Ahí estaban: los pagados y los que no, los convencidos, argüenderos,
jóvenes mitoteros, “puchadores”, sicarios, punteros, aspirantes a
narcos, émulos, narcas guerreras y orgullosas, juniors de arrancones y
piruetas automovilísticas, los que iban al baile y a agarrar cura, los
desprotegidos que han recibido algo de la clica y los que ven al cártel
de Sinaloa como una opción de seguridad.
Todos ahí: mostrando el músculo de la criminalidad culiche, esa que
se expresa todos los días en camionetas de lujo y enormes que parecen
tractores, en las cambiadólares de la Juárez, las plazas comerciales que
crecen y se reproducen como hongos bajo la lluvia, el abuso y el
agandalle vial, el fierro fajado pero con el bulto presente, el Cuerno de chivo a lo lejos rompiendo el aire y abriéndolo todo.
Todo eso ahí. Junto, tumultuoso, encima de todos, de la ciudad y sus
habitantes y del gobierno; concentrado, cínico y erecto, en esos jóvenes
menores de edad, en esos niños con sus pancartas y mensajes de
adoración a Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, gritándonos “libérenlo”, imponiendo su nombre y su forma de vida y esa consigna de que no quieren que el capo sea extraditado.
Se reunieron alrededor de las cinco de la tarde en las escalinatas
del templo de La Lomita. Se juntaron en la parte de abajo. Eran
alrededor de mil 200. Pocos con paliacate y muchos mensajes en uno solo:
“Sinaloa es tuyo, Chapo”, decía la espalda de una camiseta blanca portada por un secundariano.
A los lados, bellas mujeres en vehículos de lujo. Todos de blanco,
hasta los automóviles y las mantas y pancartas, con letra de imprenta.
Letras grandes e inmensas como el miedo colectivo a los criminales que
todo ciudadano padece en la capital sinaloense, como primer y casi
siempre único sentimiento.
Era el narco nuestro de cada día, ese de todos los días congregado
ahí, mostrándose diáfano, retador, potente, festivo y exigente. Liberen
al Chapo, decían, gritaban, bailaban. Su paso por la avenida
Obregón fue seguro y sin vigilancia policiaca, y apenas uno que otro
agente de Tránsito se asomó para facilitar el de por sí estropeado
tráfico en alguna bocacalle.
Tómame una
Quince cuadras recorridas. Ni los de la Marina que iban en dos
patrullas, en sentido contrario, se salvaron de las rechiflas y
mentadas. Ellos apenas voltearon. Los otros, los de blanco, los
apuntaron como queriendo dispararles fuego con esos dedos encendidos,
seguros, dueños, amos y señores de la ciudad, el estado, el país.
“Chapo, hazme un hijo”, “Queremos libre al CHAPO“, “No queremos otra guerra: liberen al CHAPO“,
“Joaquín Guzmán daba trabajo, no como ustedes políticos corruptos”.
Eran las leyendas plasmadas en las mantas, los gritos, la exhibición del
músculo y el control y el poder. Toda una declaración de amor,
gratitud, veneración y cultura. Nuestro patio trasero marchando,
mostrándose sin capuchas, desfilando frente al silencio del resto, a
toda la sociedad.
Una joven madre, con un hijo entre pancartas, posó para la foto.
Guapa, altiva, con la seguridad que da el dinero y esos colgajes dorados
y su ropa de marca, puso las manos en la cintura, un ligero quiebre de
piernas y miró a la lente. Pareció decir sin pronunciar nada: anda,
tómame una foto.
Frente al Ayuntamiento, los manifestantes hicieron de la marcha un
carnaval. La banda interpretaba canciones tradicionales y en los
aparatos de sonido de los vehículos de lujo sonaban corridos alusivos al
Chapo. Baile, agua fresca, te de jazmín, tortas, elotes, dinero, gritería, porras.
Todos estacionados ahí, frente al edificio de la administración
municipal. Ya eran poco después de las siete y unos pocos y flacos
agentes de Tránsito vigilaban de lejos, apuraban, usaban sus silbatos,
manoteaban. Y el resto de la gente miraba desde lejos, apuntaba a la
muchedumbre con su teléfono celular y grababa la escena, la fiesta que
parecía carnaval, con una mezcla de espanto: antesala de funeral de una
sociedad enferma.
Luego de haber permanecido estacionados entre Escobedo y Juárez,
avanzaron una cuadra más para quedar frente a catedral, donde
prácticamente fueron bloqueados los seis carriles.
Ellos con sus camisetas con el número 701, lugar en que ubicó la revista Forbes a
Guzmán Loera, entre los hombres más ricos del mundo. Y empezaron los
golpes, jaloneos, macanazos y desafíos: los manifestantes aventaron
botellas de agua a los policías que conminaban a desalojar la avenida, y
los uniformados respondieron con 10 detenciones y un joven herido en la
cabeza de un macanazo.
Un adulto, al parecer padre del herido, le gritó al policía que lo
conocía, que bien que cobraba la cuota a los narcos, que eso no se iba a
quedar así. Lo hizo frente a todos y nadie lo detuvo. Airado, rabioso,
iracundo y encendido. De aquí comes, no te hagas pendejo, pinche muertodehambre. Y aquel no respondió.
Ella morena, de unos treinta. Estaba ahí con su esposo y ambos viven
en Las coloradas, al sur de la ciudad. Otros llegaron de La Guadalupe
Victoria, de la Toledo Corro, de la colonia Antorchista. Suda. Alega que
no le pagaron, que está ahí, sosteniendo una de las monumentales
mantas, porque quiso y porque ella lo comentó con su esposo.
Suda, sostiene la mirada. A su alrededor todos gritan, parecen
entusiastas: el contingente es uno solo, tiene alma y pertenencia,
personalidad propia, con o sin los 500 pesos que dicen algunos que les
pagaron.
“A mí nadie me pagó, yo vine porque quise. El Chapo da ayuda a
muchas empresas que apoyan a quienes más lo necesitan. Además, brinda
seguridad porque evita que entren gentes nocivas a Sinaloa”, dijo.
—Sí, de otros como los Zetas. Porque nosotros no contamos con la policía, no hay gobierno aquí.
Réplicas y tacos
En Guamúchil, el ejercicio se repitió. Del fraccionamiento Prado
Bonito hasta el puente negro, ubicado en la salida norte. Unos 300
manifestantes y todos recibieron cachuchas y camisetas gratis.
En la comunidad de Jesús María, al norte del municipio de Culiacán,
donde nacieron las dos primeras mujeres con quienes Joaquín Guzmán
procreó hijos, el contingente avanzó con un cuadro de la Virgen de
Guadalupe al frente.
Recorrieron la carretera a la Anona. Eran cerca de cincuenta, quizá
un poco más. El estandarte guadalupano fue prestado por una iglesia de
la localidad y los organizadores anunciaron que lo harían varios días y
quizá durante un mes. Cuestionado, uno de los jóvenes que asistieron
dijo que él había ido al mitote.
—¿Y tú por qué fuiste, si a ti el Chapo no te ha dado nada, ni un pinche taco?
—No, por nada. No más por agarrar cura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario