martes, 13 de noviembre de 2012

DOS DE OCTUBRE NO SE OLVIDA (PRIMERA PARTE)


 


Semanario ZETA
Señores codirectores. —

“¡Contra la pared, hijos de la chingada, ahorita les vamos a dar su revolución!” (Grito de de jefe militar del batallón Olimpia, a los manifestantes aprehendidos; del libro de Elena Poniatowska “La Noche de Tlatelolco”; 1971, p. 238)

Pueblo que no aprende de su historia está condenado a repetirla, dice el gran refrán popular. Qué de traiciones, qué de intrigas; qué de hipocresías y de engaño desde aquel 2 de octubre de 1968. Los líderes que dirigían (mejor dicho que maniataban) el movimiento, quienes días antes de la espantosa masacre gritaban, en las multitudinarias manifestaciones, junto con las llenas de ánimo e impetuosas masas: “¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!” 

Esos mismos liderzuelos, pocos días después del bárbaro genocidio, el día 9 de octubre, abiertamente en una conferencia en la UNAM, anunciaban: “Nada de manifestaciones o conflictos durante la tregua olímpica del 12 al 28 de octubre”. Así, sin consultar a las masas, en forma totalmente autoritaria y antidemocrática se declaraba el “armisticio”.

 Apurados tanto las organizaciones como los líderes pequeñoburgueses, oportunistas y traidores en pavimentar el camino a la olimpiada y a la paz social no escatimaron esfuerzo alguno en sofocar el posible rebrote de la lucha y apagar hasta el más mínimo rescoldo y estrangular todo intento de resistencia.

Tras la tregua olímpica estaba el intento de enfriar los ánimos y desbandar a las masas, de apagar a plenitud las todavía ardientes brasas. Cosa que estos traidores hicieron a la perfección.

Sobre la sangre todavía fresca, la dirección del movimiento (el Consejo Nacional de Huelga: CNH) firmaba el silenciamiento de la lucha. Ni un solo líder, ni una sola organización que conformaban el liderazgo se alzaron contra esta indudable traición. Nadie llamó a organizar la resistencia, a reorganizar a las masas dispersas. Nadie convocó a sabotear los malditos juegos olímpicos, a vengar a los caídos. ¡Nadie, absolutamente nadie!

Las masas aunque muy lastimadas, aterrorizadas y con incalculables compañeros presos y muertos, ansiaban cobrar venganza, hervían en ira. Y querían seguir luchando. Fiel testimonio de esto fue la gran manifestación del 31 de octubre. ¡7 mil almas desafiando a la feroz represión gubernamental! La llama del odio al enemigo seguía viva y requería ser atizada, y esto desgraciadamente no sucedió. Y no fue debido a que gran parte del CNH estuviera en prisión, sino a su cobardía, a su gran traición. Un verdadero dirigente revolucionario sabe cumplir con su responsabilidad, con su misión, aunque la burguesía lo mantenga en el más profundo y sórdido calabozo.

La horrorosa masacre del 2 de octubre demostró que a los sátrapas en el poder, ni leyes ni constituciones los detienen cuando de salvaguardar su régimen criminal se trata. Aunque hasta la fecha hay imbéciles (como la izquierda amloísta) que se empeñan en inculcar al pueblo, de forma machacona, que solo a través de la lucha electoral, pacífica y constitucional es posible lograr profundos cambios sociales.

El Partido Comunista Mexicano, los trotskistas y otros grupúsculos (hoy muy abrazados con López Obrador) que se autoproclamaban de izquierda y revolucionarios, lejos de orientar el movimiento por el sendero correcto, lo sabotearon, lo mediatizaron, lo calificaron de movimiento espontáneo, aventurero, anarquista, etcétera. 

Más nulo fue su intento de imprimirle un carácter serio y disciplinado. El PCM no movió ni un dedo, ni el mínimo esfuerzo hizo para que la clase obrera acudiera a apoyar al estudiantado insurreccionado, para que el proletariado se movilizara y entrara en acción y quien con su titánica fuerza asumiera la dirección del movimiento.

 Solo la gigantesca y poderosa fuerza de las masas obreras hubiera anulado las tendencias burguesas, pequeño burguesas y vacilantes en el seno del movimiento y le hubiera podido dar una orientación genuinamente revolucionaria.


La participación del proletariado consciente faltó para que éste, actuando como catalizador y jefe, propagara el fuego de la rebelión a todo el país. El Partido Comunista Mexicano permaneció impasible, sereno, fiel a los lineamientos del maldito Congreso de los revisionistas y anti estalinistas de Moscú, que preconizaban la “transición pacífica al socialismo”.

La sedicente “vanguardia del proletariado” (es decir el PCM) no podía apoyar “algaradas” estudiantiles. Mayor traición no podían cometer dichos comunistas. Arnoldo Martínez Verdugo, Gilberto Rincón Gallardo y otros que formaban la dirigencia nacional del PCM hicieron lo que el resto de las organizaciones de izquierda (trotskistas, maoístas, etcétera) después de perpetrado el genocidio. Unos a correr a esconderse dejando a las masas a la deriva y otros a enfundarse en el uniforme de bombero para sofocar el fuego y borrar los manchones y charcos de sangre.

El Partido Popular Socialista, hermano gemelo del PCM, esta esperpéntica organización que toda su renca vida ha sido un furioso defensor del nacionalismo revolucionario de los matones del PRI; esta escoria, epígonos del demagogo y traidor Lombardo Toledano (“atole dando”, lo llamaban los obreros socialistas), congraciándose con la burguesía y con el chacal de Tlatelolco Gustavo Díaz Ordaz (GDO), culpó a la CIA norteamericana, a agentes extranjeros infiltrados en la sublevación, de la matanza. Protegiendo al chacal, el PPS gritó: ¡No fue el gobierno de Díaz Ordaz quien provocó la masacre, fue la CIA! Estos canallas lo mismo afirmaron del glorioso levantamiento campesino del EZLN en 1994.

Javier Antuna
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