En
vez de instalar el temor, el asesinato de la líder ambientalista fortaleció su
legado: las comunidades lencas en Honduras se siguen organizando para luchar
por sus territorios y su segunda hija, Bertha Zúñiga Cáceres, se ha convertido
en una de las dirigentes de este movimiento.
JOSEPH
ZÁRATE/NYT
RÍO
BLANCO, Honduras — Bertha Zúñiga supo desde niña que defender un río o un
pedazo de tierra podía ser una ocupación mortal. Lo supo a través de su madre,
que marcó los recuerdos de su infancia: mamá en televisión denunciando la
corrupción del gobierno durante una protesta; mamá llegando de noche con el
brazo morado por el garrotazo de un policía; mamá vigilada por un extraño en un
coche sin matrícula.
“Ser
hija de Berta Cáceres a veces era muy agobiante. Era tan frecuente el peligro,
que se volvió normal vivir así”, dice ahora Zúñiga, junto a un altar de flores
rojas. “En un momento pensé: ‘Ojalá mamá se dedicara a otra cosa’. Luego
comprendí que el mundo necesita gente como ella”.
Es
una mañana calurosa de sábado, 4 de marzo de 2017, día en que Berta Cáceres, la
activista más reconocida de Honduras, hubiera cumplido 46 años. En la comunidad
de Río Blanco, a tres horas en auto desde La Esperanza, el pueblo donde Cáceres
nació, decenas de comuneros, activistas extranjeros y periodistas se han
reunido a la sombra de un roble de casi cien años: aquí es donde Cáceres reunía
a los indígenas lencas para organizar la resistencia contra el proyecto de una
represa que iba a secar el Gualcarque, un río sagrado para ellos.
Ahora,
bajo el mismo roble, la única de sus hijas que heredó su nombre la recuerda.
Zúñiga
tiene 26 años, pero si le viera caminar por la calle, alguien podría
confundirla con una adolescente muy seria que aún no termina la secundaria. Su
apariencia frágil engaña: a su edad es licenciada en Educación graduada en Cuba
y, a fines de mayo de este año, fue elegida como coordinadora general del
Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), la
organización que su madre fundó y lideró hasta el 2 de marzo de 2016: el día en
que dos intrusos armados entraron a su casa cerca de la medianoche y la mataron
a balazos.
“Mi
madre no murió, sino que fue puesta en esta tierra como una semilla”, dice
Zúñiga frente a una muchedumbre que celebra su metáfora. Una anciana quema
copal y murmura un rezo mientras el humo se expande entre las banderolas del
Copinh y la gente que lleva camisetas con el rostro de la activista. Los niños
dejan velas encendidas junto al altar que tiene un cuadro con su retrato más
famoso: el que los medios del mundo difundieron en 2015 cuando Berta Cáceres
recibió el premio Goldman, considerado el nobel ambiental, por su lucha en
defensa del territorio lenca, la etnia más numerosa de las ocho que habitan
Honduras.
“No
solo querían matarla, querían descabezar la organización, desaparecerla”, dice
Zúñiga. “Pero se equivocaron”.
Hay
quienes la llaman “la heredera”, pero a ella no le gusta el título. “No me
siento ‘la heredera’ de mi madre, porque las luchas son colectivas”, dice
Zúñiga.
Para
Berta Cáceres, algunas luchas y sus diferentes enemigos —la explotación de la
naturaleza, el racismo, la discriminación sexual, la opresión de las mujeres—
eran una sola. Cáceres se preocupó de organizar talleres para que los lencas
conocieran sus derechos. Les daba información de cómo las represas habían
afectado a otros pueblos en el mundo, como en Guatemala y Brasil. Creó un
albergue para mujeres que eran maltratadas por sus maridos y un área dentro del
Copinh para proteger los derechos de la comunidad LGBT, algo inusual en las
organizaciones indígenas de América Latina.
“Gracias
a Berta pude identificarme públicamente como gay, a sentirme bien conmigo
mismo”, dice José Gaspar Sánchez, de 24 años, coordinador de Diversidad Sexual
y uno de los líderes principales del Copinh. “Berta también sufrió violencia
machista en su hogar. Por eso luchó para sacar esa mentalidad de las
comunidades”, dice Lilian López, de 42 años, discípula de Cáceres y hoy
coordinadora de las Mujeres en la organización. “La compa se llenaba de ira al
ver que los autoridades, los empresarios, hasta algunos familiares insinuaban
que ser indígena es ser ignorante”, dice Tomás García, dirigente lenca que
asumió el cargo de Cáceres inmediatamente después de su muerte. “Con ella
iniciamos un ‘proceso emancipatorio’ y no vamos a parar”.
A
un año del homicidio de Cáceres, los dirigentes del Copinh y las casi 200
comunidades que agrupa en varios distritos y provincias, continúan en ese
trabajo. Y ahora Bertha Zúñiga, su hija, ha decidido abrazar ese legado.
Desde
que su madre murió, Zúñiga decidió dejar por un tiempo la maestría en Estudios
Latinoamericanos que cursaba en Ciudad de México para trabajar a tiempo
completo en el Copinh y seguir de cerca las investigaciones del homicidio de su
madre. Un crimen que, según Zúñiga, solo muestra señales de continuar impune.
Un
hombre lenca durante la vigilia por el primer aniversario del asesinato de
Berta Cáceres en La Esperanza, departamento de Intibucá, en marzo de 2017
Credit Oswaldo Rivas para The New York Times
Hasta
junio de 2017, ocho hombres han sido acusados de su asesinato: algunos están
vinculados con el ejército hondureño y dos de ellos tienen relación con la
compañía Desarrollos Energéticos S. A. (DESA), dueña de la represa. La empresa
ha negado “cualquier vinculación con hechos de violencia o intimidación en
contra de cualquier persona” en relación con este caso.
El
proceso judicial, sin embargo, tiene un velo de sospecha: el expediente fue
robado dos veces y la fiscalía lanzó acusaciones sobre luchas de poder internas
en el Copinh, deslizando la posibilidad de que el autor del crimen fuera alguno
de sus miembros.
Zúñiga
dice que no le sorprende: hay periodistas y troles de internet que cuelgan
videos difamando al Copinh y a ella, diciendo que se aprovecha del nombre de su
madre, que ella y sus hermanos se pasean por el mundo desprestigiando a
Honduras, que se aprovecha de la pobreza del pueblo lenca para enriquecerse.
“Mi
madre nos advirtió de todo lo que se venía”, dice Zúñiga. “Ella decidió asumir
el costo más alto. Ahora estamos preparados para asumir el nuestro”.
‘QUIEREN LLENARNOS DE TERROR’
La
figura de un padre o una madre que han dado su vida por una causa siempre marca
a sus descendientes: hay quienes huyen de ese legado y quienes sienten la
necesidad de asumir esas luchas.
La
brasileña Elenira Mendes, hija del ambientalista Chico Mendes, creó un
instituto para continuar con la lucha de su padre luego de su asesinato. El
peruano Víctor Pío, hijo de un respetado jefe asháninka, vive amenazado por
asumir el liderazgo de su comunidad luego de que traficantes de madera
acribillaran a su padre, quien llevaba veinte años pidiendo la titulación de
sus tierras. El mexicano Isidro Baldenegro, hijo de un líder tarahumara, tomó
el puesto de su padre cuando unos sicarios lo mataron por defender los bosques
de su etnia. En enero de 2017, Baldenegro —quien recibió el Premio Goldman al
igual que Cáceres— fue asesinado igual que su padre.
La
tumba de Berta Cáceres en La Esperanza, con las flores que amigos y familiares
le dejaron por el primer aniversario de su muerte, en marzo de 2017 Credit
Oswaldo Rivas para The New York Times
Los
cuatro hijos de Cáceres no tomaron la bandera de su madre por un arrebato de
heroísmo: aprendieron a querer y respetar las luchas sociales desde niños.
En
las fotos familiares, una Berta Cáceres veinteañera aparece cargando en hombros
a alguna de sus hijas durante las marchas. Su hijo menor, Salvador —22 años,
estudiante de Medicina en Argentina—, casi nace dentro de un taxi cuando ella
se dirigía a una protesta. Cuando eran niños Cáceres solía leerles cuentos
sobre el racismo, la guerra y el cuidado de la naturaleza. Aprendían juntos las
canciones de Silvio Rodríguez, Mercedes Sosa y cantos indígenas. En las
asambleas del Copinh tomaban fotos, ayudaban en la cocina, organizaban la radio
comunitaria.
Bertha
Zúñiga cuenta que solían pasar semanas enteras en las comunidades lencas. Para
Cáceres era crucial que ellos conocieran cómo vivían los chicos indígenas. Que
supieran por qué ellos no iban a la escuela, por qué sus padres tenían que
partirse la espalda en los campos por menos de 2,50 dólares al día; por qué
Honduras tiene los niveles más altos de desigualdad de América Latina: cerca de
seis de cada diez hogares de las zonas rurales viven en pobreza extrema.
‘A
veces no quería enterarme de todo eso, pero ella nunca dejó que viviéramos
indiferentes a esa realidad’.
LAURA ZÚÑIGA, HIJA DE BERTA CÁCERES
“A
veces no quería enterarme de todo eso, pero ella nunca dejó que viviéramos
indiferentes a esa realidad”, dice Laura Zúñiga, de 24 años, estudiante de
Obstetricia en Buenos Aires.
Ella,
al igual que sus hermanos, participó de movimientos estudiantiles y marchó
junto a su madre para defender los derechos de las comunidades lencas. Durante
las protestas, Cáceres les enseñaba también cuándo agacharse para no respirar
el gas lacrimógeno que arrojaban los policías, qué distancia mantener de ellos
para que no los arrestaran, cuándo correr y protegerse de las balas.
“Pero
luego nos comenzamos a meter demasiado, al punto de no querer ir a estudiar, y
Berta no nos soportaba dentro”, recuerda Olivia Zúñiga, de 27 años, abogada y
candidata a diputada al Congreso Nacional de Honduras por el Partido Libre. La
hija mayor de la activista cuenta que, durante el golpe de Estado a Manuel
Zelaya en 2009, ella salía a escondidas a alguna toma de universidad o a
marchas donde era seguro que ocurrieran enfrentamientos con policías y
militares. Debido al peligro, Cáceres recibió apoyo de organizaciones
internacionales para que tres de sus hijos estudiaran fuera de Honduras.
“Queríamos
ser como ella”, dice Olivia Zúñiga. “Y mi madre entendía, pero no quería
exponernos. De algún modo éramos su punto débil”.
Berta
Cáceres sabía que, al menos en su país, las luchas sociales nunca fueron un
asunto de sosegados idealistas.
Honduras
es considerada el lugar más peligroso en el mundo para los activistas
ambientales. Este país, donde ocho de cada diez homicidios quedan impunes,
tiene la mayor cifra per cápita de asesinatos de activistas. Según Global
Witness, 123 activistas hondureños han sido asesinados en los últimos siete
años. Y esa cifra solo registra los casos conocidos.
De
todas esas muertes, la de Cáceres fue la más sonada, la que ocupó titulares
internacionales. Su asesinato, sin embargo, era solo un eslabón en una cadena
de crímenes que venía de años atrás en el país. Las víctimas eran indígenas
lencas, miembros del Copinh que también se oponían a la construcción de la
represa en Río Blanco.
Un
hombre lenca durante el acto por el primer aniversario del asesinato de Berta
Cáceres en la comunidad de Río Blanco, en el departamento de Intibucá Credit
Oswaldo Rivas para The New York Times
En
2013 un soldado mató a balazos al dirigente Tomás García durante una marcha
contra la empresa DESA. En 2014 mataron a William Jacobo Rodríguez y, meses
después, a su hermano de 15 años. El mismo año, el activista Juan Francisco
Martínez fue asesinado y arrojado al río. En 2016, días después del asesinato
de Cáceres, mataron de un disparo en el rostro a Nelson García cuando volvía a
casa tras el desalojo de una comunidad por parte del ejército. Meses más tarde,
Lesbia Janeth Urquía, otra activista del Copinh, fue encontrada muerta en una
escombrera.
“No
tenemos a dónde acudir, no tenemos ninguna confianza en el sistema de
justicia”, dijo Berta Cáceres en 2013, ante Amnistía Internacional. “En
Honduras defender los derechos humanos es un crimen, quieren llenarnos de
terror”.
Antes
de ser asesinada, Cáceres denunció 33 amenazas de muerte ante el Ministerio
Público. Eran llamadas anónimas, correos electrónicos, mensajes de texto o
amenazas directas de agentes de seguridad. Sus familiares cuentan que la
activista tuvo la opción de refugiarse un tiempo en Estados Unidos donde reside
una de sus hermanas, pero la rechazó. Comenzó a preocuparse en serio cuando las
amenazas fueron más allá de ella y de su organización, y alcanzaron a su madre,
a sus hijos y a su nieto de seis años.
‘NO SOY CRIADA DE NADIE’
Tres
semanas antes de que le dispararan, Berta Cáceres decidió dejar la casa de su
madre en el barrio El Calvario y mudarse a una casa de una planta en El Líbano,
un barrio rodeado de lomas verdes, a las afueras del pueblo. Sus amigos le
decían que era peligroso mudarse a un lugar tan apartado. Cáceres insistía que
allí estaría más tranquila. Quería proteger a su familia.
La
casa donde fue asesinada Berta Cáceres en La Esperanza, en el departamento de
Intibucá Credit Oswaldo Rivas para The New York Times
“Había
una carga terrible sobre ella”, recuerda Austra Bertha Flores y cuenta que su
hija visitaba a un médico para que la ayudara a sobrellevar la presión. “Ante
los demás no lo demostraba, pero yo la sentía con mucho temor. Decía:
‘Cualquier ratito me van a doblar estos hijos de puta’”.
La
madre de Berta Cáceres tiene 84 años, una trenza larga y plateada hasta la
cintura y el semblante de una abuela paciente. Enfermera de oficio, ha asistido
más de cinco mil partos a lo largo de su vida. El pueblo admiraba tanto su
labor que la eligió alcaldesa de La Esperanza en tres ocasiones. También fue
gobernadora de Intibucá y diputada del Congreso Nacional en tiempos en que las
mujeres en Centroamérica difícilmente tenían acceso a la vida política.
Sentada
en la sala de su casa, hoy vigilada por unos policías armados con rifles, doña
Austra Bertha recuerda los días en que su hija se encerraba en la oficina de
muebles viejos que llamaba “la ratonera”, estudiando documentos y bebiendo café
tostado con pimienta, como se acostumbra en la Honduras rural. O llegando de
noche con una mochila con su laptop y papeles del Copinh, quejándose de un
dolor punzante en la espalda. Eran hernias que, por falta de tiempo y dinero,
no podía tratar.
Austra
Berta Flores, madre de Berta Cáceres, en su casa en La Esperanza, departamento
de Intibucá, en marzo de 2017 Credit Oswaldo Rivas para The New York Times
La
activista más reconocida de Honduras solía decir que no solo había heredado el
nombre de su madre, sino también su vocación social. Berta Cáceres era una niña
cuando recorrían juntas las comunidades lencas para atender a las parturientas.
Ella calentaba agua en una olla, le alcanzaba a su madre las jeringas y las
pinzas, alumbraba la cabaña con una vela. También llevaba medicinas y alimentos
hasta los campos de refugiados salvadoreños que su madre apoyaba. Uno de sus
hermanos mayores había sido guerrillero en Nicaragua y había vivido en la Unión
Soviética. Berta admiraba a ese hermano. Quería ser como él.
En
casa a nadie le sorprendía que cada año la eligieran dirigente estudiantil.
Cáceres procuraba destacar en lo que hiciera: desde participar en debates
políticos hasta en certámenes de belleza del pueblo, como la Feria de la Papa y
Señorita Municipalidad. La activista que vestía camisas sueltas y jeans
gastados, en las fotos de su adolescencia aparece sonriente con elegantes
vestidos satinados, capas rojas y tocados de plumas multicolores. Nunca ganó la
corona; solo el segundo lugar: el de princesa. “Pero era una princesa bien
peleona”, cuenta su madre: “Le daba patadas a sus hermanos”. Ellos se enojaban
cuando Berta se negaba a servirles la comida. Esperaban eso de ella por ser
mujer. “No joda”, les contestaba, “no soy criada de nadie”.
“Lo
que más me atrajo de ella fue su carácter y su valor, era una mujer sumamente
irreverente, aunque podía ser bastante autoritaria”, recuerda Salvador Zúñiga,
su ex esposo y padre de sus hijos. Berta Cáceres tenía 17 años cuando se
casaron y tuvieron a Olivia. Cáceres se había graduado del instituto como
maestra de primaria, pero no buscaba el cambio social en un salón de clase.
Cuando
Olivia cumplió un año, Cáceres y Zúñiga, jóvenes de izquierda, fueron llamados
a unirse a las filas de la Resistencia Nacional en El Salvador. Salvador cuenta
que le pidió a Berta que se quedara en el pueblo a cuidar a la bebé mientras él
iba solo al frente. Ella se rehusó. “¿Por qué no te quedás cuidando a la niña
vos y yo me voy?”, recuerda que le dijo. Fue inútil que él insistiera: dejaron
a la niña con una tía y viajaron juntos para unirse a la guerrilla.
Tras
la firma de los Acuerdos de Paz en El Salvador, la pareja regresó a Honduras.
Con esa experiencia revolucionaria ayudaron a organizar las comunidades, a
plantear una estrategia en tiempos de paz. En 1993, mientras criaban a tres
niñas, fundaron el Copinh bajo la bandera de una nueva lucha: defender el
medioambiente y reivindicar la identidad indígena.
Una
mujer lenca junto a su hijo durante el aniversario del asesinato de Berta
Cáceres en la comunidad Río Blanco, en marzo de 2017 Credit Oswaldo Rivas para
The New York Times
Cáceres
solía decir que su bisabuela era lenca. En una de las paredes de “la ratonera”
todavía puede verse colgado el viejo retrato que la activista conservaba de
ella. “Nuestra familia se mezcló”, dirá doña Austra Bertha, “pero ella abrazó
esa identidad”.
“Yo
soy lenca, soy indígena”, solía decir en público. Y para Cáceres no había
declaración política más poderosa que esa.
‘MI VIDA LA TENGO DISPUESTA’
Por
mucho tiempo los lencas parecían una etnia destinada a desaparecer. Durante
cinco siglos las élites del poder en Honduras —los colonos españoles, los
hacendados criollos, los dueños de corporaciones— arrebataron las tierras más
fértiles de los valles, arrinconando a los lencas hacia las laderas de las
montañas. Familias enteras abandonaron sus aldeas y migraron a otros pueblos y
ciudades en busca de un mejor futuro. Olvidaron su lengua y dejaron sus
costumbres para que no los discriminaran.
“Antes
no teníamos rituales ni quemábamos copal ni hacíamos altares, ¿sabe?”, dice
Rosalina Domínguez, 46 años, discípula de Cáceres y una de las principales
líderes de la comunidad Río Blanco. “Éramos lencas, pero la cultura la habíamos
perdido”.
Domínguez
recuerda que al inicio del conflicto con DESA y su proyecto de represa había
comuneros que negaban ser lencas ante el alcalde por temor a que no los
escucharan. En momentos así, dice, ella sentía un fastidio que parecía llevar
dentro desde hacía mucho.
Tal
vez por eso, cuando Berta Cáceres llegó a la comunidad de Río Blanco en 2009,
algunos pobladores dudaron al verla: les parecía raro que una mestiza de piel
más clara que la de ellos, que hablaba un castellano fluido, dijera ser
indígena con orgullo.
“Para
Berta ser indígena no era cuestión de sangre”, dice Bertha Zúñiga, a la sombra
del viejo roble. “Ser lenca es hacer tuya la lucha ancestral de las
comunidades, es asumir un modo de ver y estar en el mundo”.
De
ahí que no bastara con preparar políticamente a la comunidad de Río Blanco. A
través del Copinh llevó a unos ancianos mayas de Guatemala a Honduras para que
les enseñaran sobre los espíritus del río, a utilizar las hierbas medicinales,
a entender el significado de quemar copal —que se usa, entre otras cosas, para
la purificación espiritual— y derramar en la tierra la sangre de un ave
mezclada con chicha de maíz, como una forma de agradecimiento.
Desde
esos días, al iniciar cada asamblea o evento, Cáceres pedía a una de las
ancianas lencas quemar incienso como una forma de protección. A todo eso ella
le llamaba “la cosmovisión lenca”. Y era vital, decía, no solo para unir al
pueblo en un sentido cultural y espiritual: también para defenderse ante la ley
y el poder de las empresas.
Pascualita
Vásquez, una indígena lenca, durante la vigilia por el primer aniversario del
asesinato de Berta Cáceres en La Esperanza, en marzo de 2017 Credit Oswaldo
Rivas para The New York Times
El
Convenio 169 de la OIT, firmado por Honduras, establece que los pueblos
indígenas tienen derecho a decidir sobre cualquier asunto que afecte su
cultura, sus costumbres, sus creencias, su bienestar espiritual o sus tierras.
Uno de los requisitos más importantes, sin embargo, es que los indígenas se asuman
como indígenas.
“Es,
sobre todo, una estrategia política”, dice Tomás García, dirigente del Copinh
que hoy continúa ese trabajo junto a sus compañeros. Allí está Lilian López,
capacitando a mujeres lencas en talleres de liderazgo y trabajando para mejorar
el albergue que Cáceres creó para ellas. Allí está Rosalina Domínguez,
organizando a su comunidad para futuras movilizaciones y resistir a la represa.
Allí está José Gaspar Sánchez, trabajando con Bertha Zúñiga en las radios
comunitarias para llegar a los jóvenes de las aldeas. “Los asesinos pensaron
que matando a Berta la lucha iba a ceder”, dice Sánchez. “En todo el país van a
surgir muchas Bertas. Van a ver”.
El
sol arde sobre el valle de Río Blanco. Las aguas del Gualcarque, donde la
activista solía bañarse al terminar cada asamblea, ahora está llena de gente.
Rosalina Domínguez, lideresa de la comunidad, dice que Cáceres ha ocupado un
lugar en este río, junto a los ancestros: “Ahora es la abuela mayor, la que
coordina el mundo espiritual”.
Un
niño lenca descansa sobre una roca en el río Gualcarque durante el acto por el
aniversario de la muerte de Berta Cáceres en la comunidad Río Blanco, en
Intibucá, en marzo de 2017. Credit Oswaldo Rivas para The New York Times
En
una de las orillas, donde los niños de Domínguez chapotean entre enormes rocas
pulidas, se ven señales de los trabajos que los tractores de la empresa DESA
iban a realizar para construir la represa, y que los lencas de Río Blanco
impidieron hasta ahora.
Desde
el asesinato de Cáceres las entidades financieras internacionales suspendieron
temporalmente sus inversiones. El proyecto Agua Zarca está paralizado. Pero en
la práctica nada ha cambiado: los asesinos siguen sin condena y el gobierno de
Honduras no ha anulado la concesión a DESA. Ahora la empresa se ha trasladado a
otro sector del río, junto a la comunidad de San Francisco de Ojuera. Allí hay
familias que han aceptado la construcción de la represa.
“Nos
siguen amenazando porque no hemos dejado la lucha”, dice Rosalina Domínguez.
Recostada a la sombra de un árbol junto al río, la discípula de Cáceres deja
ver su panza de cinco meses de embarazo: será su hijo número once. “Ahora hay
extraños que me andan buscando por mi nombre. Pero mi vida la tengo dispuesta.
Berta estaba lista para lo que tocara. Yo también”.
(THE NEW YORK TIME/JOSEPH ZÁRATE/ 2 DE
JULIO DE 2017)
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