En cuanto regresamos a la carretera, una
camioneta Lobo negra, con hombres armados apuntándonos, nos cerró el paso. Otra
camioneta, una Explorer negra, se paró detrás de nosotros, encerrándonos por
delante y por detrás. ”Son zetas, ¡son zetas!”, gritó Erik. “¡Pélate,
pendejo!”, le grité. Alejandro aceleró, esquivó la camioneta Lobo y los dejamos
atrás. Más adelante, el tráfico de la carretera nos obligó a detenernos. Las
camionetas nos alcanzaron. Alejandro bajó los vidrios polarizados para que
vieran nuestros rostros y sacamos las manos por las ventanas. “Somos
estudiantes, somos estudiantes”, dijimos con miedo. Los hombres se acercaron y
nos bajaron del auto.
Es un texto de RIA, como se lo contó a
Alejandro Mendoza, de Vice
Ciudad de México, 8 de julio
(VICE.com/SinEmbargo).- “Son Zetas, ¡son Zetas! ¡Pélate!”, le dije a mi amigo
mientras un grupo de sicarios nos apuntaba con armas. Era 2008 y la llamada
Guerra contra el narco del ex presidente Felipe Calderón estallaba con fuerza
en México.
Nunca fui bueno para la
escuela y después de haber pasado por algunas universidades en Culiacán,
Sinaloa —donde nací—, decidí estudiar en Monterrey, Nuevo León. En ese
entonces, cualquier pretexto para faltar a clases era bueno. Había escuchado
que “el bungee más alto de México” estaba en Cola de Caballo, una cascada que
se encuentra al sur de Monterrey. “Siente la adrenalina en tus venas como si
saltaras de un edificio de 30 pisos”, dice el sitio del bungee. “Jalo”, pensé.
Les platiqué del famoso bungee a mi
primo, mi hermano y un amigo, con quienes compartía casa. “Es una experiencia
de liberación”, les dije para convencerlos de ir, y a pesar de que mi primo
Erik estaba crudo por la peda de la noche anterior, aceptó ir. Alejandro, mi
amigo, también se sumó al plan. Dos meses atrás, mi hermano Pablo y yo habíamos
peleado y no nos hablábamos muy bien. El motivo de la pelea fue lo que más
tarde salvó mi vida. Discutimos porque se hizo amigo de un narcojunior, como le
llaman a los hijos de los capos del narcotráfico. “Eres un pendejo, Pablillo,
por más buen pedo que sea ese güey, te puede meter en un problema, te puede
pasar algo”, le dije pero no me hizo caso. Pablo, mi hermano, ya había saltado
de ese bungee y prefirió dejar pasar la oportunidad.
Salimos de la casa y en la
cochera teníamos dos opciones: el carro de Erik, una Jeep con placas de Nuevo
León, y el carro de Alejandro, un Vectra negro, con vidrios polarizados y
placas del estado de Sinaloa. “Shot”, grité y corrí al asiento del copiloto del
carro de Alejandro. Erik nos dijo que era una pendejada irnos en ese coche.
“Las cosas están calientes”, dijo refiriéndose a la disputa que se vivía entre
cárteles del estado de Nuevo León y los de Sinaloa. Salir del municipio con
placas de Sinaloa era peligroso. “Déjate de mamadas”, le dije, “tú lo que
quieres es que no me vaya adelante”. Erik no discutió, se subió al asiento
trasero y emprendimos camino.
Tomamos la carretera 85 rumbo
a Cola de Caballo en el Vectra negro, con vidrios polarizados y placas de
Sinaloa emocionados por el bungee. Eran cerca de las 12 del día y había
tráfico. Con el sol calentando más de lo normal, subimos los vidrios y
prendimos el aire acondicionado. Erik nos pidió parar en algún lugar para
buscar algo y curarse la cruda: un suero, Gatorade, un porro. Cualquier cosa
que disminuyera las palpitaciones en su cabeza. Alejandro hizo caso y se desvió
de la carretera hacia un pueblo cercano al de Santiago, un municipio pequeño de
Nuevo León. Manejó con lentitud por las calles del pueblo en busca de una
farmacia. Después de un rato y sin haber encontrado una, retomamos el camino
hacia Cola de Caballo. “Allá encontraremos algo, aguanta, Erik”, le dijimos.
En cuanto regresamos a la
carretera, una camioneta Lobo negra, con hombres armados apuntándonos, nos
cerró el paso. Otra camioneta, una Explorer negra, se paró detrás de nosotros,
encerrándonos por delante y por detrás. ”Son zetas, ¡son zetas!”, gritó Erik.
“¡Pélate, pendejo!”, le grité. Alejandro aceleró, esquivó la camioneta Lobo y
los dejamos atrás.
Manejamos por la carretera 85
con el coche lleno de paranoia. Alejandro venía concentrado con las manos en el
volante, mientras Erik y yo volteamos y vimos las camionetas venir hacia
nosotros con los hombres por fuera y sus armas apuntándonos. “A la verga, ¡nos
van a disparar!”, decía Alejandro. Más adelante, el tráfico de la carretera nos
obligó a detenernos. Las camionetas nos alcanzaron. Alejandro bajó los vidrios
polarizados para que vieran nuestros rostros y sacamos las manos por las
ventanas. “Somos estudiantes, somos estudiantes”, dijimos con miedo. Los
hombres se acercaron y nos bajaron del auto.
Entre cinco hombres bajaron a
Alejandro y comenzaron a golpearlo. Se escuchaban los golpes secos sobre su
rostro. En una gasolinera, al lado de la carretera, un grupo de gente veía el
espectáculo pero nadie se metía. A Erik y a mí nos tiraron boca abajo y nos
esposaron, mientras una bota empujaba mi cabeza contra el asfalto caliente. Lo
último que vi de Alejandro fue que se lo llevaron, golpeado, a la camioneta
Explorer. A nosotros dos nos subieron a la cabina trasera de la Lobo. Adentro
había un hombre esposado con una camisa roja envuelta en su cabeza. Aureliano,
le llamaban los sicarios.
Mientras dábamos vueltas por
lugares desconocidos, pude ver que la mayoría de los sicarios eran jóvenes.
Algunos más que nosotros. Por las bocinas de la camioneta se escuchaba
reggaeton. “¿A los de Sinaloa no les gusta esta música, loco?”, nos preguntaron
retóricamente. Mi primo Erik habló: “¿Me puedes aflojar tantito las esposas,
viejo?” Volteé a ver su mano y estaba púrpura. “Cállese, pendejo”, le
contestaron riéndose, ”¿A ti qué te importa eso si nos los vamos a quebrar?”
Cuando dijo eso comprendí la gravedad de la situación. Era una sentencia de
muerte. Mi corazón se aceleró y palpitó tanto, que pensé que iba a salir
expulsado de mi pecho.
Después de haber dado vueltas
y vueltas, los sicarios, calmados, comenzaron a platicar con nosotros. Nos
preguntaban sobre Culiacán, sobre “las viejotas” que hay ahí, a qué se
dedicaban nuestros padres y se burlaban de Aureliano en cada oportunidad.
Después de tres horas de estar arriba de la camioneta, se detuvieron por fin.
Era un lugar perdido en el monte. No había nada verde ahí. Al fondo había una
casa y alrededor había hombres custodiándola con armas. Nos bajamos de la
camioneta y se llevaron a Aureliano rumbo a la casa. A Erik y a mí nos rodearon
varios hombres armados, buscando intimidarnos, y preguntaron: ”¿A qué se
dedican ustedes, muchachos?” íbamos a contestar cuando escuchamos un balazo.
Sentí que la sangre abandonó mi cuerpo.
“¿Que a qué se dedican,
muchachos?”, preguntó nuevamente el hombre. “Somos estudiantes, güey, nosotros
nada que ver con esta onda”, contestó Erik cabizbajo. “¿Cómo que güey, pendejo?
¿Cómo que güey?”, le preguntó molesto y le dio un cachazo en la cabeza. Erik
cayó sobre sus rodillas. Un hombre robusto, de piel áspera y uniformado de
negro, me vio a los ojos y dijo: “Este güerito es mío”.
El hombre me alejó del grupo,
se paró frente a mí y me preguntó nuevamente a qué me dedicaba. “Somos
estudiantes”, contesté. El tipo me dio un cachazo y caí sobre mis rodillas.
Durante dos horas me interrogó y por cada respuesta que no le gustaba, me
golpeaba. Cerca del final de las preguntas, lo único que podía contestar era:
“Sí, señor”, “no, señor”.
Después de las dos horas en
que fui golpeado, el hombre me llevó de regreso junto a mi primo Erik. Él
estaba completamente golpeado, igual que yo. Su mano estaba casi negra por lo
apretadas que estaban las esposas. Nos pusieron de rodillas, uno junto al otro.
Un joven de no más de 20 años se acercó a nosotros y comenzó a vendarnos los
ojos. “¿Qué está pasando?”, pregunté asustado. “Sht, sht, sht, ya se va a
terminar esto”, sentenció. Mi cabeza se llenó con un mar de preguntas: ”¿Qué se
va a terminar?, ¿Nos van a matar?, ¿Cómo nos van a matar?, ¿Quién va a
encontrar nuestros cuerpos?, ¿Así termina mi vida?, ¿Y mi mamá?, ¿Y mi papá?,
¿Mis hermanos?, ¿Sabrán lo que pasó?”
Con la venda sobre mis ojos, lo único
que veía era negro. Completa oscuridad. Escuché a un hombre hablar por teléfono
mientras los demás jugaban con nuestras cabezas. “Ahora sí, putos culichis, van
a valer verga. Los vamos a matar, cabrones”, decían. Uno de ellos cargó un tiro
de su arma y, con fuerza, golpeó mi cabeza con el cañón. “¡Pum!”, gritó para
asustarme más de lo que ya estaba. En ese momento la claridad llegó a mi mente:
“Vamos a morir”, pensé.
El hombre que hablaba por
celular colgó. Escuché unos pasos acercarse hasta estar frente a nosotros.
“¿Quién es Raúl?”, preguntó. El miedo me tenía paralizado. No pude reaccionar y
no contesté la pregunta. El hombre preguntó nuevamente: “¿Que quién vergas es
Raúl, pendejos?” El sonido de una patada sonó con fuerza y escuché a Erik
gemir. Casi al instante dije: “Yo soy Raúl, yo soy Raúl”. Me quitaron las
vendas y, aunque el sol estaba por meterse, el resplandor molestó mis ojos. Me
levantaron y me quitaron las esposas. El más joven, el que nos vendó, me rodeó
con el brazo sobre mis hombres y me dijo: “Ya relájate, loco, ya la libraste,
¿te gusta la mota?” Sacó una bolsa de marihuana y me puso a forjar unos porros
con las manos temblorosas. “Qué bueno que no se quebraron, morros, porque
cuando se ponen de llorones, estos cabrones hasta un huevo les hubieran cortado
a la verga”, me contó.
Alejandro se encontraba
completamente golpeado en la cajuela de la Explorer. Más tarde me contó que
cuando vio la puerta de la cajuela abrirse, uno de los sicarios, también
uniformado de negro, le dijo: “Ándele, cabrón, bájese”. Se bajó con miedo y la
mirada hacia abajo. “Camínele para allá, pendejo, órale”, le ordenaba.
Alejandro caminó y vio a Erik, con los ojos vendados, de rodillas. A mí no me
vio. Me contó que fue la caminata más larga de su vida, pues pensó que le iban
a disparar por la espalda o que lo iban a arrodillar junto a Erik y los iban a
ejecutar. Siguió caminando, asustado, y de repente me vio a mí forjando churros
de mota. Volteé y lo vi. “Ya la libramos, viejón”, le dije.
Mientras forjaba los churros
temblorosamente, el hombre que pasó horas torturándome, pasaba junto a mí y
decía: “Apúrale, pendejo, o me arrepiento y me los termino quebrando”. Ese día
aprendí a forjar porros rápido y eficaz. Forjé uno detrás de otro como nunca en
mi vida. Fumamos con ellos hasta que nos pidieron que entráramos a la parte
trasera del carro de Alejandro, que lo habían llevado hasta ahí cuando nos
levantaron, y nos subimos.
Manejamos hasta que la
oscuridad de la noche cubrió la carretera 85. Los hombres se detuvieron en el
mismo lugar donde nos levantaron, sólo que esta vez rumbo a San Pedro. “Órale,
putos, en cuanto nos bajemos uno se pasa para adelante y maneja, no se paren,
directito a su casa”, nos ordenaron. Alejandro y Erik estaban más golpeados que
yo, por lo que decidí manejar. Después de unos minutos en silencio, Erik
preguntó: “¿Se dan cuenta de lo que acabamos de vivir?”, “¿Por qué nos habrán
soltado?”, preguntó Alejandro. Yo no podía hablar, seguía en shock.
Cuando llegamos a la casa,
Alejandro tomó el primer vuelo a Culiacán y se fue de Monterrey lo más pronto
posible. Erik y yo nos quedamos en casa tratando de asimilar lo que habíamos
vivido. De pronto sonó mi celular: ”¿Te sirvió el favorcito que te hice recabrón?”,
dijo alguien del otro lado de la línea. “¿Quién es?”, pregunté. “Ordené que los
soltaran”, dijo. Irónicamente, era el amigo narcojunior de mi hermano, por el
que habíamos peleado.
Cuatro meses después lo
levantaron los enemigos de su padre y fue asesinado.
ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR
SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE VICE.com.
(SIN EMBARGO/ VICE.COM/ 08 DE JULIO 2018)
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