crecida a punta de chingazos, de presiones, de golpes a las teclas de la computadora, acechanzas de los fusiles que le sostienen a uno la mirada, cerco aislante y represión de un gobierno que cambia cada tres, seis años, pero que sigue siendo el mismo.

Eso fue esta compañía de seis locos: que se ensancharon los sueños y llegaron hasta Nueva York, que hubo al fin dónde guarecerse, que allá, a lo lejos, alguien encendió un faro y nos dijo que íbamos bien, y que aunque falta mucho, es hora de reconocer.

Y nos entregaron, esa noche de mucho frío y viento, cálida por los abrazos y las manos tendidas, las miradas luminosas y los flashazos, y los disfraces de Corleone con “esmoquin”, el Moors Cabot.

 Y uno se siente menos solo. Menos loco. Y le crecen las alas. Y vuelas, flotas, esperando, cuidando no despegar los pies del sueño. Y la ciudad, esa mole en la que habita gente que siempre pide por favor y da las gracias, y habla en español, no sin dificultades, a este séquito de orates nos dio la bienvenida y la bienpartida, y nos trató bien.

En sus banquetas, camellones y parques, al día siguiente, había un cementerio de paraguas fallecidos.

Nosotros no: seguíamos vivos, erguidos, preguntándonos, cerquita, entre nosotros, carcajeados, si era cierto que estábamos ahí, en “niuyor”. Sí, dijo Óscar, el Niquelado, estamos aquí.

 Llegamos lejos. La hicieron, batos. Y fue un buen jalón: desde ese pueblo de Mocorito, llamado El jalón, donde nació Gerardo López Cervantes, hasta Nueva York. Y qué jalón.

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