Había
hecho mucho dinero, tanto que eso le permitió lavar de sangre sus apellidos y
ese pasado que lo perseguía. Dinero, dinero. Muchos dólares para enjuagar
ayeres salpicados, inundados, con huellas rojas y olor a pólvora y cempasúchil
podrido. Para eso servían los billetes y esa trayectoria que él presumía
impoluta, lejos de sus padres, tíos y abuelos. Tal como le convenía.
Como
parte de ese proceso de quitarle tajadas al desprestigio, le puso muchas ganas
a la escuela. Estudió hasta profesional y luego un posgrado: su perfil era de
inversiones, presupuestos, políticas públicas, rendición de cuentas y algunos
asuntos de carácter fiscal. Alumno de dieces y exenciones. Sus notas eran
notables y así se lo hacían saber los maestros, cuando calificaban sus ensayos
y exámenes.
Bien
parecido, tenía pegue con las morras. Lo seguían y asediaban: guapo, con mucho
dinero, un convertible en la cochera, de esos que solo muerden el asfalto los
fines de semana, alto, güerito y simpático, además de inteligente. Su fama lo
hizo un hombre sin ayeres: trabajador, honesto, servidor, bien preparado y con
un chingo de lana.
Le
endulzaron el oído para que le entrara a la política. Se acercó con poderosos
del mundo político y de brincar de un lado a otro, besar las huellas y oler y
aguantar gases ajenos, le anunciaron que le iban a dar una delegación del
gobierno federal, de esas que atienden a los pobres, destinan subsidios,
impulsan el desarrollo social y la entrega de despensas y becas.
Tuvo
que mediar en un diferendo que tenían campesinos, en una comunidad rural. La
otra parte era poderosa. Antes de la audiencia entre los involucrados, él
recibió al representante de los adinerados. Le llevó dos maletines. Se mojó los
labios, saboreando. Dinero sucio, musitó. Mi especialidad. Cuando se reunieron,
les dio la contra a los ejidatarios: el resolutivo iba como se lo habían
pedido, pero con manchas rojas, apenas perceptibles, entre las letras negras
del documento.
Al
concluir la reunión, uno de los campesinos se le acercó. Le dijo que era un
corrupto, que sabía que se había vendido a cambio de una fuerte suma de dinero:
no te alcanzará la vida para gastártelo, mijito. El hombre salió de la oficina
detrás de los otros y él se quedó con esa sonrisa completa, de pasta dental.
Salió
a su hora y abordó el carro negro. Iba luminoso y triunfante, acariciando los
fajos de billetes, apretados con ligas. Pensó en comprarse otro automóvil, irse
de viaje con sus mujeres, adquirir ropa, ahorrar o poner un negocio. En la
cochera de su casa lo esperaban: tres balazos en tetillas y cabeza. Sus mujeres
le lloraron. El campesino ni siquiera sonrió.
(RIODOCE/ Columna
“Malayerba” de Javier Valdez/ 25 octubre, 2015)
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