El chicón era muchas cosas pero menos chico: alto,
corpulento, de voz de mando, esa pistola atrapada entre el pantalón, la
camisa y el cinto, ese atuendo caqui como de policía rural. Era el capo
del barrio, la colonia, buena parte de la ciudad y esa calle en la que a
todos saludaba.
No quiero que estos plebes se echen a perder, decía. Debemos cuidar a
los nuestros, la gente de la cuadra, nuestras familias, los hijos,
repetía y usaba ese tono patriarcal, noble, didáctico, de sacerdote
senil y de maestro de comunidad. Su sentido era ese. Al estar sentado
ahí, en la poltrona, sobre la banqueta, oteando la calle: el sentido de
la comunidad, de lo familiar, la cercanía, lo sagrado de la convivencia
en medio de la inmundicia que ya asomaba.
Y pasaban los morros y los chavos y las muchachas y lo saludaban. El
viejo sabio sentado y vigilante, afuera de su casa. Y los plebes en la
corredera, pateando el balón y buscando la forma de darle a la pichada
en el juego de béisbol. Él ahí, mirándolo todo sin festejar, como el
jefe que se cerciora de que todo esté en orden y en paz en sus
aposentos.
EL Chicón era eso y más. Narco con identidad. Capo de
pertenencia y arraigo. Mafioso de la vida cotidiana y citadina, amante
de la armonía, la convivencia, el respeto y la honestidad. Pórtense
bien, plebes. Y les daba palmadas. Y esa voz retumbaba en sus sienes y
zona torácica, como un consejo que también era orden. Pórtense bien. Y
les daba los buenos días como las buenas noches.
La fusca fajada y el vigilante. Muchos lo seguían. Pistoleros a
sueldo que él mantenía, parentela metida en la vida delictiva. Pero
todos formados, hechos a su antojo y medida, sin escándalos ni
algarabía. Todos tras el balón y él tras ellos, con esa mirada de águila
y de señor y patrón.
Un chirrido en la calle de abajo. En la esquina, dos carros habían chocado. El Chicón ve
todo y se levanta. Les grita a los morros que no se muevan. Se busca la
pistola pero esa mañana la dejó sobre la mesa de la sala. Da dos pasos.
Y otros cinco, para ver qué pasaba.
Los morros en la calle, anegándola de voces calladas. Y el Chicón se
detiene. Vuelve a sobarse el costado derecho: la pistola no está. Y él
con ese uniforme caqui, ese porte de autoridad, esos pasos de zancos.
Todo fue rápido. Tanto que pocos de los plebes lo vieron y no
supieron qué se fraguaba y estaba a punto de ocurrir frente a ellos.
Cuatro pasos atrás, un hombre avanzaba. Casi corría. Sacó un arma y
cerrojó. Crac. La levantó a la altura de su cabeza. Se acercó más y más.
El Chicón caminaba sin saber. A sus espaldas, el dedo en el gatillo.
Pum pum. Cuatro disparos: cuello, cabeza, pecho. Como un poste, un árbol frondoso y herido, el Chicón cayó. Besó el suelo ya muerto. Y así murió también el barrio ese, la calle.
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