Una
pintura de Donald Trump en su residencia Mar-a-Lago, en Florida Credit Eric
Thayer para The New York Times
En
2015, la ciudad de Asjabad, capital de Turkmenistán, fue honrada con un nuevo
monumento público: una gigantesca escultura ecuestre bañada en oro en la que se
veía al presidente del país. Tal vez parezca un exceso. Los cultos a la
personalidad son más bien una norma en los países que terminan con “-istán”: es
decir, los países de Asia central que surgieron tras la caída de la Unión
Soviética, en general gobernados por hombres fuertes que se rodean de un
selecto grupo de ricos compinches capitalistas.
Los
estadounidenses solían encontrar divertidas las excentricidades de estos
regímenes, con sus dictadores de cuarta. ¿Quién ríe ahora?
Después
de todo, estamos a punto de entregarle el poder a un hombre que ha pasado toda
su vida tratando de construir un culto a su personalidad; basta recordar que su
fundación de “caridad” se gastó una fortuna comprando un retrato de 1,82 metros
de su fundador. Mientras tanto, un vistazo a su cuenta de Twitter es prueba
suficiente para demostrar que la victoria no ha hecho nada para saciar la sed
de gratificación de su ego. Así que podemos esperar una buena dosis de exaltación
personal una vez que ocupe la presidencia. No creo que llegue al extremo de
esculturas bañadas en oro, pero ¿quién lo sabe realmente?
Y
así, a un par de semanas de su asunción, Donald Trump no ha hecho nada
sustancial para reducir los conflictos de interés sin precedentes —o, como
escribió para la posteridad en Twitter, “unpresidented” (sin presidentes, en
español)— generados por su imperio empresarial. Queda muy claro que nunca lo
hará: de hecho, ya está sirviéndose de su cargo político para enriquecerse, con
algunos de los ejemplos más flagrantes que involucran a gobiernos extranjeros
haciendo negocios para los hoteles de Trump.
Esto
quiere decir que Trump violará el espíritu, y podría decirse que el texto, de
la cláusula de emolumentos de la Constitución de Estados Unidos, que prohíbe
regalos o ganancias de líderes extranjeros, en el instante en que recite el
juramento presidencial. Pero ¿quién le pedirá cuentas? Algunos republicanos
importantes ya están sugiriendo que, en lugar de hacer valer las leyes de ética
gubernamental, el congreso simplemente debería cambiarlas para adaptarlas al
gran hombre.
La
corrupción no se limitaría a la cúpula del poder: la nueva administración
parece dispuesta a llevar al centro de nuestro sistema político una auto
contratación descarada. Abraham Lincoln pudo haber dirigido a un equipo de
rivales; Donald Trump parece estar reuniendo a un equipo de compinches, al
elegir multimillonarios con conflictos de interés evidentes y profundos en
varios puestos clave de su gabinete.
En
resumen, Estados Unidos se está convirtiendo rápidamente en uno de esos países
con el sufijo “-istán”.
Sé
que muchas personas todavía están tratando de convencerse de que la siguiente
administración gobernará normalmente, a pesar de los evidentes instintos
antidemocráticos del nuevo comandante en jefe y la cuestionable legitimidad del
proceso que lo llevó al poder. A algunos defensores de Trump incluso les ha
dado por declarar que no debemos preocuparnos por la corrupción en la camarilla
que gobernará al país, porque los ricos no necesitan más dinero. ¡¿En serio?!
Seamos
realistas. Todo lo que sabemos sugiere que estamos entrando a una era de
corrupción épica y menosprecio por el Estado de derecho, que no conoce límites.
¿Cómo
pudo pasar esto en una nación que desde hace tiempo se precia de servir de
modelo para las democracias? En sentido estricto, Trump llegó al poder gracias
a la evidente intervención del FBI en la elección, a la subversión de Rusia y a
los medios de comunicación laxos, que atentamente exaltaron escándalos falsos
mientras escondían los reales en sus últimas páginas.
Esta
debacle no surgió de la nada. Hemos estado en la vía del “istandismo” desde
hace tiempo: un Partido Republicano cada vez más radical, dispuesto a todo para
hacerse del poder y mantenerlo, que comenzó a debilitar nuestra cultura desde
hace décadas.
La
gente tiende a olvidar qué tanto del repertorio de 2016 ya se había usado en
años anteriores. Recordemos: el gobierno de Clinton fue asediado por constantes
acusaciones de corrupción, diligentemente publicitadas por los medios como las
noticias principales; ninguno de esos supuestos escándalos acabó por confirmar
un delito real. No es casualidad que James Comey, el director del FBI cuya
intervención sin duda sesgó la elección, haya trabajado antes para el comité
Whitewater que pasó siete años investigando obsesivamente un acuerdo fracasado
sobre propiedades.
La
gente también tiende a olvidar lo realmente mala que fue la administración de
George W. Bush y no solo porque llevó a la guerra a Estados Unidos con engaños.
Sino porque además hubo un recrudecimiento del clientelismo, ya que gente de
dudosas aptitudes, pero con vínculos políticos o empresariales cercanos a
funcionarios de alto rango, acabó ocupando cargos importantes. De hecho,
Estados Unidos se salió con la suya con la ocupación de Irak en parte gracias a
la especulación de negocios vinculados con la política.
La
única pregunta ahora es si la podredumbre está tan profundamente arraigada que
nada puede evitar la transformación de Estados Unidos en Trumpistán. Una cosa
es segura: es tonto y destructivo ignorar el riesgo incómodo y simplemente
asumir que todo va a estar bien… porque no lo estará.
(THE
NEW YORK TIME/ PAUL KRUGMAN/ 3 de enero de 2017)
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