Un
camión avanza a través de un área de la selva amazónica recientemente
deforestada en el estado de Rodonia, el 28 de junio. Entre agosto de 2015 y
julio de 2017, la deforestación ha aumentado 29 por ciento en la Amazonía
brasileña. Credit Mario Tama/Getty Images
CAROL
PIRES
RÍO
DE JANEIRO – Los grupos de presión ruralista de Brasil ya no necesitan
presionar tanto al gobierno. En buena medida, han conseguido lo que tanto han
buscado: ocupar importantes cargos de poder en Brasilia. En 2014, los
brasileños eligieron no solo el congreso más conservador del país desde el fin
de la dictadura, sino también el más dominado por el frente parlamentario
agropecuario –suma 230 de los 513 diputados–, la más eficiente de las
agremiaciones legislativas.
Tras
apoyar el proceso de destitución de Dilma Rousseff y con Michel Temer como
presidente, ese sector conservador dominó por completo el gobierno. Desde
entonces, hemos asistido a una ofensiva contra las conquistas sociales –y ahora
ambientales– de la última década. El
ministro de Agricultura, Blairo Maggi, ganador en 2005 del premio Motosierra de
Oro –entregado por Greenpeace en protesta contra la destrucción
medioambiental–, es considerado el mayor productor individual de soja del
mundo. Y el de Medioambiente, Sarney Filho, quien debería ser su contrapeso en
el gobierno, ha dicho recientemente, sin el menor pudor, que “solo Dios” –no
las políticas públicas– puede frenar la deforestación de la Amazonía.
Temer,
quien ha sido evaluado como malo o pésimo por el 69 por ciento de los
brasileños en encuestas recientes, ya enfrentaba dificultades para negociar
apoyo parlamentario para sus reformas laboral y de pensiones, demasiado
impopulares para ser aprobadas a solo un año del inicio de la campaña presidencial
de 2018. Ahora, a causa del agravamiento de la crisis política y arrinconado
por denuncias de corrupción, el presidente paga cada vez más caro el apoyo para
sustentarse. Y parte del precio ha sido rematar la selva amazónica a los
parlamentarios ruralistas que dominan el congreso.
En
diciembre, el gobierno de Temer firmó una medida provisoria (una suerte de
decreto presidencial que debe ser ratificado por el congreso) transformando
305.000 hectáreas de la Floresta Nacional de Jamanxim, en Pará, en un Área de
Protección Ambiental, o APA. Aunque el nombre suene promisorio, la medida
esconde un retroceso. La calificación de floresta nacional es una de las más
altas categorías de preservación en Brasil y la ocupación de tierras de la
floresta está prohibida. El Área de Protección Ambiental tiene, en cambio, un
nivel de protección mucho menor, porque permite la explotación comercial de las
tierras. En otras palabras, la medida podría permitir legalizar sus actividades
a quienes hoy ocupan y explotan ilegalmente esa región amazónica.
El
proyecto, que ya era malo, pasó por el análisis de diputados y senadores y
terminó por ser tan distorsionado y perjudicial como lo es el actual congreso.
Además de aumentar el área que pasaría de floresta nacional a área de
preservación de 305.000 a 600.000 hectáreas, los legisladores aprovecharon para
incluir una enmienda completamente ajena al proyecto original, reduciendo
también 10.000 hectáreas del Parque Nacional de São Joaquim, en Santa Catarina;
está tan lejos del Jamanxim como España de Bielorrusia. O sea: para avanzar con
su desarrollo a cualquier costo, los diputados muestran que quieren hacer en
otras regiones lo que están haciendo con Jamanxim.
Recientemente,
en respuesta a un pedido de Gisele Bündchen, la
modelo más famosa de Brasil, Temer anunció por Twitter que había anulado
las medidas. En ese mismo mensaje, arrobó a la cuenta de WWF, como si diera buenas
noticias para el medioambiente. El presidente parece haberse olvidado que el
proyecto original lo envió él. Mejor sería no haberlo hecho nunca. Porque con
el proyecto envió también el mensaje de que está dispuesto a ceder ante los
grupos de presión y a absolver a quienes invaden y deforestan la selva. Además,
Temer ya había negociado con la bancada ruralista que el contenido vetado será
presentado otra vez. El único cambio es que la paternidad de este retroceso en
el campo de la protección ambiental pasó del poder ejecutivo al legislativo.
El
68 por ciento de toda la actividad ilegal en las áreas protegidas de la
Amazonía ya se concentra en el Jamanxim. Un reportaje de Folha de S. Paulo
denunció que el mayor beneficiado con la medida de Temer sería Ubiraci Soares
da Silva, alcalde de Novo Progresso, quien ha sido sancionado con 571.000
dólares en multas por crímenes ambientales.
Una
chimenea echa humo de madera usada como carbón en una sección de la Amazonía
brasileña recientemente deforestada, en Arquímedes, en el estado de Rodonia, el
26 de junio Credit Mario Tama/Getty Images
Con
la disminución del grado de protección en Jamanxin, el Instituto de
Investigación Ambiental de la Amazonía (IPAM, por su sigla en portugués) prevé
una deforestación de 280.000 hectáreas, que causarían la emisión de 140
millones de toneladas de carbono hasta 2030. De acuerdo con Ciro Campos, vocero
del instituto Socioambiental (ISA), hay que tomar en cuenta que la
deforestación del medioambiente funciona como una bolsa de valores: los
criminales invaden las tierras si ven en el futuro una oportunidad de
legalizarlas. Con este congreso, las oportunidades son más reales que nunca.
Por
ejemplo: a mediados de junio, el congreso aprobó nuevas normas que también
debilitan las exigencias ambientales al permitir la regularización de tierras
ocupadas de manera irregular –incluso en áreas protegidas de la Amazonía, donde
ahora habitan voraces latifundistas–. Y medidas peores que esa se avecinan. Con
la excusa de destrabar el desarrollo económico, la bancada ruralista presentó
un proyecto para acabar con la obligatoriedad de obtener licencias ambientales
para obras como el asfaltado de carreteras y la agricultura extensiva.
Si
a Dilma Rousseff no le importaba el medioambiente, el gobierno que la remplazó
menos aún. De hecho, acelera la marcha en reversa. En el último año, la
deforestación de la Amazonía avanzó el 30
por ciento. El asunto había tenido poca repercusión hasta que Temer y
sus ministros viajaron en visita oficial a Noruega. Allá, hicieron pasar
vergüenza al país. Ante este retroceso, Noruega anunció un recorte del 50 por
ciento de sus aportes al Fondo Amazonia, de quien era el mayor financiador.
Cuando
fue denunciado por corrupción por la procuraduría general, Temer dijo: “Nada nos
destruirá ni a mí ni a nuestros ministros”. Para sostener un gobierno que
carece de solvencia y que quizá no dure mucho, ha puesto en riesgo la
supervivencia de la floresta y, como resultado, la de todos nosotros. La
solución inmediata sería la caída de todo ese gobierno, sin legitimidad popular
ni condiciones éticas para seguir. Pero mientras siga ahí, la comunidad
internacional debe poner presión directa sobre él para que no se siga
debilitando la protección de la Amazonía.
Cuando
Temer anunció su veto, se dirigió a Gisele Bündchen, quien vive en Estados
Unidos. De modo semejante, el aumento de la deforestación solo ha recibido la
debida atención de la prensa después de la sanción de Noruega. Puede ser
fastidioso para un extranjero acompañar los asuntos de Brasil después de dos
años de ininterrumpida crisis política, pero ahora el tema es de todos.
Mientras el mundo debate cuál será el impacto ambiental del anuncio de Donald
Trump de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París, en Brasil, sin mucho alboroto,
el pulmón vegetal del mundo ha sido puesto en remate.
Carol Pires es reportera política y
colaboradora regular de The New York Times en Español. Vive en Río de Janeiro.
(THE
NEW YORK TIME/ CAROL PIRES 4 de julio de 2017)
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